Reloj, detén tu camino: sobre «El cantar de las agujas», de Jaime Cabrera Junco

Rossella Di Paolo sobre El cantar de las agujas

La poeta Rossella Di Paolo analiza y comenta el poemario «El cantar de las agujas», de Jaime Cabrera Junco, que nos presenta una jornada de un día en la vida de un oficinista. El texto fue leído por la autora el sábado 4 de febrero de 2023 en la Casa de la Literatura Peruana.

 

 

 

                                       Amado sea el que trabaja al día, al mes, a la hora,

                                       el que suda de pena o de vergüenza

                                                                                                César Vallejo

 

 

Por Rossella Di Paolo

La primera vez que escuché el título, El cantar de las agujas, recordé a mi abuela tejiéndonos chompas azules y rojas, y vestidos de colores para nuestras muñecas. Su sonrisa, sus dedos ágiles y el entrechocar de las agujas imprimían una tranquila música a su labor.

Pero en realidad se habla de las agujas del reloj. Agujas que nos destejen, nos desnudan, nos desviven. Como un Sísifo que empuja su piedra hacia lo alto de una montaña y la deja caer al otro lado, estos conmovedores poemas describen la rutina inútil en la que está atrapado un oficinista. Desde temprano, las horas y minutos van pespuntando su vida o su no vida. De hecho, ellas son los títulos de cada poema: 6:50 am, hora de levantarse y saludar a los padres. 7:30 am, hacer cola en el paradero para abordar el transporte público. 8:50, correr al centro de trabajo “para que los hacedores de planillas no mutilen otra vez”. 9:01 am, saludar, sonreír a los colegas y encender la computadora. 9:10 am, primer café, recontar documentos “que alimentarán el bosque moroso de algún despacho”…

Y así, como hitos en la carretera, las horas conducen, “cogotean” al trabajador hasta la noche, hasta su vuelta a casa en transporte público: (“Tantas veces/ me disuelvo en viajes”), y al llegar, su intento de escribir un poema, frustrado por el cansancio. También su intento de dormir a pesar de los ruidos o silbatos de la calle, para seguir con la misma rutina el día siguiente. A veces, la rutina pone orden en nuestras vidas. Pero cuando se trata de una rutina sin sentido (“Reanudo el informe númeroyaquéimporta”) lo que pone es desorden, frustración, amargura. Ni siquiera es por un sueldo atractivo. No. Es “sueldotela”, sueldo que se gasta antes de recibirlo: “Salario sal de calvario.”

En el libro Poemas de la oficina de Mario Benedetti, encontramos la expresión “pucha qué triste” para referirse a un trabajo sin sentido, que aliena al hombre, lo escinde. Ironizando el lenguaje burocrático, leemos en las páginas de Jaime Cabrera: “la proactividad es la nueva visión del orbe laboral. Pucha qué triste. La resiliencia el mantra para sobrevivir. Pucha qué triste”.

Las palabras verdaderas se destruyen por causa del lenguaje estereotipado. Las palabras se desgastan, como ocurre en “Los bofes”, de Carlos Germán Belli:

Estos que hoy boto mal mi grado,

tamaños montes cuando me jubile,

como mil dejaré al fin (¡ja, ja, ja!

bofes, ¡ja, ja, ja! bofes nunca más)

 

En El cantar de las agujas, el poeta nos dice:

animales en cautiverio

redes de metal y plástico

trabajar para

desvivir para

trabar bajo tras

jobatra jo jo

bah

 

Referencias literarias al catoblepas, al cíclope, a Borges, Belli, Benedetti, Ribeyro, se mezclan con la jerga de los transportistas o sus cobradores: pie derecho, ¡sube, pisa, dale!, pague con sencilloy todo envuelve al oficinista en un abrazo letal, tal como los olores y hedores de la ciudad, que son descritos con extraordinario cuidado. Es la otra vida de las ciudades, junto con el peligro real de ser asaltados a la vuelta de cada esquina. Incluso varias palabras se pegan entre sí: sueldotela, ventanárbol, ruidoficina, gatambulancia… como si apuradas y ciegas chocaran unas contra otras.

