1978: No habrá más pena ni olvido

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A pocos días del inicio de la Copa del Mundo, presentamos un texto futbolero del escritor Jorge Cuba-Luque. ¿Quién fue René Houseman? Aquí su historia.

 

 

                                    Quereme así, piantao, piantao, piantao
abrite los amores que vamos a intentar
la mágica locura total de revivir

                                        ¡Vení, volá, vení!

                                      Ferrer – Piazzola

 

Por Jorge Cuba-Luque

René Houseman fue uno de los que marcó un gol contra Perú, el quinto de los seis de esa goleada tan espectacular como inesperada con la que la Albiceleste pasó a disputar la final frente a Países Bajos, dejando a Brasil vestido, alborotado y pregonando a viva voz sospechas sobre la aparatosa derrota de los peruanos.

César Luis Menotti convocó a Houseman a integrar la selección pues sabía bien de su genio, ya que, de alguna manera, fue él quien lo descubrió cuando lo vio jugar en un cuadro de segunda división, el Defensores de Belgrano, y no dudó en jalarlo al club del cual era entrenador, Deportivo Huracán, “el equipo del globito”, que sería campeón del torneo nacional en 1973 tras una campaña deslumbrante en la que Houseman se ganó el estatuto de ídolo y el apelativo de Loco. Así que no fue una sorpresa que Vladislao Cap, director técnico del combinado nacional, lo incluyera en el grupo que iría al Mundial de Alemania 74 durante el cual Houseman anotó tres golazos. Cuatro años después, vuelto una figura aclamada del futbol argentino, formó nuevamente parte de la selección.

En 1978, el año del Mundial, la dictadura militar argentina aplicaba con más ferocidad que nunca su estrategia de terrorismo de Estado mediante el secuestro y asesinato de opositores políticos, reales o potenciales. En el poder desde 1976 con el general Jorge Rafael Videla a la cabeza, la Junta Militar había declarado una guerra secreta a todo movimiento comunista que hubiera en el país, so pretexto de luchar contra algunos grupos de extrema izquierda. Videla puso en marcha la sistematización de secuestros, tortura y asesinatos, crímenes ejecutados por agentes gubernamentales cuyas víctimas eran llamadas desaparecidos pues no había registro de sus detenciones.

El Mundial del 78, atribuido por la FIFA a Argentina en 1966, fue para el dictador rioplatense una inmejorable oportunidad para distraer la atención de la opinión pública con la mayor pasión compartida por todos en el país: el fútbol. René Houseman y el resto de los convocados por Menotti se entregaron en cuerpo y alma a un solo objetivo, la obtención del título de campeón. La prensa escrita, radial y televisiva, adicta al gobierno, dio una cobertura inmensa al torneo cuadrienal; El Gráfico, la revista deportiva decana y la de mayor circulación, contribuyó de manera capital con la creación de un ambiente de fervor en torno al equipo argentino. A todo esto, la selección estaba concentrada en la estancia del empresario Natalio Salvatori, ubicada a unos cuantos kilómetros al norte de Buenos Aires, y se presentaba como un lugar ideal, inaccesible al público pero muy al alcance de la Junta de Militar, que envió en helicóptero a uno de sus miembros prominentes, el almirante Emilio Massera; coincidencia o no, Salvatori era amigo del general Guillermo Suárez Mason, “El Carnicero”, uno de los más despiadados agentes del gobierno de facto y jefe de varios centros de tortura de la dictadura.

Como todo loco, el Loco Houseman no soportaba estar encerrado, y Menotti lo sabía pues en más de una oportunidad había abandonado la concentración de Huracán sin permiso. Sus dotes de persuasión, su capacidad de hacer sentir a sus jugadores el sentido de libertad y responsabilidad, contribuyeron a que el entrenador neutralizara sus deseos de evasión. Pero había algo más: el ambiente febril que vivía la nación insufló a Houseman y a todo el equipo una suerte de compromiso vital para alcanzar el objetivo. El Loco jugó en todos los partidos de la Albiceleste, salvo ante Brasil, ya en la segunda etapa, en el grupo en el que el país anfitrión enfrentó también a Polonia. Si bien Houseman no tuvo una actuación descollante, se sabía de su velocidad y de su instinto oportunista, como quedó en evidencia en el tanto que marcó a Perú a los 22 minutos del segundo tiempo, aprovechando un centro de Alberto Ortiz. Argentina ya había marcado los cuatro goles que le eran necesarios para ir a disputar la final, pero había que anotar más, pues Perú, a pesar de estar ya doblegado, tenía delanteros peligrosos que bien podían reducir la diferencia. En la final frente a Países Bajos, ingresó al terreno de juego en el segundo, en reemplazo, precisamente de Ortiz.

Para René Houseman, el triunfo consagratorio de Argentina no alteró mayormente su vida, apenas si pudo adquirir una modesta casa con la recompensa económica dada a los campeones. No había empezado aun la era de las transferencias y sueldos millonarios de los futbolistas, pero sí permitió, a no pocos de la Albiceleste, lograr contratos con importantes clubes de Europa, lo que les permitió relanzar sus respectivas carreras. El Loco Houseman volvió, cual si no hubiese ocurrido nada, al equipo del que había venido, Huracán, donde siguió afianzándose su talante de delantero tan eficaz como imprevisible. Parecía no importarle el dinero, parecía no importarle el futuro, parecía no importarle su salud, parecía no importarle la fama, lo que parecía importarle era algo inasible, intemporal, que no estaba en ninguna parte, o tal vez sí: estaba en la villa miseria donde creció, la que nunca dejó del todo, que no podía dejar pues la llevaba en el alma y por eso se consideró siempre un villero. Como Maradona, el Loco venía de la pobreza extrema, pero a diferencia del Diego no buscó la gloria ni ser el mejor, ni ser rico, acaso jamás buscó nada, ese imposible que lo llevó al alcoholismo, contra el que ganó, perdió, ganó, perdió. A pesar de su deriva, guardó siempre una extraña lucidez sobre su origen social: alguna vez dijo que, de tener mucho dinero, se compraría una villa miseria…tal vez en ese caso el dinero sí habría comprado la felicidad.

Como la mayor parte de los integrantes de la Albiceleste de 1978, René Houseman tenía poca información política, por lo que su percepción de la Junta Militar era, de alguna manera, general y hasta superficial; si a esto se añade la constante inestabilidad de los gobiernos que se sucedían en el país, y, en los días del Mundial, la manipulación de la información dada por la prensa, ese desconocimiento es comprensible. Poco a poco, las verdades de los crímenes del gobierno militar fueron saliendo a la luz pública. Houseman tomó conciencia de la manera infame como Videla y sus cómplices utilizaron la selección nacional para perpetrar sus exacciones. Diría luego que, de haber sabido todo eso, no habría participado en el Mundial.

La muerte se lo llevó a los 64 años, pobre, disminuido físicamente. El último club por el que jugó fue el Atlético Excursionistas, el miso en el que se inició en el fútbol, un equipo de barrio, del que pasaría a Defensores de Belgrano y luego al Huracán dirigido por Menotti. De la misma talla que Maradona, tuvo tanto genio como “el 10”, pero Huseman solo quiso ser Houseman, un ídolo nato, sin ambiciones, dueño de su locura y de su Buenos Aires sin desaparecidos, penas ni olvido, como en el tango.

 



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