Un cuento de «Radiografía de cuerpos salvajes», de César Nieri

Radiografía de cuerpos salvajes, de César Nieri

Les presentamos uno de los relatos que conforman el libro Radiografía de cuerpos salvajes, de César Nieri, quien a su vez nos ofrece un breve testimonio sobre su acercamiento a la escritura y el origen de este libro editado recientemente por Animal de Invierno. 

 

Por César Nieri

Sobre el conjunto de relatos, suena a mucho, pero lo he venido escribiendo hace aproximadamente 20 años. La verdad, no crecí con un vínculo muy cercano a la literatura. Pretendí estudiar economía en Universidad del Pacífico y no me hallaba, así que recurrí a los libros, quise saber si fuera de algún tipo de obligación a mí me interesaba leer un libro. Me acuerdo que, como todo el mundo celebraba Cien años de soledad, de García Márquez, yo tenía claro que era una muestra de lo que oficial o popularmente es reconocido como algo bueno. Lo leí y desde ahí no paré, la literatura se convirtió en un refugio, al que recurrí porque estudiaba una carrera equivocada, vivía también desamores, en fin, lo que sucede en la vida.

Luego de leer también empezó mi ejercicio de escritura, y fue una forma de reinterpretar, reconciliarme o tener revanchas con lo que me ocurría día a día. Así que la mayoría relatos de este libro parten quizá de alguna experiencia, como el que aquí se comparte. Pero a veces esa inspiración es muy pequeña, y ya en la ficción se ha deformado, o reformado, lo que ha ocurrido hasta convertirse en una historia que es ajena a lo que de verdad pasó; pero al final creo que es lo que busco en mis relatos: ser sincero en relación a las cosas que me interesan, las cosas que pienso, como la nostalgia, el paso del tiempo, la identidad. Me gusta profundizar en esos temas.

Muchos relatos nacieron para postular a concursos. En los Juegos Florales de la Universidad de Lima fue donde tuve más suerte. En otros concursos, como en Caretas, quedé finalista. Siempre me ha gustado concursar, siento que el hecho de que te lea un jurado te legitima. Obviamente también hay relatos que he escrito sin esa intención. Ahora quisiera escribir una novela.

*Presentamos a continuación uno de los relatos de Radiografía de cuerpos salvajes.

Gol

 

Su presencia te arde en el cuero cabelludo. “¡Paaaa, auu! ¡Me duele, muy fuerte!”, le reclamas cuando sí está en casa y te marca, a rastrillazos con su peine negro, la raya al costado. “¡Anda, hombre! Ya te he dicho que no te quejes así”, te sanciona. Luego le da un beso a medias a tu madre. Una parte se queda en su bigote. Ya entenderás luego que todo es a medias con tu madre, cuando escales unas rayas más en la pared donde tus medidas persiguen a las de tu hermano mayor. Él ya se marchó de casa, ya ingresó a la escuela militar. Quieres alcanzarlo y a él ya le empiezan a salir alas: Fuerza Aérea del Perú. “¡Gooooool, carajo!”, se gritan y se abrazan juntos, cuando ven los partidos de la U, cuando pichanguean juntos en la canchita de la villa de la FAP.

Tu hermano tuvo la suerte de presenciar las hazañas que tú solo has oído como leyendas que podrían haberse distorsionado a lo largo del tiempo. Te las cuenta incluyendo detalles que a veces parecen una exageración: “Papá interceptó un balón desde su propia área, levantó la cabeza, metió un pase con tres dedos y el delantero definió para voltear el partido en el último minuto”. Sospechas que no es invención cuando varios testigos coinciden en los sucesos que te parecen un poco delirantes: “Tu viejo acababa de llegar de la prueba física que nos hacían cada mes, por eso no pudo estar desde el inicio del partido. El general se la tenía jurada y trató de cagarlo cagándonos a nosotros. Quedaban cinco minutos, se demoró dos de ellos en cambiarse, como si le sobrara el tiempo. Había corrido quién sabe cuántos kilómetros antes, pero aun así se metió un pique desde media cancha, se llevó a cuatro y definió por encima. Tu viejo se dedica a defender este país pero el fútbol es su patria, sobrino”.

Solo hay un relato que procuras siempre regatear. La primera vez que lo oíste fue por accidente. Te habías despertado en la madrugada con ganas de orinar. Cuando volvías del baño, oíste ruidos en el primer piso y viste el resplandor de una habitación encendida. Nunca antes habías encontrado abierta la puerta del estudio de tu padre, así que la curiosidad pudo más. Era la primera vez que te cegaba el destello de aquellos trofeos en una repisa de vidrio, rodeados de algunas camisetas enmarcadas como si fueran cuadros de una corriente artística desconocida. Banderolas, un par de balones, fotografías de una versión más joven del hombre que todas las mañanas te peinaba con raya al costado. Tomaba un botín ajado entre sus manos y al percibir tu sombra lo murmuró como si fuera un secreto: “Llevaba este mismo chimpún cuando ese imbécil se barrió y me cagó la rodilla para siempre”.

Recordarlo ha durado lo mismo que el trayecto hacia el colegio. Ahora la presencia de tu madre también arde. Es el rubor que te lijó las mejillas hace un rato. Apenas a los minutos de empezar el partido, ella tuvo que entrar a la cancha para ayudarte a amarrar los zapatos. Te los habías puesto al revés y los nervios de saber que él hacía como que no eras su hijo, desde las tribunas, entumecieron tus manos. Quisiste buscar sus ojos pero, al detenerte en su rostro, estuviste casi seguro de que miraba hacia otro lado buscando a tu hermano. El muchacho que se pasaba las tardes golpeando un balón contra la pared. El mismo chico que domingo a domingo obligaba a tus padres y a ti a despertarse temprano. Siempre había un partido, un campeonato, un rectángulo verde donde escribir la continuación de las hazañas de tu padre. Por eso te dejó en paz tanto tiempo, porque lo tenía a él para preservar el mito. Ahora que ya se había ido, te tocaba a ti vestirte con su sombra.

