El único vicio saludable: la lectura

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Presentamos un artículo de Marco Aurelio Denegri (1938 – 2018) sobre la lectura y grandes lectores, el cual fue incluido en su libro Esmórgasbord (Universidad Inca Garcilaso de la Vega, 2015). 

 

Retirado en la paz de estos desiertos, con pocos pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos y escucho con los ojos a los muertos.
(Francisco de Quevedo)

Si no lees durante tres días, entonces tus palabras resultarán insípidas.
(Proverbio chino)

«¡O fruición del entendimiento! ¡O tesoro de la memoria, realce de la voluntad, satisfacción del alma, paraíso de la vida! Gusten unos de jardines, hagan otros banquetes, sigan éstos la caça, cévense aquellos en el juego, rozen galas, traten de amores, atesoren riquezas, con todo género de gustos y pasatiempos; que para mí no ai gusto como el leer, ni centro como una selecta librería.»
(Baltasar Gracián)

 

Por Marco Aurelio Denegri

Refiere Diodoro Sículo, o Diodoro de Sicilia, historiador griego del siglo primero antes de Cristo, que en la entrada de la biblioteca del monarca Osimandias, de Egipto, había una inscripción que decía: Medicina ánimi. Para Osimandias, el libro era pues remedio del espíritu, medicina del alma.

Se trata, empero, de una medicina que, curiosamente, satisface un vicio; sólo que un vicio saludable, el único vicio saludable: el de la lectura. (*) Uno se envicia saludablemente con la lectura cuando ésta es sostenida, constante y voraz. Porque no les quepa duda, hay lectores voraces, voracísimos, que por decirlo así padecen de bulimia lectural, y, en consecuencia, viven acosados por un hambre canina, un apetito insaciable, una gana extraordinaria y nunca satisfecha de leer.

 

Quevedo y Feijoo

Como Quevedo, que sazonaba siempre su comida con la lectura, y que ni aun cuando iba por la calle dejaba de leer. Otro que también leía durante las comidas era el Padre Feijoo, el famoso erudito y monje benedictino del siglo XVIII. Siempre se le veía leyendo, siempre se le encontraba sentado y con un libro en la mano.

 

Frazer y Cuervo

El enciclopédico Sir James George Frazer leía de doce a quince horas diarias. Y lo mismo don Rufino José Cuervo, autor del admirable Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana. Hacia el final de sus vidas, ambos se quedaron ciegos.

 

Freud y los mordientes

Freud, según Jones, leía y asimilaba rapidísimamente, y además era la suya memoria muy retentiva. Seguramente porque su memoria se fijaba, como en tintorería los colores, con mordientes o substancias fijadoras. En la lectura, son los tales el interés, la emoción y la atención obstinada. (Esto de los mordientes es una observación muy buena de don Santiago Ramón y Cajal.) Y a propósito de la atención: dice Maurois no haber podido comprender nunca la siguiente frase célebre: «Jamás he tenido un pesar que no haya sido calmado por una hora de lectura.» «Yo no puedo –observa Maurois– curar una pena con la lectura, porque cuando la siento soy incapaz de fijar mi atención en un libro. La lectura exige libertad de espíritu y atención disponible. Puede jugar un papel útil durante una convalecencia moral. Pero no creo que produzca esta convalecencia.»

 

Menéndez y Pelayo

Gran lector, extraordinario, infatigable, fue don Marcelino Menéndez y Pelayo, que llegó a reunir una impresionante biblioteca de cuarenta mil volúmenes.

«Recuerdo, por ejemplo –cuenta Marañón–, la impresión que nos hacía de muchachos el ver la multitud de libros que don Marcelino llevaba siempre en el bolsillo, cuando hacía su viaje en el tranvía de vapor a la playa del Sardinero; […]. «Muchas veces le acompañamos sentados, silenciosamente, a su lado. Uno de sus biógrafos dice, informado por admiradores apasionados del maestro, que éste leía los volúmenes inagotables que exigía su sed de saber, de cabo a rabo y con minuciosa atención. Esto no es cierto. Sin duda se eternizaría leyendo y desmenuzando los libros fundamentales. Pero en las obras y documentos que le servían de información habitual o que tenía que leer por compromiso o con la esperanza de encontrar algún dato útil a su labor, es cierta, certísima, la fama de la asombrosa rapidez con que los devoraba.

«Un volumen corriente de 300 ó 400 páginas no duraba para su atención de lector más que unos quince a treinta minutos, y a veces menos. Con instinto maravilloso, agudizado por su experiencia de inigualado lector, sabía, desde que abría el volumen, dónde estaban esas dos o tres páginas esenciales que tienen todos los libros, ese ‘algo bueno’ que contiene hasta el libro más malo, según la sentencia que don Quijote no inventó, pero sí inmortalizó. […]

«El lector más atento de cualquiera de esas obras no podría dar cuenta de su contenido, después de varias horas de su lectura, como la daba el maestro, tras aquel vuelo rapidísimo sobre sus páginas, que tenía mucho de juego de mental prestidigitación.»

