«Animales luminosos» y otra aventura nocturna

Animales luminosos – lectura

Presentamos una nueva lectura de la novela «Animales luminosos», de Jeremías Gamboa. La autora del texto establece un paralelo entre este libro y el cuento «Una aventura nocturna», de Julio Ramón Ribeyro.


Por Gisela Salas Carrillo*

Animales luminosos es el tercer título de ficción del escritor peruano Jeremías Gamboa (Lima, 1975). Antes, había publicado el libro de cuentos Punto de fuga (Alfaguara, 2007) y la novela Contarlo todo (Mondadori, 2013). En todos, el protagonista siempre es un alter ego del autor: hombres mestizos heterosexuales con el mismo trasfondo social cuyas edades se corresponden con la suya en los distintos episodios biográficos recreados en sus escritos. Pienso, por ejemplo, en el del cuento «María José» (y de varios más como «Nuestro nombre» o «El edificio de la calle Los Pinos») en Punto de fuga, en Gabriel Lisboa de Contarlo todo y en Ismael Alaya Poma en esta novela. El último, un estudiante graduado peruano que lleva poco más de tres meses en Boulder, Colorado, sale una noche acompañado, primero, de Nate, un estudiante de pregrado que conoce poco, y, después, de Josefina, otra estudiante de pregrado que, hasta ese momento, solo conocía de vista. El primero lo lleva a los bares del centro, de la zona de la colina, a algunas fiestas privadas en el área de las fraternidades y lo regresa al centro. De ahí en adelante, se queda con Josefina en el último de los locales abiertos y, después, conversan esperando el amanecer desde la ladera de los Flat Irons. Aunque el desenfreno nocturno que lo rodea lo deslumbra, Alaya no participa de él. En cambio, se sumerge en extensos monólogos interiores sobre su diferencia que acaban sincronizándose con las también larguísimas conversaciones sobre lo que Nate había llamado “la diferencia” (p.186). Esas charlas son significativas, porque la crisis que echa a andar esta novela ocurre dentro de él. Al inicio, estar en un lugar que no es el suyo entre gente tan distinta a él y a los estudiantes graduados del departamento de español en el que estudia activa inmediatamente sus inseguridades raciales. De ahí que las estaciones en su tránsito nocturno se correspondan con umbrales en su cartografía interior que van revelando recuerdos traumáticos que alimentan la charla con esos interlocutores. Más que la vida nocturna local, para su narrador, lo verdaderamente importante es el ejercicio asistido de autoexploración para reconstruir la identidad de Alaya, que permanece innominado hasta el final.

Los lugares sobre los que escribe Gamboa, Lima o Boulder, se representan como espacios segmentados entre lo conocido y lo ajeno. Todas sus historias comienzan cuando la figura principal se adentra en un lugar “antinatural”. Alaya, por ejemplo, inicia su recorrido en un restaurante elegante que le recuerda los lugares “prohibidos” en su Lima natal. En todas ellas, esa convicción sobre la correspondencia entre sujeto y espacio es una fijación que conjura la idea de una transgresión del apartheid. Esto es tan central en el libro que uno de los picos climáticos en esta novela es un flashback en el que relata la vez en que el padre y el hermano de una chica le echaron los perros solo por haberla acompañado en el taxi hasta su casa en un exclusivísimo barrio residencial de Lima (p.p.182-184). Por eso, ese miedo se activa a la entrada de cada uno de los locales que visita esa noche y frente a cada nuevo grupo que conoce. Sin embargo, es bien recibido y acogido en todos los lugares que visita. Solo un portero le impide el ingreso a uno de los bares, pero le da una excusa razonable: es la hora de cierre y, en efecto, los últimos clientes salen en el instante en el que Alaya acababa de sentarse en una banca cercana (p.130). En la ficción, ese momento es doblemente significativo, porque es ahí cuando Josefina entra en escena y cuando la reminiscencia, finalmente, se convierte en tesis: “Tremendo recorrido hasta tan lejos para vivir una aventura nocturna patéticamente limeña” (p.148). Desde el punto de vista del lector, es una fisura más en la ilusión de la verosimilitud como varias otras: Alaya, cuyo inglés es extremadamente limitado según su propio testimonio, instruye elocuentemente a Nate sobre la tragedia de las relaciones sentimentales entre sujetos desiguales (p.p. 114-116); a los cinco años, Josefina flota alejada de la orilla plenamente consciente de que el mar abierto es el único espacio en el que no había “(…) países ni clases sociales o razas ni contrastes ni diferencias” (p. 192); o cuando el paisaje de las Rocosas más típicamente boulderita se vuelve andino con sus tambos y sus chozas (p. 204). Al final, el mensaje es fuerte y claro, a saber, que el único lugar en el que se puede ser uno mismo es el que no ha sido lotificado por la diferencia.

