Mario Vargas Llosa deja sus libros para postular a la presidencia

 

Una protesta contra la estatización de la banca en el año 1987 llevó al escritor Mario Vargas Llosa a iniciar una aventura política que lo convirtió -sin proponérselo- en candidato a la presidencia del Perú en 1990. La anécdota de esta campaña la cuenta él mismo en sus memorias “El pez en el agua”, donde reconoce haber aprendido dos cosas: que los peruanos no votan por ideas sino por “oscuros sentimientos y resentimientos”, y que al mismo tiempo la política está hecha de maniobras, intrigas, conspiraciones y traiciones.

 

Por Mario Vargas Llosa*

Luego de los Encuentros por la Libertad de agosto y setiembre de 1987, partí a Europa, el 2 de octubre, como lo hacía todos los años por esta época. Pero, a diferencia de otros, esta vez llevaba conmigo, bien metido en el cuerpo pese a las iras y apocalípticas profecías de Patricia, el morbo de la política. Antes de partir de Lima, en una exposición televisada para agradecer a quienes me acompañaron en las movilizaciones contra la estatización, dije que regresaba «a mi escritorio y a mis libros», pero nadie me lo creyó, empezando por mi mujer. Yo tampoco me lo creí.

En esos dos meses que estuve en Europa, mientras asistía al estreno de mi obra La Chunga, en un teatro de Madrid, o garabateaba los borradores de mi novela Elogio de la madrastra bajo la cúpula con luceros del Reading Room del Museo Británico (a un paso del cubículo donde Marx escribió buena parte de El capital), la cabeza se me iba con frecuencia de las fantasías de los Inconquistables o de las ceremonias eróticas de don Rigoberto y doña Lucrecia a lo que ocurría en el Perú.

Mis amigos —los viejos y los nuevos, de los días de la movilización— se reunían, en mi ausencia, de manera periódica, para hacer planes, dialogaban con los dirigentes de los partidos, y cada domingo Miguel Cruchaga me hacía informes detallados y eufóricos que, infaliblemente, disparaban a mi mujer hacia la rabieta o el válium. Porque desde las primeras encuestas yo aparecía como una figura popular, con intenciones de voto, en caso de una eventual candidatura, de cerca de un tercio del electorado, el más alto porcentaje entre los presuntos aspirantes a la presidencia para aquella elección, todavía lejana, de 1990. Pero lo que más alegraba a Miguel era que la presión de opinión pública a favor de una gran alianza democrática, bajo mi liderazgo, le parecía incontenible. Era algo sobre lo que Miguel y yo habíamos divagado, en nuestras conversaciones, como un ideal remoto. De pronto, se hizo verosímil, y dependía de mi decisión.

Era cierto. Desde el mitin de la plaza San Martín, y debido a su gran éxito, en los diarios, la radio, la televisión y en todas partes comenzó a hablarse de la necesidad de una alianza de las fuerzas democráticas de oposición para enfrentarse al APRA y a la Izquierda Unida en las elecciones de 1990. De hecho, los militantes de Acción Popular y del Partido Popular Cristiano se habían confundido en la plaza, aquella noche, con los independientes. También en Piura y Arequipa. En las tres manifestaciones yo hice aplaudir a esos partidos y a sus líderes por oponerse al proyecto estatizador.

Esta oposición había sido inmediata en el caso del Popular Cristiano y algo tibia al principio en el de Acción Popular. Su líder, el ex presidente Belaunde, presente en el Congreso el día del anuncio, hizo una declaración cautelosa, temiendo tal vez que la estatización tuviera mucho respaldo. Pero en los días siguientes, en consonancia con la reacción de amplios sectores, sus pronunciamientos fueron cada vez más críticos y sus partidarios concurrieron en masa a la plaza San Martín.

La presión de los medios de comunicación no apristas y del público en general, en cartas, llamadas y declaraciones, para que nuestra movilización cuajara en una alianza con miras a 1990, fue enorme en las semanas que siguieron a los Encuentros por la Libertad y continuó mientras yo estaba en Europa. Miguel Cruchaga y mis amigos coincidían en que yo debía tomar la iniciativa para materializar aquel proyecto, aunque discrepaban sobre el calendario. Freddy creía prematuro que volviera a Lima de inmediato. Temía que, en los tres años por delante hasta el cambio presidencial, mi flamante imagen pública se gastara. Pero si iba a actuar en política era indispensable viajar mucho por el interior del país, donde apenas me conocían. Así que, después de barajar muchas fórmulas, en discusiones telefónicas que nos costaban un ojo de la cara, decidimos que volviera a comienzos de diciembre, y por Iquitos.