Seis días antes de morir, postrado don Marcelino en su lecho, víctima de una cirrosis atrófica, contempló melancólicamente los estantes repletos de su biblioteca, y exclamó:

«¡Qué lástima tener que morirme cuando me queda tanto por leer!» (**)

 

Balzac y Castelar

Balzac fue también lector notabilísimo y omnívoro, puesto que devoraba libros de toda clase: obras religiosas, de historia, filosofía, física, etcétera; y su mirada abarcaba siete u ocho líneas a la vez, y solía bastarle una sola palabra de la frase para captar su sentido. Su mente apreciaba el sentido con una voluntad similar a la de la mirada.

Igual capacidad tenía el célebre tribuno español Emilio Castelar, a quien le bastaba un vistazo para enterarse del contenido de cualquier impreso. La lectura de los diarios la hacía en unos cuantos minutos y sin que se le escapase ninguna idea importante; era como si su mente penetrase de un golpe, dice Morayta, toda una columna.

 

Bergier

Sin embargo, más asombroso que Balzac y Castelar fue Jacques Bergier, coautor de El Retorno de los Brujos, y que era capaz de leer en ocho idiomas y con una velocidad supersónica, lo cual le permitía, en sólo cinco horas, leer tres obras inglesas y una francesa, o una francesa y una soviética, tres revistas y cinco o seis diarios.

Esta capacidad estupefaciente de Bergier fue científicamente comprobada en el laboratorio en 1966. Se comprobó, en efecto, que Bergier podía leer dos millones de signos tipográficos por hora. Ello no obstante, si el libro le disgustaba, entonces tardaba más que el lector común. Tardó, por ejemplo, dos meses en leer Mein Kampf, de Hitler.

 

Taine

Hipólito Taine, según Pompeyo Gener, ya había leído varias bibliotecas a los veintitrés años de su edad. Tenía la pasión de leer y su vida fue una lectura y una observación continuas; y si alguna vez dejó de observar o de leer, fue para escribir.

«Al leer –dice Gener–, digería lo leído. Sus libros tenían los márgenes llenos de notas, de citas, de digresiones, de comentarios. Muchas de las páginas impresas de éstos, estaban marcadas de rojo, de azul o de negro, con una o varias rayas, rectas u ondulantes, signos convencionales que él solo entendía, especie de jeroglíficos que le recordaban determinadas impresiones e ideas que los dichos libros le habían sugerido.»

Bartrina Otro peramante (***) de la lectura fue el poeta español Joaquín María Bartrina.

Peramante, dije, y dije bien, pues Bartrina, por leer, se olvidaba de comer y hasta de dormir; y como leía de todo, lo que se llama de todo, un día se leyó un Manual del Sombrerero y un Tratado de manejar la Lanza.

 

Tucci, Sartre y Mussolini

El famoso orientalista italiano Giuseppe Tucci fue otro lector excepcional. Dice Fosco Maraini que Tucci no leía propiamente los libros, sino que los araba, es decir, los removía devoradoramente con los ojos, en una suerte exótica de lección agrícola.

En las conversaciones entre Sartre y la Beauvoir, siguientes a La Ceremonia del Adiós, declara Sartre haber sido un maniático de la lectura. «Leía mucho –dice–. Me interesaba todo. La lectura era mi entretenimiento preferido: era un maniático de la lectura.»

Creo que Mussolini ha sido, entre los estadistas, el que ha leído más. Leía cinco o seis libros mensuales, o sea unos setenta al año; y no sólo en su propio idioma, sino también en inglés, francés y alemán.

 

Cuatro horas diarias

El que esto escribe opina que uno debe leer cuatro horas diarias, por lo menos. Ello equivale a unas ochenta o cien páginas de un libro en octavo. Si el libro es en cuarto, y muy lenta la lectura, como me ocurrió a mí cuando leí el Diccionario de la Academia, deseoso de hallar errores, erratas, deficiencias y omisiones, entonces el número de páginas leídas disminuye, naturalmente. Y a propósito de los libros en cuarto: Lord Chesterfield los leía en las tardes; los infolios, en las mañanas; y los libros en octavo, en las noches. Es decir, primero lo más difícil, cuando uno está despejado y la atención es vigorosa, lo cual suele ocurrir en las mañanas. Después, lo menos arduo; y finalmente, lo más fácil.

 

Lectura horizontal y lectura vertical

Desde luego que el número de páginas leídas no sólo disminuye porque el libro sea grande. Disminuye también si la lectura es vertical. Generalmente, la lectura es horizontal, es un patinar sobre las palabras; pero cuando es vertical, o sea cuando uno se demora pensando y repensando cada frase y dando veinte vueltas al asunto, cuando la lectura es un fértil buceo sin escafandra, como decía Ortega y Gasset, esto es, la inmersión en el pequeño abismo que es cada palabra; cuando es así la lectura, entonces el número de páginas leídas es menor, claro está.

