Estados Unidos 1994: In Lalas we trust

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A puertas de un nuevo Mundial de Fútbol, presentamos una nueva crónica de Jorge Cuba Luque, quien escribe sobre la Copa del Mundo Estados Unidos 94 y un peculiar jugador: Alexis Lalas.                        

 

The answer, my friend, is blowin’ in the wind,

the answer is blowin’ in the wind.         

Bob Dylan

 

Por Jorge Cuba-Luque

De seguro que en otra vida Alexi Lalas habría sido un aedo como alguno de los ancestros de su padre, natural de Grecia, o un líder sindicalista en alguna fábrica de automóviles de Michigan, donde nació, o un hippie en California, o un hombre libre como el viento que andaba por cualquier calle del mundo como por su casa, sonriendo sin razón aparente. Era de todas partes y de ninguna pues amaba la poesía que su madre, ella misma poeta, le había inculcado; hablaba varios idiomas, lo que lo hacía un hombre cuya patria era cualquier patria.

Durante el mundial de 1994 Alexi Lalas no fue uno de los mejores jugadores del torneo, pero fue, a no dudarlo, no solo el más carismático del representativo nacional de Estados Unidos, sino también la figura más icónica del campeonato. Su porte larguirucho, su melena de un rubio rojizo como su larga barba de chivo, su tenacidad al disputar un balón, su reír franco, hacían de él un personaje simpático, entrañable, al que podía asociarse la figura de Striker, la caricatura del perrito que fue la mascota del Mundial del 94, Mundial que pudo haber quedado en la memoria colectiva como una justa deportiva alegre, ligera y soleada, pero que fue mancillada por un crimen infame.

Bajo la tutela del entrenador serbio Bora Milutinovic, que se había hecho cargo del equipo del país de la bandera de franjas y estrellas en 1991, el Mundial del 94 iba a ser un arriesgado reto para los organizadores pues en los predios del Tío Sam, el fútbol —soccer, como ahí lo llaman— estaba lejos de ser un deporte que atrajera masas, muy, pero muy por detrás del béisbol, el básquetbol o el fútbol americano (ese rugby que se juega con casco y protectores diversos). Pero se trataba también de un desafío económico con una proyección a largo plazo pues el entonces presidente de la FIFA, João Havelange, había convertido cada copa del mundo en un evento mercantil que debía alcanzar la máxima rentabilidad.

El hecho de ser país organizador permitió a Estados Unidos clasificarse de oficio, y, como había participado en el Mundial precedente, Italia 90, existía una cierta base organizativa e, incluso, curiosidad. Así, pues, Milutinovic encontró un ambiente más bien favorable para armar la selección; en su lista de convocados apuntó el nombre de Alexi Lalas, que había destacado en el Scarlet Knights, club de la universidad de Rutgers (Nueva Jersey). Por entonces no había un torneo nacional sino diversas competiciones estaduales, a menudo en el marco universitario. Tras el impulso que recibió el soccer a mediados de los años 70, con clubes que invirtieron millones de dólares en la contratación de viejas leyendas como Pelé, George Best, Franz Beckenbauer, Johan Cruyff, Gerd Müller o Teófilo Cubillas, el fútbol no terminó de instalarse en las simpatías de un público que no fuera de origen hispanic o de algunos países europeos. No sería hasta bien entrados los años 80 cuando la Federación Estadounidense de Fútbol, la USSF (United States Soccer Federation) reimpulsa  el balompié y presenta su candidatura para organizar el Mundial de 1994, a condición, observó la FIFA, de instaurar una competición nacional, lo que ocurriría tiempo después.

Participaron 24 selecciones, repartidas en seis grupos de cuatro cada uno. A Estados Unidos le tocó el grupo A, junto a Rumanía, Suiza y Colombia, tres naciones de larga tradición futbolística, con jugadores que en 1994 atravesaban un gran momento, tales el colombiano Carlos Valderrama, el suizo Alain Sutter o el rumano Gheorghe Hagi. Alexi Lalas y sus compañeros, como el arquero Tony Meola, el defensa Marcelo Balbuena, los delanteros Earnie Stewart o Eric Wynalda no tenían pergaminos que ostentar, por lo que los entendidos en fútbol vaticinaron un claro triunfo de Suiza, el rival con el que Estados Unidos iniciaba su participación mundialista.

Pero ningún partido de fútbol se ha ganado antes de ser jugado: el 18 de junio, un día después de la inauguración del Mundial, en presencia de los setenta mil aficionados que colmaban las instalaciones del estadio Pontiac Silverdrome de la ciudad de Detroit, la selección yankee sorprendería a propios y extraños al empatar 1-1. Partido intenso, aunque con un inicial dominio helvético, el equipo local no se amilanó tras el gol suizo, a los 39 minutos del primer tiempo, y, de una estrategia de contragolpes, pasó a tomar la iniciativa en los ataques. Un minuto antes del final del primer periodo, logran empatar; en el segundo, las oportunidades de gol fueron de uno y otro lado, y, en todas ellas, aparecía la figura de Alexi Lalas, que llevaba el número veintidós en la espalda. Ese mismo día, en Los Ángeles, la selección de Colombia, llegada al Mundial con los mejores auspicios, cayó aparatosamente ante Rumania.

Para su partido frente a Colombia, el 22 de junio, Estados Unidos comprendió que en su propia casa podía jugarle de igual a igual a cualquiera, como lo había hecho ante Suiza, como lo haría ante los sudamericanos con sus estrellas Valderrama, Asprilla y Rincón. La selección cafetera salió a jugarse el todo por el todo, por lo que en la cancha mostró desde el inicio un esquema ofensivo. Estados Unidos también, Lalas atacaba, defendía, alentaba. A los 39 minutos del primer tiempo, en un ataque por la izquierda John Harkes, cerca del área colombiana, ve que por el otro extremo Eric Wynalda le hace señas para que le pase el balón, Harkes le envía el esférico, pero el defensor Andrés Escobar lo intercepta, aunque sin dominarlo, desvía su trayectoria, sorprende a su guardameta, el balón ingresa al arco. Autogol, 1-0 para Estados Unidos.

Lo que vino después ha perdido importancia: ni el segundo gol de los gringos, ni el descuento Colombia en el minuto 90, ni la derrota estadounidense ante Rumania 0-1 en el partido siguiente, ni el ya inútil triunfo de Colombia ante Suiza 1-0, ni el partidazo que en octavos de final jugaron Lalas y los suyos frente a Brasil perdiendo por un ajustado 0-1. Lo que tiene importancia es lo que ocurrió lejos del Mundial, en la ciudad colombiana de Medellín, por entonces capital internacional del tráfico de cocaína: el asesinato de Andrés Escobar, cuyo autogol provocó las iras de las mafias de narcotraficantes que habían apostado una gran cantidad de dinero a un triunfo colombiano.

El infame asesinato de Andrés Escobar mancilló el fútbol, enlutó un torneo cuya vocación, a despecho de sus objetivos comerciales, es motivo para la alegría y la emoción. Alexi Lalas manifestó, en cuanto se supo de ese asesinato, que le dolió profundamente, que había borrado toda la alegría que vivió en el Mundial, que ningún partido de fútbol podía costar una vida, y que hubiese preferido que Estados Unidos perdiera ante Colombia, si eso habría hecho mantener en vida a Andrés Esobar. “En Dios confiamos”, “In God we trust”, dice el lema oficial del país de los cow-boys y las hamburguesas, pero durante el Mundial del 94 quizá solo se pudo confiar en Alexi Lalas.

 

 



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