ElPezenelaguaPortadaLa elección de la capital de la Amazonía peruana, como puerta de entrada al Perú, no fue gratuita. Durante la lucha contra la nacionalización, luego de los mítines de Lima, Arequipa y Piura, planeamos un cuarto en Loreto, de donde recibí pedidos para hacerlo. El APRA y el gobierno desencadenaron entonces contra mí, en Iquitos, una campaña descomunal, y, strictu senso, literaria. Consistió en denunciarme por las radios y el canal estatal como difamador de la mujer loretana, por mi novela Pantaleón y las visitadoras, situada en Iquitos, de la que se reproducían párrafos y páginas que se repartían en octavillas o se leían en los medios, acusándome de llamar a todas las loretanas «visitadoras» y de describir sus enardecidas proezas sexuales. Hubo un desfile de madres con crespones negros y el APRA convocó a todas las embarazadas de la ciudad a tenderse en la pista de aterrizaje para impedir que se posara el avión en el que llegaba «el sicalíptico calumniador que pretende ensuciar el suelo loretano» (cito uno de los volantes). Para remate, resultó que en la única radio de oposición loretana, el periodista que me defendía (con un lenguaje parecido al de mi personaje novelesco el Sinchi) creyó que la mejor manera de hacerlo era mediante una apasionada apología de la prostitución, a la que dedicó varios programas. Todo esto nos hizo temer un fiasco o, tal vez, un grotesco aquelarre, y desistimos de aquel mitin.

Pero ahora que volvía al Perú con intenciones políticas de largo alcance, convenía enfrentar de entrada al toro loretano y saber a qué atenernos. Miguel Cruchaga y Freddy Cooper fueron a la selva a preparar mi llegada. Yo viajé allí, vía Miami, solo, pues Patricia, en protesta contra estos amagos proselitistas, se negó a acompañarme. Me recibió en el aeropuerto de Iquitos una pequeña pero cordial concurrencia y, al día siguiente, 13 de diciembre, en el auditorio repleto del colegio San Agustín, hablé de mi relación con la Amazonía y de lo mucho que a esa región debían mis novelas, en especial la difamada Pantaleón y las visitadoras. Las loretanas, que eran la gran mayoría de mis oyentes, mostraron mejor humor que mis adversarios, riéndose con mis anécdotas sobre aquella ficción (y, dos años y medio después, votando masivamente por mí en las elecciones generales, pues fue en Loreto donde alcancé la mayor votación en el país).

La escala loretana transcurrió sin incidentes, en medio de una cálida atmósfera, y el único imprevisto fue el colerón de Freddy Cooper, al levantarse esa medianoche en el hotel de Turistas donde pernoctamos y descubrir que todos los guardaespaldas encargados de la seguridad se habían ido al burdel.

Apenas llegué a Lima, el día 14 de diciembre, comencé a trabajar en la forja de ese Frente Democrático, al que los periodistas rebautizarían con el horrible apócope de Fredemo (que Belaunde y yo nos negamos siempre a usar).

Fui a visitar, por separado, a los líderes de Acción Popular y del Partido Popular Cristiano y tanto Fernando Belaunde como Luis Bedoya Reyes se mostraron favorables a la idea del Frente. Tuvimos muchas reuniones, llenas de perífrasis, para despejar los obstáculos que conspiraban contra la alianza. Bedoya era mucho más entusiasta que Belaunde, pues éste tenía que hacer frente a una tenaz oposición de muchos de sus amigos y correligionarios, empeñados en que él fuera, una vez más, el candidato y de que Acción Popular se presentara sola a las elecciones. Belaunde esquivaba esas presiones, a poquitos, con su soberbio buen oficio, pero sin alegría, temeroso, sin duda, de que, al sentir que él pasaba a los cuarteles de invierno, su partido, tan ligado a su persona, se desintegrara.

Por fin, luego de muchos meses de negociaciones en las que, a menudo, yo me sentía asfixiado por su bizantinismo, acordamos constituir una comisión tripartita encargada de echar las bases de la alianza. Tres delegados representaron en ella a AP, tres al PPC y otros tres a los «independientes», cuya personería se me reconoció y para los cuales optamos por una designación de algo todavía inexistente: el Movimiento Libertad. Los tres delegados que designé por Libertad —Miguel Cruchaga, Luis Bustamante Belaunde y Miguel Vega Alvear— constituirían luego, con Freddy Cooper y conmigo, el primer Comité Ejecutivo de ese movimiento que empezamos a crear, a toda prisa, en esos días finales de 1987 y primeros de 1988, a la vez que organizábamos el Frente Democrático.

