García Márquez y la novela

 

A propósito de los 50 años de la publicación de Cien años de soledad, rescatamos este texto del recordado escritor peruano Miguel Gutiérrez, quien no se reserva elogios para Gabriel García Márquez y su portentosa novela comparada con el Quijote.

 

Por Miguel Gutiérrez*

En 1967 los lectores de novelas de Latinoamérica y del mundo de habla hispánica fueron estremecidos, permítaseme la hipérbole, hasta en los fundamentos mismos de sus vidas con la aparición de Cien años de soledad. Su autor, el colombiano Gabriel García Márquez, era ya conocido entre las elites culturales de nuestro continente por una serie de obras admirables, entre las que destacaba su notable novela corta El coronel no tiene quien le escriba. Pero fue con la historia de Macondo, metáfora, cifra y clave de América Latina, y de los Buendía, símbolos parciales de la condición humana latinoamericana, que alcanzó lo que sólo las obras clásicas pueden lograr: la aceptación jubilosa del gran público y el solaz de las elites más exigentes.

Pero si el público mayoritario de lectores, ávido de leer novelas que lo substraigan de una realidad en que las atrocidades, la vulgaridad y el tedio pervierten la vida, se rindió de inmediato ante el esplendor de Cien años de soledad, el libro tuvo que pasar por un pequeño purgatorio antes de ser aceptado a plenitud. Recuérdese que una importante editorial rechazó los originales por considerar que la novela carecía de los méritos literarios suficientes. Recuérdese que connotados críticos de Colombia, fieles a cierta tradición de cómica solemnidad (lo que llevó al poeta y narrador mexicano José Emilio Pacheco a hablar del «Síndrome de Nazareth», es decir, «Cómo va a ser el hijo de Dios si yo conocí a su padre que fue un carpintero»), descalificaron estéticamente la obra de su compatriota aduciendo, entre otras insensateces, que García Márquez, uno de los grandes maestros de nuestro idioma, atentaba contra la pureza del español al incurrir en descuidos gramaticales. Pero lo más desolador fue cuando un prestigioso narrador latinoamericano, poseído seguramente por los diablitos de la mezquindad y la envidia, acusó al autor de haber plagiado en Cien años de soledad una de las novelas que conforman La comedia humana de Balzac.

Sin embargo, la actitud general de los novelistas, primero latinoamericanos y luego de otros idiomas, fue de asombro y alegría ante un libro que se inscribía soberanamente en la mejor tradición del género novelesco. Así, Alejo Carpentier, otro de los grandes maestros de la novela latinoamericana y de una generación anterior a García Márquez, con generoso deslumbramiento afirmó que Cien años de soledad era la mejor novela en lengua española después del Quijote. Aseveraciones de esta naturaleza podrían ampliarse, pero yo me permitiré transcribir el que considero el más bello de los homenajes, proveniente de un coetáneo de García Márquez y su par en el poder de fabulación y cuya desaparición demasiado temprana nunca dejaremos de lamentar. Me refiero a Italo Calvino, de quien en esa novela abierta, infinita, que es Si una noche de invierno un viajero, en el capítulo inicial de una de las diez novelas de autores ficticios de que está compuesto el libro, se lee el siguiente pasaje: «Aquí estoy pues recorriendo esta superficie vacía que es el mundo. Hay un viento a ras de tierra que arrastra con ráfagas de cellisca los últimos residuos del mundo desaparecido: un racimo de uvas maduras que parece recién cogido del sarmiento, un zapatito de lana de bebé, una articulación cardán bien aceitada, una página que se diría arrancada de una novela en lengua española con un nombre de mujer: Amaranta. ¿Era hace unos segundos o hace muchos siglos cuando todo ha cesado de existir?».

Escribir y publicar una obra maestra puede tener en su autor efectos inhibitorios que en casos extremos lo condenan a la esterilidad o al silencio. Por fortuna García Márquez, en base a alegría y disciplina de trabajo superó con creces la prueba y durante más de veinte años ha continuado publicando novelas y relatos que, aunque de distintos niveles artísticos, siempre estaban enaltecidos por ese hálito de poesía que irradia su prosa. Entre sus novelas me permitiré mencionar Crónica de una muerte anunciada, que para mi gusto personal merece figurar al lado de La muerte de Iván Ilich, El corazón de las tinieblas, La muerte en Venecia, La metamorfosis, El viejo y el mar o Los adioses que, hasta donde yo conozco, son las más extraordinarias novelas cortas que se han escrito en Occidente.

