La génesis de ‘Matalisuras’, novela de Christian Reto

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Presentamos un testimonio de Christian Reto sobre el origen de su más reciente novela, Matalisuras (Colmillo Blanco, 2022). Además, presentamos un fragmento de dicha obra.

 

Por Christian Reto

Indagar sobre el origen de algo debe ser tarea complicada; hasta para un odontólogo es trabajoso sacar una muela de raíz. Se podría decir que un libro como Matalisuras, uno sobre ciudadanos que se vigilan entre ellos a punta de celulares, es materia reciente, pero la idea me hacía cosquillas desde mucho antes de que las redes sociales existieran en su versión actual. Podría también decir que nació al leer el Homo Videns en días universitarios; o irme mucho más atrás y precisar que todo surgió cuando a los tres años me encontré fascinado por esa ‘ventana’, dentro de la sala, a la que llamamos televisor. Ante tanta discrepancia sobre su primera piedra, lo mejor será referirme al primer momento en que me senté, abrí un documento en blanco y dije: acá vengo a escribir.

Lo primero que quise contar fue la historia de tres periodistas. No dos ni cuatro. Tres era un número cabal (no cabalístico). El primero tenía que ser un tipo pendenciero, callejero, pero con un aura de detective. Era esencial que se alucinara Sherlock Holmes; yo amaba el personaje de Conan Doyle y recuerdo la gran impresión que dejó sobre mi niñez el simple hecho que, en uno de sus relatos, Holmes descubriera quién escribió una injuria sobre una pared solo basándose en la estatura de los sospechosos. Incluso, por algún tiempo, pensé en que ese personaje resolviera crímenes en la cárcel (como el Isidro Parodi de Borges y Casares), pero me alejé del calco. El segundo periodista del que quería hablar tenía que ser lo contrario: uno mucho más distraído y que se involucrara en la noticia de casualidad. Tenía en la cabeza al ‘periodista miope’ de La guerra del fin del mundo o a Raymond Rambert de La Peste. A la tercera y última no le encuentro parangón literario: una conductora de televisión, mordaz con sus entrevistados. En realidad, esta última responde más a un homenaje al periodismo per se. De hecho, ella cree en la entrevista como un instrumento comunicacional por excelencia.

Este trío debía tener rivales. Unos oponentes sin fisonomía, casi invisibles, pero gigantes, masificados. Fue entonces que surgió la idea de que vivieran en una Lima distópica; una donde los limeños fueran convocados y entrenados para ser reporteros (¿qué mejor némesis para el cuarto poder que un cúmulo de gente creyéndose periodistas y malográndoles la plaza?). Respeta mi zona, este es mi territorio, debía espetarle este triunvirato a un régimen y una sociedad que consagra el periodismo ciudadano. Para colmo, también tenían que lidiar con un reality show que engendrara candidatos a alcaldía. La careta y postura prefabricada de un político se convirtió así en parte esencial de la novela. Mis protagonistas, aunque con muchos defectos, no debían ser agentes de la prensa zalamera sino dedicarse a la cacería despiadada de políticos; como manda el manual.

El relato ya se había convertido en una protesta, algo satírica pero dolorosa, contra la sociedad actual. En realidad, ese era el corazón de género y había llegado a ese punto porque la historia lo demandaba: una utopía es, en sus orígenes, un ensayo inocentón; la distopía es la mofa de la utopía y te enrostra la realidad de forma punzante (A Brave New World, verbigracia). Apunté a varios aspectos de la sociedad, entre ellos, nuestro abuso al registrar cualquier nimiedad con el celular. Ese es nuestro ‘vacilón’ moderno. La indolencia de la gente al momento de grabar situaciones crudas debía figurar también. Hoy por hoy, somos Kevin Carter, aquel reportero gráfico que prefirió fotografiar a un buitre acechando a un niño africano moribundo en lugar de auxiliarlo. Años después de esa desidia, se suicidó.

Matalisuras ha tenido varias versiones. Las primeras siempre de más páginas, pues mi yo narrador se formó no en esos talleres que deben enseñar a escribir con cuadrícula, sino que nació de mi yo lector de ladrillazos. Espero no ser una rara avis en este mundo de novelas cortas. Estuve tan involucrado en la gestación de una novela total que las primeras versiones albergaban muchas voces e incluso los capítulos estaban compuestos como secciones de un diario (el papel aguantaba todo, y mi yo joven y pretencioso iba sin frenos). Al final, se ha conseguido un resultado óptimo: un libro con casi 300 páginas que (he comprobado en algunos lectores) se puede leer en pocos días. Matalisuras no es solo una novela sobre tres periodistas, sino un libro con variopintos personajes; una novela sobre nosotros, un libro que busca ser nuestro reflejo. Supongo que esa es su virtud y también su defecto. Si ya de por sí hay gente que le teme a un libro, ¿existirá alguien que abra uno para verse crudamente en él?