Con Fujimori en el debate con miras a la segunda vuelta.

Con Fujimori en el debate con miras a la segunda vuelta.

Se me ha reprochado mucho la alianza con dos partidos que ya habían estado en el poder (en buena parte de los dos gobiernos de Belaunde Terry, Bedoya Reyes había sido su aliado). Esa alianza, dicen los críticos, restó frescura y novedad a mi candidatura e hizo que ella apareciera como una maquinación de los viejos políticos de la derecha peruana para recuperar el poder a través de interpósita persona. «¿Cómo podía el pueblo peruano creer en el «gran cambio» que usted ofrecía», me han dicho, «si iba del brazo con quienes gobernaron entre 1980 y 1985, sin cambiar nada de lo que andaba mal en el Perú? Al ir con Belaunde y con Bedoya usted se suicidó».

Supe desde el principio los riesgos de esa alianza, pero decidí correrlos por dos razones. Era tanto lo que había que reformar en el Perú que, para hacerlo, se requería una ancha base popular, AP y PPC tenían influencia en sectores significativos y ambos lucían impecables credenciales democráticas. Si vamos separados a las elecciones, pensaba, la división del voto del centro y de la derecha dará la victoria a la Izquierda Unida o al APRA. La mala imagen de los viejos políticos se puede borrar con un plan de reformas profundas que no tendrán nada que ver con el populismo de AP ni el conservadurismo del PPC, sino con un liberalismo radical nunca antes postulado en el Perú. Son estas ideas las que darán novedad y frescura al Frente.

De otro lado, temía que tres años no fueran suficientes, en un país con las dificultades del nuestro —amplias zonas afectadas por el terrorismo, pésimos o inexistentes caminos, deficientísimos medios de comunicación— para que una organización nueva, de gentes inexpertas, como el Movimiento Libertad, armase una organización con ramificaciones por todas las provincias y distritos para competir con el APRA, que, además de su buena organización, contaría esta vez con todo el aparato del Estado, y contra una izquierda fogueada en varios procesos electorales. Por disminuidos que estén, razonaba, AP y PPC cuentan con una infraestructura nacional, indispensable para ganar la elección.

Ambos cálculos fueron bastante errados. Es verdad que yo y mis amigos, disputándonos a veces como perros y gatos con los aliados, sobre todo con Acción Popular, conseguimos que el programa de gobierno del Frente fuera liberal y radical. Pero, a la hora de la votación, esto pesó menos en los sectores populares que la presencia entre nosotros de caras y nombres que habían perdido credibilidad por su actuación política pasada. Y, de otro lado, fue candoroso de mi parte creer que los peruanos votarían por ideas. Votaron, como se vota en una democracia subdesarrollada, y, a veces, en las avanzadas, por imágenes, mitos, pálpitos, o por oscuros sentimientos y resentimientos sin mayor nexo con la razón.

El segundo supuesto era aún más equivocado que el primero. Ni Acción Popular ni el Popular Cristiano tenían en ese momento una sólida organización nacional. El PPC no la tuvo nunca. Partido pequeño, sobre todo de clase media, fuera de Lima contaba apenas con unos cuantos comités en las capitales de departamentos y de provincias y escasos adherentes. Y Acción Popular, pese a haber ganado dos elecciones presidenciales y haber sido, en sus mejores épocas, un partido de masas, jamás llegó a forjar una organización disciplinada y eficiente como la del APRA. Fue siempre un partido aluvional, que cristalizaba en épocas electorales alrededor de su líder y se dispersaba. Pero luego de su 48 revés de 1985 —su candidato presidencial, el doctor Javier Alva Orlandini, obtuvo apenas algo más del seis por ciento del voto— había perdido ímpetu y entrado en lo que parecía un proceso de delicuescencia. Sus comités, donde existían, estaban conformados por ex funcionarios de gobierno, a veces de mala reputación, y muchos de ellos parecían aspirar a que el Frente triunfara para volver a las andadas.

Al fin y al cabo, resultó lo contrario de lo que yo había previsto. Los aliados no se fundieron nunca y, más bien, en muchos sitios se dedicaron a disputar entre sí, por rivalidades personales y apetitos menudos y, a veces, como en Piura, con feroces comunicados por la radio y la prensa que hacían las delicias de nuestros adversarios. Pese a nuestras carencias en lo que concierne a organización, el Movimiento Libertad resultó, tal vez, entre las fuerzas del Frente —además de AP y del PPC lo integró el SODE (Solidaridad y Democracia), una pequeña formación de profesionales— el que llegó a montar la más amplia red de comités en el país (aunque no por mucho tiempo).