Y ahora Gabriel García Márquez, a sus espléndidos sesenta y seis años, nos invita a la fiesta de la lectura con una nueva novela: Del amor y otros demonios. Pero de ninguna manera interferiré con mis consideraciones en la aventura y el placer que sin duda les deparará a cada uno de ustedes este nuevo encuentro con el autor de Cien años de soledad. Aprovecharé, sí, esta oportunidad para hacer una breve reflexión, ahora que nos acercamos al final del siglo XX, en torno a esta única pregunta: ¿qué aportes ha hecho García Márquez a la novela como forma literaria?

Ante todo quiero hacer dos precisiones. La primera es que comparto la opinión de aquellos que consideran a la novela como una de las más altas creaciones del espíritu humano. La segunda es que mis apreciaciones parten de la simpatía propia de un empedernido lector de ficciones narrativas y al mismo tiempo de alguien que viene bregando desde hace muchos años por acceder a los secretos del arte de la novela.

«El espíritu de la novela —ha escrito un destacado novelista de nuestro tiempo— es el espíritu de la continuidad: cada obra es la respuesta a las obras precedentes, cada obra contiene toda la experiencia anterior de la novela». Según este planteamiento, ¿a qué obras se enfrenta y responde García Márquez desde el inicio mismo de su actividad como narrador? Como otros novelistas de su generación y los novelistas avanzados de la generación anterior —y a quienes en conjunto rinde fervoroso homenaje en las más deslumbrantes páginas de Cien años de soledad— García Márquez les da una cordial despedida a los llamados narradores regionalistas o de la tierra, de obra tan meritoria por lo demás, como nuestro autor reconocerá años después, al decir que la única diferencia «entre nosotros y nuestros abuelos es que nosotros leímos a Faulkner». La segunda contienda que el novelista colombiano libra, sobre todo con la publicación de su obra cumbre, es con la propia tradición de la novela contemporánea de Europa y que a mi entender fue parte fundamental del aporte latinoamericano a la constitución de la novela del siglo XX.

García Márquez, con esa apertura tan propia del sincretismo latinoamericano, aprovecha todo el experimentalismo estructural, técnico y lingüístico de la novela de vanguardia, pero sin venderle su alma. Comprende que el solo camino de la exploración formal y lingüística puede llevar a la incomunicación, como en la última obra de Joyce, o a la destrucción misma del lenguaje, como en el último Beckett. Comprende asimismo que el exceso de racionalismo amenazaba a la novela con rebajarla en su dignidad al transformarla en un sucedáneo de las llamadas disciplinas serias, olvidando que la novela no nació del espíritu teórico, sino del humor y la ironía. Por último, García Márquez tuvo que vérselas con una corriente particularmente perniciosa, muy promocionada por esos años por las revistas literarias que venían de Europa, que postulaban la eliminación del espacio novelesco de la historia y de los personajes como sujetos pluridimensionales porque con típica petulancia eurocentrista afirmaban que ya todas las historias habían sido contadas y que en las condiciones de las sociedades supermodernas los individuos habían devenido objetos entre los objetos.

Y así, al publicar Cien años de soledad, García Márquez de un lado depuró a la novela de todas estas perversiones y de otro permitió, de acuerdo al lema que me ha servido de punto de partida para estos apuntes, la lectura de una novela que contenía toda la experiencia y sabiduría de una forma literaria nacida para explorar de manera absoluta y tenaz la aventura terrenal de los seres humanos en su doble condición de individuos y colectividades. Y para ello, más que como un vanguardista como un posvanguardista, echó mano de todos los recursos antiguos y modernos —es decir desde Las mil y una noches, Quijote, Gargantúa y Pantagruel, La metamorfosis y las sagas faulknerianas—, a partir del uso de tres facultades prodigiosas: el jubiloso arte de contar una historia, la imaginación en libertad y el esplendor verbal, cuyos fastos tienen en la narrativa de García Márquez su fuente en la mirada, el sentir y la expresión de los pueblos de nuestro continente.

Al presentar Del amor y otros demonios, una novela que no necesita presentación alguna, me asalta esta pregunta: ¿Tendrá la novela latinoamericana una segunda oportunidad sobre la tierra? Esperemos que así sea. Pero para lograrlo será preciso recorrer otros caminos que nos permitan explorar lo todavía no dicho, lo que todavía permanece oculto, lo que nos permita darle forma a «esa oscuridad rayada de voces» y que sólo la sabiduría de la novela es capaz de traducir. Pero, por distintos y diversos que sean los caminos que tengan que recorrerse, siempre contaremos con el resplandor de las obras de este prodigioso fabulador nacido en nuestra América.

 

 

*Este texto fue leído por Miguel Gutiérrez en la presentación de la novela Del amor y otros demonios en Lima, en el mes de abril de 1994. El texto fue publicado luego en el libro Celebración de la novela (Peisa, 1996).