Huaco retrato: Charles y Gabriela cara a cara

huaco retrato

Presentamos una lectura sobre Huaco retrato (Literatura Random House, 2021), la primera novela de la escritora y periodista Gabriela Wiener.

 

Por Gisela Salas Carrillo

Gabriela Wiener (1975) fluye de la poesía, como en Ejercicios para el endurecimiento
del espíritu (2014), a la prosa de su obra periodística; de no ficción y literaria; de la
crónica como en Sexografías (2008) al ensayo personal como en Nueve lunas (2009) o a
la entrevista como en Dicen de mí (2017); y de la escritura al teatro como en Qué locura
enamorarme yo de ti (2019). En ese corpus, Huaco retrato (2021) es un libro cuyo
género fluye también. Se mueve entre la no ficción habitual de su autora y la ficción. En
él, hay narrativa, epístola y poesía. También tiene una voz que alterna entre dos
historias. La primera le pertenece al personaje narrador Gabriela Wiener, que retorna
momentáneamente a Lima para cremar a su padre y regresa a Madrid, más consciente
aun de sus taras ancestrales, a encarar sus propias inconsistencias dentro de su familia
poliamorosa. La otra es la de su tatarabuelo Charles Wiener, viajero decimonónico
conocido históricamente por “no haber encontrado Machu Picchu, pero haber estado
cerca” (11) y, en la historia privada y familiar de la protagonista, como el patriarca del
clan que fue un “discreto profesor de alemán convertido de la noche a la mañana en
Indiana Jones” (21).

El libro empieza con Gabriela recorriendo la colección de artefactos prehispánicos de su
ilustre antepasado en el Musée du quai Branly – Jacques Chirac en Paris. El reflejo de
su rostro superpuesto en uno de los huaco retratos “hasta formar una sola composición,
hierática, naturalista” (11) y, un poco más adelante, su imagen completa encapsulada en
la vitrina vacía de la momia de un infante la interpelan como sujeto representado y
como descendiente del académico Wiener. No obstante, esa dualidad es cancelada casi
inmediatamente cuando la narradora declara tajante, ante un ejemplar de Perú y Bolivia,
el libro de viajes de ese explorador que recoge su ruta y sus hallazgos en su travesía por
esos países, que “nada de ese personaje extraviado en su eurocentrismo, violento y
atrozmente racista tenía que ver con lo que soy, aunque mi familia lo glorificara” (24).
Más avanzada en su lectura, mientras lee sobre Juan, el niño indio que Wiener se lleva a
Francia, termina de distanciarse de su linaje europeo afirmando que “es al adoptado a
quien siento de mi familia” (56).

A pesar de ese distanciamiento, sus historias son especulares. Los dos son escritores,
más precisamente, un tipo de escritor: “[s]i [Wiener] hubiera vivido en el siglo XXI lo
habrían acusado de lo peor de lo que puede acusarse hoy a un escritor: de hacer
autoficción” (98). En efecto, esa filiación acaba siendo más determinante que la
biológica, porque su repudio por el colonialismo y el racismo de Wiener “da paso a una
repentina empatía por su postura involuntariamente antiacadémica y ególatra” (99). Así
que, mientras continúa leyendo, se mueve “como por un laberinto de espejos
versallescos” (99) en los que reconoce una forma familiar de apropiarse de la realidad:
“[n]o puedo evitar sentirme identificada con su forma atroz de intervenir la realidad
cuando la realidad falla y de hacer de su experiencia la medida de todo” (98). La
escritura de los dos, en consecuencia, se desenvuelve en una zona liminar: uno
bambolea entre el rigor científico y la hipérbole, el descubrimiento y la farsa, y la épica
personal y la Historia. Ella, en cambio, alterna entre la veracidad de la crónica y la
fantasía literaria, el conocimiento personal y la impostura, y el atavismo y la libertad
desprejuiciada. Uno es, tal como sentencia la narradora, un letrado colonizador,
mientras que la tataranieta sostiene que escribe para descolonizarse.

La especularidad va más allá, debido a que tanto Charles como Gabriela son migrantes.
El primero es, en realidad, Karl, un judío austriaco en Francia de la segunda mitad del
XIX y ella es una peruana en España del siglo XXI. En tanto sujetos descolocados, les
toca negociar su identidad en su nuevo contexto, pero lo hacen con propósitos opuestos:
mientras él se esfuerza por borrar las huellas de su origen en el discurso civilizador
francés de su libro de viajes, ella se exige erradicar sus deslices alienantes coloreando su
otredad: “[m]i identidad marrón, chola y sudaca intenta disimular la Wiener que llevo
dentro” (45). Por tanto, en los dos casos, la escritura acaba siendo un espacio de batalla
en el que se libra una lucha personal e ideológica. En consecuencia, es imperativo no
perder de vista que Gabriela, por su propio testimonio, es un narrador poco fiable:
“[h]ay algo en esta mezcla perversa de huaquero y huaco que corre por mis venas (…)”
(61). Como Wiener, ella tampoco registra, sino que transforma su objeto de
representación a su medida. Su escritura, entonces, es un lecho de Procusto. Como el
punto de vista siempre es suyo, todo lo que se dice ha sido destilado en el alambique de
su escrutinio.