La vinculación con AP y PPC no fue la razón principal de la derrota en las elecciones. Ésta se debió a varios factores y, sin duda, yo tuve mucha responsabilidad en el fracaso, por centrar toda la campaña en la defensa de un programa de gobierno, descuidar los aspectos exclusivamente políticos, denotar intransigencia y mantener, de principio a fin, una transparencia de propósitos que me volvió vulnerable a los ataques y a las operaciones de descrédito y que asustó a muchos de mis iniciales partidarios. Pero la alianza con quienes habían gobernado entre 1980 y 1985 contribuyó a que la confianza popular en el Frente —que existió a lo largo de casi toda la campaña— fuera precaria y, en un momento dado, se eclipsara.

AficheMVLLpresidenteA lo largo de esos casi tres años nos reunimos con Belaunde y con Bedoya a un ritmo de dos o tres veces al mes, al principio alternando los lugares de reunión para burlar la cacería periodística y luego, generalmente, en mi casa. Lo hacíamos en las mañanas, a eso de las diez. Bedoya llegaba infaliblemente tarde, lo que impacientaba a Belaunde, hombre puntualísimo y siempre ansioso de que las reuniones terminaran pronto para irse al club Regatas a nadar y a jugar frontón (venía, a veces, con zapatillas y raqueta). Es difícil imaginarse a dos personas —a dos políticos— más distintas. Belaunde había nacido en 1912, en una familia de alcurnia, aunque sin fortuna, y llegaba al invierno de su vida cargado de triunfos: dos victorias presidenciales y una imagen de estadista democrático y honrado que ni sus peores adversarios le negaban. Bedoya, algo más joven, nacido en el Callao, en 1919 y de origen más humilde —su familia era de baja clase media—, había recorrido mucho camino para hacerse una posición en la vida, como abogado. Su carrera política tuvo un breve apogeo —fue un magnífico alcalde de la capital durante el primer gobierno de Belaunde, de 1964 a 1966, y reelegido de 1967 a 1969— pero, luego, nunca había podido sacudirse las etiquetas de «reaccionario», «defensor de la oligarquía» y «hombre de extrema derecha» con que lo bautizó la izquierda y fue derrotado las dos veces que postuló a la presidencia (en 1980 y 1985). Aquellas etiquetas, no ser muy buen orador y actuar a veces con precipitación, contribuyeron a que los peruanos no le permitieran nunca gobernar. Es un error que hemos pagado, sobre todo en la elección de 1985. Porque su gobierno hubiera sido menos populista que el de Alan García, más enérgico contra el terrorismo y, sin la menor duda, más honrado.

De los dos, el que tenía elocuencia y brillantez, elegancia y encanto, era Belaunde. Bedoya en cambio podía ser desacertado y prolijo, con sus largos soliloquios jurídicos que ponían fuera de sí a aquél, hombre constitutivamente alérgico a todo lo abstracto y desinteresado de ideologías y doctrinas. (La ideología de Acción Popular consistía en una forma elemental de populismo —mucha obra pública—, inspirada en el New Deal de Roosevelt, modelo de estadista para Belaunde, en eslóganes nacionalistas como «La conquista del Perú por los peruanos» y románticas alusiones al imperio de los incas y al trabajo cooperativo y comunal del hombre andino prehispánico.) Pero, de los dos, en sus tratos conmigo durante la campaña, Bedoya resultó ser el más flexible y dispuesto a hacer concesiones en favor del objetivo común. Y quien, una vez hecho un acuerdo, lo cumplía a cabalidad. Belaunde actuó siempre —conservando, eso sí, en todo momento, las buenas formas— como si sólo Acción Popular fuera el Frente y el PPC y Libertad meras comparsas. Bajo sus finísimas maneras había en él cierta vanidad, algo del caudillo acostumbrado a hacer y deshacer en su partido sin que nadie osara contradecirlo.

