Georgette y Vallejo: Guerra perpetua [CUENTO]

vallejo y georgette

Con motivo de los 130 años del nacimiento de César Vallejo les presentamos el cuento «Guerra perpetua», del escritor Enmanuel Grau, el cual fue publicado en el libro Hijos de la guerra (Hipocampo editores, 2020).



Maison de Santé/ Lima, 3 de diciembre, 1984

Es de noche y como todas las noches desde entonces yo reclamo tus ojos para no estar sola. «César Vallejo, César Vallejo», qué fácil suena decirlo ¿verdad?, qué fáciles resultan los nombres cuando solo son eso, palabras, sonidos vacíos que no pesan y que terminan siendo, a pesar de su grandeza, lugares comunes, simples referencias que nada tienen que ver con la vida.

Ha sido un verdadero alivio, después de la caída, no perder la conciencia y todavía más, la voluntad de las hermanas de acogerme en esta casa, así como su delicadeza para procurarme papel y lápiz con que he podido escribir durante estas horas —con la licencia de la fiebre— esta carta que no está dirigida a nadie.

Que cómo han sido para mí estos años, pues, regulares, he sabido defender lo importante, aquilatar los hechos, tomar distancia, convertirme lentamente en muralla impenetrable que hoy pocos se atreven a escalar y que ofrece, al impertinente que divisa su cúspide, migajas de un pan que he aprendido a devorar sola.

Qué más puedo decirles, esta soy yo, la mujer de César Vallejo, ciudadana francesa con cédula vigente, lectora incontestable de Flaubert y revistas de folletín, una mujer que ha tenido que escribir miles de cartas, sellar papeles, autorizar ediciones y estudios, ayudar a morosos investigadores a completar un dato, llenar vacíos sobre alguien a quien servía el desayuno, alguien a quien remendaba las medias y cosía los botones, alguien, en fin, a quien he refutado cosas, la única persona con la que he llorado de dicha al hacer el amor, el único al que he insultado con verdadera furia.

Y soy también y, a fin de cuentas, la mujer que lo engañó. Todo empezó como lo hacen las cosas sin importancia, la inercia de una discusión doméstica que se prolongó y que se mantuvo inalterable y sin punto de conciliación, por el silencio mutuo, que en aquel momento nos hizo tanto daño. Eran los tiempos de la Guerra. Yo quería salir de Europa, ver el mundo, darle vuelta a nuestra monótona existencia, entre sus papeles amados (nunca comprenderemos a los poetas, sus alas están sujetas al cuerpo con el fino hilo con que se tejen las pesadillas y los sueños) y mis notas de traducción que nunca prosperaron. César escribía un libro. “Un libro —me dijo— en el que puedan apoyarse los que vienen, un libro que ayude a escribir incluso en la desesperación”.  Me había comentado su plan, su forma y yo me había dedicado como de costumbre a los apuntes, consultado en la biblioteca pública de París, pedido fotografías desde Lima a una amiga que se empleaba en el Correo Postal, y habíamos discutido, aunque de manera inútil, el título.