Por otra parte, aunque uno lea con rapidez, hay ciertas cosas que no pueden ser leídas rápidamente, o mejor dicho, que no deben serlo; verbigracia, la poesía. (Así me lo dijo, y con razón, el poeta Washington Delgado.)

 

La principalía de un libro, según los aborígenes neozelandeses

Sabido es que escasean los lectores, lo que se llama lectores, al paso que abundan los no-lectores. Para éstos, el libro significa lo mismo que para los nativos de Nueva Zelanda. Para los nativos de Nueva Zelanda, lo más importante, lo característico, lo principal de un libro, es que se abre y que se cierra. Por eso lo llaman almeja.

 

Fuentes

Pedro Laín Entralgo, La Aventura de Leer. Segunda edición. Madrid, Espasa-Calpe, S.A., 1964, 30. / Luis Jaime Cisneros, «Insistiendo sobre el barroco». En: Margarita Guerra Martinière, César Gutiérrez Muñoz y Oswaldo Holguín Callo, Editores, Sobre el Perú. Homenaje a José Agustín de la Puente Candamo. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, Facultad de Letras y Ciencias Humanas, Fondo Editorial de la PUCP, 2002, 413, n. 8 / Guillermo Dañino, La Abeja Diligente. Mil Proverbios Chinos. Lima, Editorial Bruño, 2000, proverbio 381. / Vicente Vega, Diccionario Ilustrado de Frases Célebres y Citas Literarias. Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 1966, s.v. «Libros», a.1. / Pedro Laín Entralgo, o.c., 30, n. / Gregorio Marañón, Obras Completas. Madrid, Espasa-Calpe, 1970, V, [320]-321. / Abram Kardiner y Edward Preble, They studied Man. Nueva York, Mentor Books, 1963, 79. / Francisco García Calderón, Profesores de Idealismo. París, Sociedad de Ediciones Literarias y Artísticas, 1909, 77-83: «Con el filólogo Cuervo.» / Ernest Jones, Vida y Obra de Sigmund Freud. Buenos Aires, Editorial Nova, 1959-1962, III, 447. / Santiago Ramón y Cajal, El Mundo Visto a los Ochenta Años. Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1941, 44. / André Maurois, Sentimientos y Costumbres. Novena edición. Buenos Aires, Librería Hachette, 1951, 199-200./ Gregorio Marañón, Obras completas. Madrid, EspasaCalpe, 1967, III, 537. / Vicente Vega, Diccionario Ilustrado de Anécdotas. Barcelona, Gustavo Gili, 1965, s.v. «Lectura», a. 1947. / Teófilo Gautier, Madama de Girardin y Balzac. Buenos Aires, Editorial Glem, 1943, 55. / Miguel Morayta, Juventud de Castelar. Edición para América, corregida y aumentada. París y México, Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1902, 14-15. / François Richaudeau, «Usted puede aprender a leer con mayor rapidez». Planeta, 1966, Nº 12, 151-158. / Pompeyo Gener, Amigos y Maestros. Barcelona, Casa Editorial Maucci, 1915, [105]-106, 297. / Fosco Maraini, El Desconocido Tíbet. Barcelona, Aymá, 1952, 18./ Simone de Beauvoir, La Ceremonia del Adiós, seguido de Conversaciones con Jean-Paul Sartre. Barcelona, Edhasa, 1982, 259. / Giovanni de Luna, Mussolini. Barcelona, Salvat, 1986, 106. / [Lord Chesterfield], Cartas Completas de Lord Chesterfield a su Hijo Felipe Stanhope. Segunda edición. Havre, Imprenta de Alfonso Lemale, 1845, II, 328. / José Ortega y Gasset, Obras Completas. Madrid, Revista de Occidente y Alianza Editorial, 1946-1983, VII, 318.

 

(*) «Vicio impune», como se lee en la página 57 del libro de Jorge Basadre, La Vida y la Historia. Dicha expresión es del escritor francés Valéry Larbaud (1881-1957), que publicó en 1925 un ensayo titulado Este Vicio Impune, la Lectura.
(**) Según Pedro Sáinz Rodríguez, lo que verdaderamente dijo Marcelino Menéndez y Pelayo fue que lamentaba tener que morirse cuando le quedaba tanto por hacer, no por leer. (Cf. Marcelino Menéndez y Pelayo, La Mística Española. Edición y Estudio Preliminar de Pedro Sáinz Rodríguez. Madrid, Afrodisio Aguado, S.A., 1956, 17.)
(***) Como prefijo de intensidad, y tanto en latín cuanto en español, per- encarece la idea que encierra la palabra simple a la que va unido; verbigracia, peramicus, muy amigo, amicísimo.
Brevi, sin per, significa en poco tiempo, pero con per, o sea perbrevi, significa en muy poco tiempo.
Turbar y perturbar no significan lo mismo. Con perturbar expreso mucho más. Turbar, por ejemplo, el orden público es alterarlo. Perturbar el orden público es trastornarlo completamente.

 



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