(…)

Ya metido en la candela, en esas reuniones tripartitas hice un descubrimiento deprimente. La política real, no aquella que se lee y escribe, se piensa y se imagina —la única que yo conocía—, sino la que se vive y practica día a día, tiene poco que ver con las ideas, los valores y la imaginación, con las visiones teleológicas —la sociedad ideal que quisiéramos construir— y, para decirlo con crudeza, con la generosidad, la solidaridad y el idealismo. Está hecha casi exclusivamente de maniobras, intrigas, conspiraciones, pactos, paranoias, traiciones, mucho cálculo, no poco cinismo y toda clase de malabares. Porque al político profesional, sea de centro, de izquierda o de derecha, lo que en verdad lo moviliza, excita y mantiene en actividad es el poder, llegar a él, quedarse en él o volver a ocuparlo cuanto antes. Hay excepciones, desde luego, pero son eso: excepciones. Muchos políticos empiezan animados por sentimientos altruistas —cambiar la sociedad, conseguir la justicia, impulsar el desarrollo, moralizar la vida pública—, pero, en esa práctica menuda y pedestre que es la política diaria, esos hermosos objetivos van dejando de serlo, se vuelven meros tópicos de discursos y declaraciones —de esa persona pública que adquieren y que termina por volverlos casi indiferenciables— y, al final, lo que prevalece en ellos es el apetito crudo y a veces inconmensurable de poder. Quien no es capaz de sentir esa atracción obsesiva, casi física, por el poder, difícilmente llega a ser un político exitoso.

Era mi caso. El poder me inspiró desconfianza, incluso en mi juventud revolucionaria. Y siempre me pareció una de las funciones más importantes de mi vocación, la literatura, ser una forma de resistencia al poder, una actividad desde la cual todos los poderes podían ser permanentemente cuestionados, ya que la buena literatura muestra las insuficiencias de la vida, la limitación de todo poder para colmar las aspiraciones humanas. Era esta desconfianza hacia el poder, además de mi alergia biológica a cualquier forma de dictadura, lo que, a partir de los años setenta, me había hecho atractivo el pensamiento liberal, de un Raymond Aron, un Popper y de un Hayek, de Friedman o de Nozik, empeñado en defender al individuo contra el Estado, en descentralizar el poder pulverizándolo en poderes particulares que se contrapesen unos a otros y en transferir a la sociedad civil las responsabilidades económicas, sociales e institucionales en vez de concentrarlas en la cúpula.

Luego de casi un año de negociaciones con Acción Popular y el Partido Popular Cristiano acordamos la constitución del Frente Democrático. Se me encargó redactar la declaración de principios y Belaunde, siempre iluminado para los gestos, sugirió que fuéramos a firmarla en la cuna y baluarte del aprismo: Trujillo. Así lo hicimos, el 29 de octubre de 1988, luego de hacer mítines por separado en todo el Norte (yo fui a Chiclayo). La manifestación fue un éxito, pues cubrió tres cuartas partes de la inmensa y ordenada plaza de Armas trujilllana. Pero en la Declaración de Trujillo —acto académico en que los delegados de AP, el PPC y Libertad hicieron un diagnóstico de la situación peruana— asomaron a flor de piel las pugnas recónditas del Frente. Minutos antes de empezar el acto, en el salón principal de la cooperativa Santo Domingo de Guzmán, como señal de mal agüero, una pesada mampara de metal se desplomó sobre la mesa que debíamos ocupar Belaunde, Bedoya y yo. Belaunde y yo, que ya habíamos llegado, estábamos aún de pie, esperando a Bedoya, quien recorría en caravana las calles de Trujillo. «Ya ve», le bromeé al ex presidente, «la impuntualidad del Tucán tiene su lado positivo: nos ha salvado las cabezas». Pero esta primera actuación pública de los aliados no fue nada risueña. En contra de lo acordado —unificar las barras para mostrar el espíritu fraternal de la alianza—, en nuestras apariciones públicas cada fuerza vitoreaba sólo a su líder y coreaba sus propias consignas, para mostrar que era la más numerosa. Y en la noche, apenas terminó el mitin, populistas, pepecistas y libertarios nos separamos para celebrar, cada uno, su propio mitin en su local partidario. (Como Libertad aún no tenía local, nuestro festejo fue en la calle.)

El orden de los oradores provocó tensiones. Bedoya y mis amigos de Libertad insistían en que yo cerrara el acto como líder y futuro candidato del Frente. Belaunde se opuso, alegando su edad y su condición de ex presidente; a mí me tocaría ser orador de fondo después de proclamada mi candidatura. Le dimos gusto. Hablé yo primero, luego Bedoya y Belaunde cerró. Tonterías así nos ocupaban mucho tiempo, generaban suspicacias y todos convenían en que eran importantes.

El Frente Democrático no llegó a ser una fuerza coherente e integrada, en la que el objetivo común prevaleciera sobre los intereses de los partidos que lo formaban. Sólo en la segunda vuelta, luego de la gran sorpresa —el elevadísimo porcentaje alcanzado por el desconocido Alberto Fujimori y la certidumbre de que en la elección final el voto aprista e izquierdista lo apoyaría—, hubo un sobresalto que acercó a militantes y dirigentes y los indujo a cooperar sin la mezquindad partidista que predominó hasta el 10 de abril de 1990. Esta visión corta de la política se hizo patente en el asunto de las elecciones municipales.