Es problemático ser huaquero y huaco a la vez. Gabriela misma denuncia que la falta de
rigor metodológico y la violencia del saqueador despojan de valor a aquello que es
valioso, porque “convierte fragmentos de historia en propiedad privada para el atrezo y
decoración de un ego” (13). Así que, como su tatarabuelo, ella también hila lo personal
con lo histórico para legitimarse. En su caso, lo hace para tomar distancia de España, de
Francia, de Europa y lo que representan en el imaginario maniqueo con el que se da
cuenta de todo lo que se representa. Aunque Wiener no es un conquistador español, sino
un viajero científico francés, en este relato, solo es otro tipo de emisario “arropado por
la coartada de la ciencia y el dinero de un gobierno imperialista” (13). Esa continuidad
histórica necesaria para deslindar su otredad fuerza otras diferencias: la vitrina vacía en
la colección Wiener la remece como si estuviera ante una fosa en el “territorio de las
desapariciones forzadas” (14) o cuando asegura que sabe muy bien de lo que se trata
cuando Wiener celebra “la exitosa reeducación de su indiecito” en otro contexto, porque
se escucha cualquier día en la radio cada vez que oye a “un político español decir que
oye, lo mejor que le puede pasar en la vida al migrante de América del Sur es que su
hija se case con un español” (59).

Ese método se lleva al extremo en otra continuidad significativa, a saber, la que
establece entre patriarca-padre-patriarcado y patria. La familia es un tropo importante en
el libro. Como ocurría en muchas ficciones decimonónicas latinoamericanas, en Huaco
retrato, la familia también es una cifra de la nación. Sin embargo, no lo es como en el
romance fundacional del XIX, sino como una organización disfuncional: “(…) habría
que sumar a mi condición de migrante actual de una excolonia española en España, la
naturaleza bastarda en la que me dejan las expediciones científicas franco-alemanas
(…)” (38). El linaje materno, subalternizado y racializado, que es la palabra que
Gabriela utiliza para describir la condición de sujetos que, como ella, no son blancos, se
encuentra fuera del relato público de Charles y del privado, es decir, del archivo familiar
de sus descendientes, de una manera literal y simbólica. Lo primero, porque, tal como
sostiene la investigación de Pascal Riviale, un experto francés en Wiener que consulta la
narradora, no existe evidencia del encuentro entre el viajero y María (124). Lo segundo,
porque abandono y orfandad son los dos motivos que dominan esa narrativa paralela
que Gabriela elabora (143). Carlos, el supuesto hijo natural trujillano de Wiener, es un
eslabón suelto que la deja vaciada de sentido: “[n]ada más que el arbitrario y maníaco
uso de un nombre al lado de otro nombre arbitrario. No quiere decir nada y quiere
decirlo todo” (126).

Para ella, eso no es motivo de vergüenza, sino la posibilidad de asimilarse a una
comunidad imaginada diferente, puesto que la “mancha humana” que deliberada y
esforzadamente desea ocultar es la que ha heredado a través de su rama paterna (45). En
esta ficción, ese gesto personal cobra dimensiones simbólicas, debido a que “[t]odos
tenemos un padre blanco. Quiero decir, Dios es blanco. O eso nos han hecho creer. El
colono es blanco. La historia es blanca y masculina” (45). Así, mientras su familia
paterna se aferra a la efigie de Charles, ella, en tanto detective familiar (45), prefiere
salir en busca de María Rodríguez, la mujer que el tatarabuelo dejó embarazada en su
paso por Trujillo. En el juego de espejos de Gabriela, esa primera mujer abandonada,
además, es la imagen original que el resto de las mujeres de su familia-nación reflejan.
Tiene un peso simbólico importante, porque es la primera india/chola/marrón en el árbol
familiar y su propia comunidad imaginada. El contrapeso de los personajes masculinos
son, justamente, mujeres de color: además de María, está su madre (“Pero mi papá se
casó con una chola”, 48), Gabriela misma (“mis evidentes rasgos físicos, el color
marrón que me hace india en España y ‘color puerta’ en Perú”, 48) y Lucrecia, la
colombiana que dirige el taller Descolonizando mi deseo (“Era una barranquillera
grande, no binaria y marrón”, 118).

Sin embargo, toda esa narrativa alternativa y aparentemente compleja, restauradora,
reinvindicadora y descolonizadora no es esencialmente distinta al discurso racista que se
denuncia en el libro. Justamente, porque es esencialista. Por momentos, incluso uno
diría que se pone darwinista: “[y] ella me desea a mí porque le ayudo a borrar en parte
la mancha colonial de su ADN” (119). Los buenos y los malos de esta historia y de la
Historia son indubitables. Se es blanco o marrón, lo que, además, se traslada al lector,
porque la lectura y, por lo tanto, la comprensión de este libro parece estar condicionada
al bando en el que nuestro propio color nos coloque: “(…) si esta nueva y reluciente
hostilidad te parece inversamente racista no mereces estar aquí escuchando lo que
tenemos que decir” (117). Es significativo, entonces, que estos personajes estén
determinados por su corporalidad y su deseo, un rasgo elemental contrario a la razón
que no alcanza para distinguirnos del resto de los animales. La alteridad no es cultural,
sino una condición más primitiva. Al final de Huaco retrato, Gabriela imagina a Juan
dentro de una de las viñetas del zoológico humano que acompañaba la Exposición
Universal en París en la que Wiener recibe la Legión de Honor como premio a su labor
de investigación en Sudamérica. Al final, estos cuerpos femeninos, vaciados de
racionalidad y complejidad, parecen especímenes en una nueva versión de esos
espectáculos.



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