Aunque se encuentra en Boulder, Alaya piensa en su país. Sin embargo, ni él, ni el narrador, ni Gamboa, a fin de cuentas, se dan cuenta de que, en el Perú, el racismo es fluido y no un apartheid. El discurso racista en el Perú, a decir del destacado sociólogo peruano Guillermo Nugent, no refleja una organización social racista, sino que justifica una jerarquización racista. Lo peculiar de ese fenómeno es que, al final, más importante que los rasgos, acaban siendo otro tipo de atributos determinantes para ubicarnos en la escala social. En consecuencia, el problema con la parábola de Gamboa está en una contradicción esencial en todos sus personajes principales: se presentan como cholos (uno de los términos despectivos con los que, en el Perú, se sanciona racialmente a quien no es blanco), pero su propio capital social los coloca en un nivel superior de la escala social y, por ende, por sobre sus acompañantes, quienes acaban actuando como su comparsa. En Animales luminosos, Nate y Josefina son especiales, porque funcionan, hasta cierto momento, como figuras especulares de Alaya, pero, al final, ambos reconocen su superioridad simbólica (p. 116 y p. 194, respectivamente). El asunto es que ella no responde a atributos de grupo o de clase, sino estrictamente personales: la beca especial, su ascendencia andina, su experiencia y, más que todo, su clarividencia para interpretar y dar sentido a todo lo que le muestran esa noche.

Justamente, esa capacidad de sus protagonistas, sancionada positivamente por la mirada del narrador en tercera persona que los focaliza, es uno de los rasgos que más distancia su obra de la de Julio Ramón Ribeyro, el notable cuentista peruano que más cita Gamboa cuando se refiere a su linaje literario. Otro tiene que ver con que, mientras la obra de Ribeyro es una galería de personajes urbanos novedosos en la narrativa peruana de la década del cincuenta, la de Gamboa parece una saga: pasando revista a sus protagonistas, se hace evidente que estos, más que representar a un tipo humano, metamorfosean a un solo individuo. Así, es significativa la mención de este autor en Animales luminosos, porque delata un acercamiento anecdótico y, por lo tanto, superficial a la narrativa ribeyriana. Ya sentados en un bar, Alaya entra en pánico cuando Josefina se demora en el baño y teme pasar por la vergüenza de qué hacer con las bebidas que acababan de llegar. En ese momento, se sonríe y piensa que, si fuera un personaje de Ribeyro, el narrador “le habría quitado la billetera al personaje y él no tendría cómo saldar la deuda” (p. 148). Continúa un poco más y es claro, entonces, cuando el personaje contempla la mesa esperando ver un insecto sin alas caerse en el abismo del borde, que está pensando en el cuento «Una aventura nocturna». En efecto, hay algunos puntos de contacto: como Arístides, Alaya acababa de reunir el coraje suficiente para abordar a Josefina como el otro lo había hecho con la patrona, sus aventuras ocurren en un bar más allá de la hora de cierre y los dos mantienen la expectativa del encuentro sexual con sus acompañantes. Sin embargo, las diferencias son más notorias y ensombrecen a Alaya. Arístides concibe la seducción como una oportunidad para cambiar, al menos simbólicamente, su suerte. De hecho, uno de los aspectos más reveladores del cuento es que el romance no tiene un sentido ni conciliador ni fundacional, sino de llana dominación. Para ese personaje ribeyriano, conquistar, aunque sea momentáneamente, a esa mujer que ocupa un lugar superior en la escala social es más reconfortante que el placer mismo: “Que fuera vieja o gorda era lo de menos. Ya su imaginación la desplumaría de todos sus defectos”, dice ese narrador.

Esa misma superficialidad en la lectura de Ribeyro domina las miradas de Alaya y del narrador por igual. Por eso, un asunto problemático en la representación es su impermeabilidad para registrar los matices de la realidad y en Alaya mismo. La solidaridad complaciente del narrador, pues, priva a la novela de un punto de vista distinto que problematice lo que ocurre. En «Una aventura nocturna», por ejemplo, el narrador en tercera persona focaliza en Arístides, pero sus apuntes ni ocultan ni embellecen. Por el contrario, revelan la naturaleza compleja del personaje, quien no es una víctima absoluta, sino, al mismo tiempo, un sujeto cuyo machismo sintoniza con el modus operandi de la sociedad que lo oprime real y simbólicamente. Por eso, la ausencia de ironía acentúa las contradicciones que antes había señalado en la caracterización de Alaya e imponen una lectura literal de este texto. Al final, ocurre entonces que no se trata de una novela que nos hable del Perú, sino de Alaya a secas.


*Gisela Salas Carrillo es doctora por la Universidad de Colorado en Boulder y, actualmente, trabaja en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.



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