Alberto Fujimori y su entonces candidato a primer vicepresidente, Máximo San Román, a quien luego traicionaría.

Alberto Fujimori y su entonces candidato a primer vicepresidente, Máximo San Román, a quien luego traicionaría.

 

Convocadas para el 12 de noviembre de 1989, apenas cinco meses antes de la elección presidencial, iban a ser el ensayo general de la contienda. Antes de que hubiéramos discutido el asunto, Belaunde anunció que Acción Popular presentaría candidatos propios, pues, a su juicio, el Frente sólo existía para la elección presidencial. Durante meses fue difícil hablar con él sobre este tema. Bedoya y yo creíamos que ir separados en las municipales daría una imagen de división y antagonismo que mermaría nuestro arraigo. A solas, Belaunde me decía que compartir las listas municipales con el PPC, que no existía fuera de Lima, era intolerable para las bases populistas y que él no podía exponerse a sediciones en su partido por esta razón.

Como el problema parecía de apetitos, propuse al Movimiento Libertad que renunciáramos a presentar un solo candidato a alcalde o regidor, de modo que AP y el PPC se repartieran las candidaturas. (…) Habían sido Belaunde y AP quienes pusieron más obstáculos para el acuerdo sobre las elecciones municipales, pero fue Bedoya el que provocó la crisis, con una declaración por televisión, la noche del 19 de junio de 1989, desmintiendo sin mucha delicadeza lo que yo acababa de afirmar en conferencia de prensa: que AP y el PPC estaban por fin de acuerdo en las candidaturas municipales de Lima y Callao, asunto que había provocado las peores controversias entre los dos partidos. Escuché la declaración de Bedoya en el último boletín de la televisión, cuando acababa de acostarme. Su desmentido mostraba de manera clamorosa lo desunidos que estábamos y las razones menudas de nuestra desunión. Me levanté, fui a mi escritorio y me pasé la noche reflexionando. Por primera vez, me sobrecogió la idea de haber cometido una equivocación embarcándome en esta aventura política. A lo mejor Patricia llevaba razón. ¿Valía la pena continuar? El futuro lucía entre siniestro y ridículo, AP y el PPC seguirían disputándose por ver quién encabezaba las listas y por cuántos regidores le tocaría a cada cual y por los lugares que ocuparían los candidatos de cada partido, hasta que el desprestigio del Frente fuera total. ¿Con ese espíritu íbamos a hacer la gran transformación? ¿Así íbamos a desmontar el Estado macrocefálico y transferir nuestro inmenso sector público a la sociedad civil? ¿No iban a precipitarse nuestros propios partidarios, apenas llegáramos al gobierno, como lo habían hecho los apristas, al abordaje de la administración y a exigir que se crearan nuevas reparticiones a fin de que hubiera más puestos públicos que ocupar? Lo peor era la ceguera que esta actitud revelaba sobre lo que ocurría a nuestro alrededor. A mediados de 1989, los atentados se multiplicaban a lo largo y ancho del país y, según el gobierno, habían causado ya dieciocho mil muertos. Regiones enteras —como la del Huallaga, en la selva, y casi todas las alturas de los Andes centrales— estaban poco menos que controladas por Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. La política de Alan García había volatilizado las reservas y las emisiones inorgánicas anunciaban una explosión inflacionaria. Las empresas trabajaban a la mitad y a veces a la tercera parte de su capacidad instalada. Los peruanos sacaban su dinero del país y los que encontraban trabajo en el extranjero se marchaban. Los ingresos fiscales habían descendido tanto que padecíamos un derrumbe generalizado de los servicios públicos. Cada noche las pantallas del televisor mostraban escenas patéticas de hospitales sin medicinas ni camas, de colegios sin carpetas, sin pizarras y a veces sin techos ni paredes, de barrios sin agua y sin luz, de calles cubiertas de basuras, de obreros y empleados en huelga, desesperados por la caída en picada de los niveles de vida. Y el Frente Democrático paralizado ¡por el reparto de los municipios!