 

 

Un fragmento de Matalisuras

Al verlos apurados, el chofer les suelta un precio elevado. «Será cerca, pero salir de la plaza San Martín es una mierda», argumenta el conductor. El Lobo se retira de la ventana, pero el taxista se desespera y reduce la tarifa. Ambos toman otro carro. El escenario es cerca. Deben llegar antes que la Policía. El Lobo prefiere no toparse con ningún oficial, evitar que estos murmuren un «mira, mira, ahí está el Lobo».

La escena: un auto estrellado contra la pared de un viejo cine que hoy no es nada. El escenario: avenida La Colmena. Dentro del vehículo están el conductor y dos pasajeros en los asientos posteriores. Todos muertos. La puerta trasera de la izquierda está abierta y por ahí el cadáver se desparrama desde el asiento hasta el suelo. En medio de ese cuerpo y el otro, reposa un arma.

El carro empieza a ser rodeado por los curiosos. La gran mayoría se mete la mano al bolsillo, sacan sus celulares, apuntan, hacen zoom, disparan. Cómo los detesta el Lobo. Y se siente culpable, porque es como abominar a toda la ciudad.

—¿Por qué la puerta está abierta? —le pregunta Fabián al Lobo, confiando en sus habilidades. Cree que ya olfateó lo suficiente para deducirlo, pese a que apenas ha llegado.

—Un hombre se escapó del carro. Unos policías lo han perseguido —responde una señora que no graba nada, pero que al menos contesta preguntas.

—¿Por dónde se fueron? —pregunta Fabián.

—Eso qué importa —dice el Lobo—. Si lo atrapan, volverán hasta acá, porque tienen que reunirse con la patrulla que está en camino.

—¡Llegó la ley! —dice un hombre vestido como si estuviera en Miami. Grita su nombre y su cargo—. Tú eres el hijo de puta al que llaman Lobo, ¿no? —añade.

Fabián otea al Lobo y al otro, espera a que su amigo dé un golpe. Ve que se acerca. No, el Lobo no sería capaz de golpear a un policía vestido de civil playero. Posa su frente en la de la autoridad, lo mira fijamente. Luego esboza un piquito y lo abraza. Se cagan de risa.

—Me habían dateado que ustedes se vestían de vendedores de golosinas, travestidos con globos en el pecho y el culo… pero esto del cubano recién llegado es nuevo —menciona el Lobo.

—Ah, seguro viste ese reportaje donde nos hicimos pasar por ese tipo de personaje urbano.

¿Personaje urbano? ¿Sería una palabra más del glosario policial?

—Pero eso fue para efectos televisivos, recomendación del reportero, para vendernos mejor.

—Sí, huevón —dice el Lobo—. Mira, déjame presentarte. Fabián Antares, el investigador estrella de mi programa y del canal —el joven le extiende la mano al otro, este le aprieta la mano adrede—. Fabián, he aquí al papichulo de homicidios, Morante.

—Un gusto. Mira, acá ya no hay nada que hacer. El caso está resuelto. El sujeto que se dio a la fuga es el criminal. Este carro es un colectivo. Esta avenida es parte de la ruta. Uno de los pasajeros se pasó de vivo y asaltó al conductor y al resto de pasajeros. Además, los dejó fríos. Tiró su arma ahí. Pronto llegarán para analizar sus huellas.

—No es un taxi-colectivo —el Lobo busca algo en su móvil, teclea con velocidad—. Fungía de uno. Este auto es robado. Lo reportaron hace dos semanas. Lo acabo de constatar. Estos sujetos no son víctimas; son los criminales. Fabián, fíjate si alguno de ellos tiene un disparo en la cabeza.

El aludido va hacia el carro. No hay disparos.

—Bueno, esos datos son suficientes —dice el Lobo. Guarda su celular y sus manos vuelven a abrigarse en sus bolsillos, esta vez se rasca el muslo desde la tela—. Los ladrones fingían ser colectiveros. La modalidad es antigua: hacen pasar al pasajero para que se siente al medio y así rodearlo. Pero este huevón debe saber pelear y fue más frío que tu exmujer, porque noqueó a toda la banda.

—Ah, ¿sí? ¿Y por qué escapó entonces? —pregunta Morante.

—Porque ustedes tienen una labor tan eficiente que son capaces de culpar a alguien que ha actuado en defensa personal. Espero que no lo atrapen. Es más, si van a cazarlo, fácil y ese karateca le patea el culo a todo tu escuadrón.

Le pide a Fabián largarse de ahí.

—Oye, la cagué —dice el Lobo—. Se supone que tú tenías que resolver el caso. Perdón, se me fue el ego. Debe ser la chela, conchasumadre.

 

 



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