El antiguo solar que a la vez cobija y devora al oficinista, el piso reluciente, las tareas que lo atan a la computadora, el tiempo marcado con precisión nos hablan de un ambiente de aislamiento y soledad. Salvo la señora de la limpieza, no hay verdaderos interlocutores: “Sin usted sería materia vieja desorden espacial. Gracias gracias”. Situación que observamos también en el hogar del trabajador, donde el padre ve TV en la sala y la madre en su cuarto frente a otra TV, y el derrengado, triste y hambriento oficinista pasa entre ellos como un fantasma, como el fantasma fláccido o disuelto que ha pasado sus horas frente a una pantalla en su centro de trabajo.

Estremece observar cómo la rutina se vive como un mar frente al cual el ser humano se desviste de su humanidad y se hunde, esto es, se robotiza, mientras que su verdugo, el reloj, se hace gente pues sus agujas bailan, gritan, regurgitan…

(Si el tenor fuese otro podríamos imaginar al Bartleby de Herman Melville surgiendo de la nada y pronunciando con suavidad: “Preferiría no hacerlo”, pero, claro, no es el tenor del libro, y, tal como ocurre en el célebre bolero, el reloj no detiene su camino).

La voz que sostiene estos textos necesita escribir poesía para no enloquecer (“cotejan mi nombre me vigilan”), pero las palabras no responden al deseo: demasiadas horas de trabajo, demasiada rutina, demasiada comunicación insustancial, demasiado deglutir alimentos sin ganas. Leemos: “Las frases se han dormido/ sin hilvanar pensamientos” y “Doy vueltas/ no hallo/ palabras precisas// no llegan”.

Por el ánimo apesadumbrado del poeta, no nos debe sorprender que se mencionen pocos colores, algunos amarillo o ciertos azules se debaten siempre contra el gris del concreto, el “vapor plomizo”, el grillete negro, el cielo negro, el agua negra, el negro del café. Y como pareja de ese negro, en un curioso juego de ajedrez, el blanco de los papeles de la oficina y el blanco ¡ay! de las cuartillas en casa que hablan de una mente en blanco por el cansancio: “silencio horada /página blanca”…

Sin embargo, la poesía aparece.

Como en el caso del autor-oficinista Franz Kafka, la poesía se va haciendo contra el reloj, a espaldas del tiempo malogrado en una oficina. Tiempo sin tiempo, sin canto de manecillas feroces, acezantes como guadañas, a pesar de su música acompasada tictac, tictac.

Un libro como este es un milagro. Es la irrupción de la rebeldía y de la protesta. El lenguaje arde como la zarza en el desierto y parte en dos las aguas… y el laburante cambia su piel de peón, su “vestimenta de lunes”, por la piel en llamas de un poeta, y consigue huir de su cautiverio.

Esta mañana celebramos a Jaime Cabrera y a sus poemas salvados de la rutina, resumida en un día entero, el lunes desde las 6: 50 de la mañana hasta las 6:50 de la mañana del martes.

Recuerdo un cuento de John Cheever titulado “El nadador” (1964), en el que un hombre en su plenitud física se dispone a nadar de piscina en piscina hasta regresar a su casa. Él supone que solo ha pasado un día, pero lo cierto es que llega más delgado, sin fuerzas, sin familia, ya anciano. Se ha operado una metamorfosis mientras nadaba para alcanzar su casa. Este cuento, mejor queUlises, la emblemática novela de James Joyce, nos estremece porque el nadador, al igual que tantos hombres o mujeres que pasan horas, días, meses, años trabajando, no se percatan del todo de que la vida les pasa por encima, pues “canjeamos tiempo libre con trabajo”. El trabajo como una maquinaria de alienación: “no pienses sólo mira”. El poeta habla de su propia desesperación y hace suya la desesperación de otros laburantes que día a día oyen un reloj cantándoles en la nuca y robándoles el alma.

La voz de estos poemas habla de “cuadrilátero”, esto es, un lugar para recibir golpes y para darlos. Cuadriláteros son la oficina y la pantalla luminosa del ordenador. Pero la poesía también da sus golpes certeros y gana por K.O. La poesía resucita y grita. Y la acogemos y la escuchamos con placer y con dolor.

¡Felicitaciones, Jaime!

 

 



No hay comentarios

Añadir más