Al amanecer, redacté una severa carta a Belaunde y a Bedoya, haciéndoles saber que, en vista de su incapacidad para ponerse de acuerdo, renunciaba a ser candidato. Desperté a Patricia para leerle el texto y me sorprendió que, en vez de alegrarse, opusiera ciertas reservas a mi renuncia. Planeamos partir de inmediato al extranjero a fin de evitar las previsibles presiones. Me habían invitado a recibir un premio literario en Italia —el Scanno, en los Abruzzi—, así que al día siguiente sacamos los pasajes, secretamente, para  veinticuatro horas después. Esa tarde envié la carta, con Álvaro, mi hijo mayor, a Belaunde y a Bedoya, luego de hacer saber mi decisión al Comité Ejecutivo del Movimiento Libertad. Vi unas caras tristes en algunos de mis amigos —recuerdo la de Miguel Cruchaga, blanca como el papel, y la de Freddy, roja como un camarón— pero ninguno trató de disuadirme. La verdad es que estaban también fatigados con el atasco del Frente.

Di instrucciones al servicio de seguridad para que no dejara entrar a nadie a la casa y bloqueamos los teléfonos. La noticia llegó a los medios de comunicación al anochecer e hizo el efecto de una bomba. Todos los canales abrieron con ella los informativos. Decenas de periodistas cercaron mi casa de Barranco y de inmediato comenzó un desfile de personas de todas las tiendas políticas del Frente. Pero no recibí a nadie ni salí cuando, más tarde, se improvisó una manifestación de algunos centenares de libertarios en los alrededores, en la que hablaron Enrique Chirinos Soto, Miguel Cruchaga y Alfredo Barnechea.

En la madrugada del 22 de junio el servicio de seguridad nos llevó al aeropuerto y consiguió hacernos pasar directamente al avión de Air France, esquivando otra manifestación de libertarios a quienes, encabezados por Miguel Cruchaga, Chino Urbina y Pedro Guevara, divisé a lo lejos, desde la ventanilla del avión.

Al llegar a Italia me esperaban allí dos periodistas que, quién sabe cómo, se habían enterado de mi itinerario: Juan Cruz, de El País, de Madrid, y Paul Yule, de la BBC, que estaba haciendo un documental sobre mi candidatura. La conversación con ellos me sorprendió, pues ambos creían que mi renuncia era una mera táctica para doblegar a los díscolos aliados.

Eso es lo que, al final, creería todo el mundo y lo que resultó en la práctica, al extremo de que muchos pensaron luego que, después de todo, no era yo tan mal político como parecía. Lo cierto es que mi renuncia no fue planeada con el designio de crear una presión de opinión pública sobre AP y el PPC. Fue genuina, nacida del hastío con la politiquería en que el Frente estaba sumido, el convencimiento de que la alianza no funcionaba, de que frustraríamos las expectativas de mucha gente y de que mi propio esfuerzo iba a ser un desperdicio. Pero Patricia, que no me deja pasar una, dice que ésa es también una discutible verdad. Pues, si yo hubiera creído que no había esperanza, hubiera puesto en mi carta de renuncia la palabra irrevocable, cosa que no hice. De modo que, tal vez, como ella cree, en algún compartimiento secreto albergaba la ilusión de que mi carta compusiera las cosas.

Mario Vargas Llosa durante uno de los tantos mítines de la campaña presidencial.

Mario Vargas Llosa durante uno de los tantos mítines de la campaña presidencial.

 

Las compuso, transitoriamente. Desde el día de mi partida, los medios de comunicación independientes censuraron con dureza al PPC y al AP y llovieron críticas sobre Bedoya y Belaunde en editoriales, artículos y declaraciones. Las intenciones de voto a mi favor registraron una subida impresionante. Hasta entonces las encuestas me habían dado, siempre, como primera opción sobre los candidatos del APRA (Alva Castro) y de la Izquierda Unida (Alfonso Barrantes) pero con porcentajes que nunca fueron más allá del treinta y cinco por ciento. Éstos se elevaron en esos días hasta el cincuenta por ciento, el más alto que alcancé en la campaña. El Movimiento Libertad registró miles de nuevos adherentes, al extremo de que se acabaron las fichas de inscripción. Nuestros locales se vieron colmados por simpatizantes y afiliados que nos urgían a romper con AP y PPC e ir solos a las elecciones. Y, al volver a Lima, encontré 5.105 cartas (según Rosi y Lucía, que las contaron) provenientes de todo el Perú, felicitándome por haber roto con los partidos (sobre todo AP, el que provocaba más irritación en los libertarios).