— ¿Por qué un libro sobre Lima?, —le había dicho yo—, una noche, ya acostados. ¿Por qué no hablar, por ejemplo, de la guerra? César Vallejo debió buscar mi rostro en la oscuridad y hacer un gesto con sus manos. Lo sentí toser. Después de un momento me dijo: —“Porque Lima es un lugar imposible para la poesía. Un lugar donde hay que vencer para poder seguir. Y esto es justamente lo que vamos a hacer”.  Las cartas en esos días no paraban de llegar con noticias de la Guerra, y yo pensaba que otro gallo cantaría si hubiesen venido con alguna libra o con los derechos negados de una conferencia que César dio en San Petersburgo y que un editor sin escrúpulos convirtió en libro comunitario. En nuestro hotel del barrio latino, fuera del alcance de las ametralladoras que los cables de noticias describían con horror, yo estaba peleando mi propia guerra, y estaba sola. Por esos días, yo deseaba con todas mis fuerzas tener un hijo. Íbamos por el bulevar Saint Michael, entrábamos en los cafés: La Opera, De la Paix, La Cochera, comprábamos queso para los tallarines, abríamos y cerrábamos cartas sin novedades. La vida seguía su rumbo y este deseo que me tomó por asalto estaba allí, creciendo, alimentándose de todas mis fuerzas. Y no iba a ceder.  El verano llegó y yo lo veía trabajar día y noche en este libro, darse apenas descanso para algunas notas de prensa que nos permitían sobrellevar el mal tiempo. Poco antes de que esta discusión nos sumiera en el silencio, una tarde en que la luz de la calle hacía vibrar tenuemente la figura de las palomas en los vidrios, hicimos el amor, y hablamos durante mucho tiempo del Perú, de Lima y sus calles y su ruido y su alienación brillante. Me parece verlo ahora mismo, ir hasta la mesa de centro, tomar unas hojas sueltas donde la tinta brillaba aún y leer el más hermoso de sus poemas. El más hermoso que yo había escuchado jamás. Un poema sobre una ciudad. Una ciudad de avisos luminosos, vibrante, una ciudad de gente desesperada y tierna, una ciudad de mil rostros, una ciudad del futuro. Solo entonces comprendí: al otro lado del océano, César había enterrado sus manos en la nueva urbe limeña —esa ciudad que tanto daño le había hecho — y en la que en un acto de amor, él  había fecundado. Cuando terminó de leer, tenía la voz conmovida y yo lo veía como un adolescente eufórico, capaz de comprenderlo todo, incapaz de comprenderme a mí.

—Voy a tener un hijo, César— le grité. Cueste lo que cueste.

Los días que vinieron apenas los recuerdo. La ventana del cuarto abierta, el café hirviendo en la cocina, las cartas sin novedad. La guerra era atroz y cada uno la sufría a su manera. César siguió trabajando en el libro que por momentos parecía ir a toda máquina, como gustaba decirle, aunque había tiempos de total incertidumbre. A veces, se levantaba de la silla, parecía no encontrar caminos, detenerse frente al abismo de un adjetivo (los consideraba ociosos), pero era yo la que había encontrado con toda seguridad un rumbo. Ese libro iba a ser mío. Mío y de nadie más, e iba a quererlo y entregarme a él como lo hubiera hecho con el hijo que no tuve. Fui paciente, esperé mi momento y una noche, mientras César dormía, lo copié, página por página, entre cables de guerra, soportando con dulzura toda la violencia que ese tiempo nos entregó a cambio de nuestros mejores años. Entonces lo engañé. Esa mañana las palomas no estaban en la ventana. Me acerqué y empecé a recriminarlo, como nunca había hecho. Él intentó abrazarme. Me solté, fui hasta la mesa, tomé las cuartillas y las arrojé sobre la estufa. Nos quedamos mirando en silencio cómo ardían.  ¿Que si me siento culpable, que si tengo remordimientos? Me parece que no. A estas alturas ya todo está saldado. Recuerdo que entonces estalló lo de España y el incidente, junto al libro, quedó olvidado. O eso creí. Cuando César enfermó, juré ocuparme de todo, con tesón, como lo he hecho siempre, hasta ahora. Incluso, había decidido entregar el libro, nuestro hijo de la guerra a los editores. Pero todo cambió la última vez que lo vi en la clínica. Entré en el cuarto y con solo mirarlo supe que él lo sabía todo.

—Voy a encargarme de los poemas de España, dije —, de todos tus papeles sueltos.

César Vallejo me miró a los ojos y yo sentí que las piernas se me licuaban.

—Le falta algo, me dijo, con un hilo de voz— No está completo.

—A quién, le dije yo, aguantando la respiración.

—A nuestro hijo, Georgette,  no tiene nombre.

Entonces me lo dijo. Yo me apreté a su mano y me quedé mirando esos vidrios de ventanas amplias, que el invierno, con sus charcos había comenzado a estragar, y de donde habían emigrado una vez y para siempre las palomas.

Es de noche y allá afuera han cesado todos los ruidos. Y tus ojos, tus ojos arden, arden ahora con más  intensidad sobre los míos.


Del libro Hijos de la guerra (Hipocampo editores, 2020)



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