Los del otro equipo, Primero A, se ríen al pasar a tu lado. Ni siquiera has tocado el balón, te sientes desorientado. Tratas de recordar cómo llegaste allí. ¿Lo pediste tú? “Hijito, ¿seguro de que quieres ir?”, ¿te advirtió tu madre? “¡Eso es, hombre!, ya comienza tu carrera futbolística”, ¿celebró tu padre? Un bulto incierto te lame el empeine, como una mascota igual de extraviada que tú. De los balones conoces más bien su peso entre tus manos, al jugar siete pecados. Los alaridos desesperados de tus compañeros te ponen ansioso y pateas. A cualquier parte, para variar. Tu corazón tropieza mientras cruzas a paso firme desde un extremo al otro del rectángulo. Te mantendrás lo más cerca que puedas a aquel portero que se las tapa todas y cruzarás los dedos, incluso los de los pies, para que el esférico se decida a darle una nueva oportunidad a tu pierna derecha.

Todo resulta más fácil de lo que pensabas; otro niño con polo de color rojo, idéntico al que llevas puesto, te da un pase cómodo y preciso. Nadie te marca. ¿Será que de pronto todos se pusieron a jugar inmóvil y no te enteraste? No solo eso, sino que giras la vista y a tus espaldas lo ves. Lo tienes frente a ti. De estudiar a tu padre y a tu hermano cuando miran partidos en la tele, hipnotizados, has comprendido que ese sujeto es el “enemigo a someter”. Así dice tu padre a veces por teléfono. Aún no tienes el valor para preguntarle si mató a alguien, pero sí el coraje para dar media vuelta y quedar solo frente a aquel otro: el enemigo. Su polo te recuerda al picapica de los cumpleaños, lleva todos los colores de la caja de crayones y unos guantes que dan la impresión de que le amputaron las manos y las cambiaron por un par de adulto. “Se tapa todas”, comentó uno de tu sección antes del partido. Tú también te sorprendiste al analizar sus movimientos: ningún pelotazo quebraba la fuerza magnética de su cuerpo.

Cierras los ojos y a la vez los llevas totalmente abiertos. La patada fue más reflejo que convicción. No solo los de tu equipo y los del otro equipo, el árbitro también te observa con incredulidad. Quieres sonreír pero hay un escalofrío en la imagen del balón al fondo de la red. “¿Qué te pasa, oe?, ¡eres de mi equipo!”, te reclama el arquero desde el piso, sometido. La profesora que cambia los carteles del marcador coloca un “1” para Primero A. Recién entonces terminas de comprender.

El arquero se incorpora y en su mirada reconoces la furia que calcina su humillación. Te sorprende que, a pesar de lo colorido de su traje, no deja de parecerte amenazador y sombrío. Camina despacio, como midiendo en cada paso tus reacciones. Lleva el balón entre sus manos y lo arroja con desdén hacia tu cuerpo. Logras esquivarlo porque no sabrás casi nada de fútbol, pero eres de los mejores cuando juegan siete pecados. En el gesto que hace para retirarse uno de los guantes ya puedes anticipar su puño cerrado, el impacto contra tu mejilla, sacudiendo el beso de buena suerte que te dio tu madre antes del partido. Podrías correr pero te vuelve a arder la raya al costado. Vuelve a arderte el estigma de tu padre. Vuelve a doler la deuda que tienes con él y con tu hermano. Mereces ser ejecutado. Quizá no hayas conseguido volverte un héroe sobre la cancha, pero tienes la oportunidad de transformarte en mártir.

Pero antes de que la primera lágrima cruce también la portería de tu mirada, antes de que el puño impacte contra tu rostro, oyes que una voz firme pero solitaria pone a volar, como un bombardero, la palabra “Gooooooooooooooool” sobre todas las cabezas. Ves que tu padre se abalanza sobre ti, enrojecido de vergüenza y rabia, y te levanta en peso durante su abrazo. Es más, le grita el gol en la cara al arquero, que se vuelve cada vez más pequeño bajo la opresión de la voz ronca de tu padre, hasta desaparecer entre sus guantes, que lucen ahora como las manos amputadas de un payaso. Entonces hundes el rostro en la madera de su perfume y te sientes a salvo, al saber que traicionaría a su Patria por ti.

 

 

 

Sobre el autor

César Nieri (Lima, 1984). Licenciado en Comunicación y Maestro en Dirección Estratégica de Contenidos por la Universidad de Lima, donde se desempeña como docente. Obtuvo durante dos años consecutivos (2007 y 2008) el Primer Premio en la categoría de poesía de los Juegos Florales de la Universidad de Lima. Ha publicado los poemarios Extraño Abril (2012, Borrador Editores) y Antología de jóvenes e inéditos poetas que no sobrevivieron a un extraño abril (2022, Edward Perales). Formó parte, en el 2012, de la antología poética Me Usa, Brevísima Antología Arbitraria Perú-Uruguay, publicada por Paracaídas. En el 2017, 2018 y 2019 fue finalista del concurso El cuento de las 1,000 palabras, de la revista Caretas.

 

 



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