Desde algunos meses atrás habíamos contratado como asesores para la campaña a Sawyer & Miller, firma internacional con amplia experiencia en elecciones, pues había trabajado con Cory Aquino en Filipinas, y en América Latina con varios candidatos 55 presidenciales, entre ellos el boliviano Gonzalo Sánchez de Losada, quien me la recomendó. Eso de pedir asesoría a una empresa extranjera para una batalla electoral en el Perú le causaba a Belaunde, que había ganado dos veces la presidencia sin necesidad de este tipo de ayuda, una hilaridad que su buena educación a duras penas reprimía. Pero, lo cierto es que Mark Mallow Brown y sus colaboradores hicieron un trabajo útil, con sus encuestas de opinión, que me permitieron auscultar de cerca los sentimientos, vaivenes, temores, esperanzas y el cambiante humor de ese mosaico social que es el Perú. Sus predicciones resultaron por lo general acertadas. Desoí muchos consejos de Mark porque se estrellaban contra consideraciones de principio —yo quería ganar la elección de cierta manera y para un fin específico— y las consecuencias de ello fueron, muchas veces, las que él pronosticó. Uno de sus consejos, desde la primera encuesta en profundidad hecha a comienzos de 1988 hasta la última, en vísperas de la segunda vuelta, fue: romper con los aliados y presentarme como candidato independiente, sin vínculos con el establecimiento político, alguien que venía a salvar al Perú del estado en que lo habían puesto los políticos, todos ellos, sin distinción de ideologías. Se basaba en una conclusión que las encuestas arrojaron de principio a fin de la campaña: que, en los sectores C y D, los peruanos pobres y pobrísimos que representan dos tercios del electorado, había honda decepción y gran rencor hacia los partidos, en especial los que ya habían usufructuado el poder. Las encuestas decían también que las simpatías que yo había podido despertar en el país profundo estaban en relación directa con mi imagen de independiente. La creación del Frente y mi continua presencia en los medios junto a dos viejas figuras del establishment como Bedoya y Belaunde iban a erosionar esa imagen en el curso de la larga campaña y el respaldo hacia mí podía emigrar hacia alguno de los adversarios (Mark pensaba que Barrantes, el candidato de la izquierda).

Cuando supo lo de mi renuncia, Mark Mallow Brown se sintió feliz. A él no le sorprendió el movimiento de opinión pública en mi favor, ni el incremento de mi popularidad en las encuestas. Y también supuso que yo lo había planeado así. «Vaya, está aprendiendo», debió pensar, él, que alguna vez aseguró que yo era el peor candidato con el que había trabajado nunca.

Todas estas noticias me llegaban por teléfono, a través de Álvaro, de Miguel Cruchaga y de Alfredo Barnechea, un antiguo amigo y diputado que a raíz de la estatización había renunciado al APRA e ingresado a Libertad. Después de Italia habíamos ido con Patricia a refugiarnos en el sur de España, huyendo del asedio periodístico. Yo estaba decidido a mantener la renuncia y a quedarme en Europa. Tenía un antiguo ofrecimiento para pasar un año en el Wissenchaftskolleg, de Berlín, y le propuse a Patricia que nos fuéramos allá, a aprender alemán.

En eso nos llegó la noticia, AP y el PPC se habían puesto de acuerdo y habían confeccionado listas conjuntas hasta en el último rincón del país. Sus diferencias se habían desvanecido como por arte de magia y me esperaban para reanudar la campaña.

Mi reacción primera fue decir: «No voy. No sirvo para esto. Me he equivocado. No sé hacerlo y tampoco me gusta. Estos meses han sido más que suficientes para darme cuenta. Me quedo con mis libros y mis papeles, de los que no debí apartarme nunca.» Tuvimos, entonces, con Patricia, otra larga discusión político-conyugal. Ella, que me había amenazado poco menos que con el divorcio si era candidato, ahora me exhortó a regresar, con argumentos morales y patrióticos. Puesto que Belaunde y Bedoya habían dado marcha atrás, no teníamos alternativa. ¿Ésa fue la razón de mi renuncia, no? Pues bien, ya no existía. Demasiada gente buena, desinteresada, estaba trabajando día y noche por el Frente, allá en el Perú. Se habían creído mis discursos y mis exhortaciones. ¿Los iba a dejar plantados, ahora que AP y el PPC empezaban a portarse bien? Las sierras del bello pueblo andaluz de Mijas son testigos de sus admoniciones: «Hemos adquirido una responsabilidad. Tenemos que volver.»

Es lo que hicimos. Volvimos y esta vez Patricia se lanzó de lleno a trabajar en la campaña como si llevara la política en la sangre. Y no rompí con los aliados, como muchos amigos del Movimiento Libertad también hubieran querido que hiciera, y como hubiera debido hacer según aconsejaban las encuestas, por las razones que ya he dicho, que me parecían más dignas que las otras.

 

 

* Extraído del capítulo titulado El Frente Democrático en El pez en el agua, memorias de Mario Vargas Llosa publicadas en 1993.