Antonio Machado: “Lo esencial en arte es siempre incorregible”

A continuación algunas reflexiones sobre el quehacer lírico realizadas por el poeta español Antonio Machado.


Por Antonio Machado*


En mis libros suelen ir composiciones en su primera forma, y las composiciones corregidas están, a veces, publicadas antes en periódicos o revistas. Sólo inconsecuencias y errores superficiales pueden corregirse. Lo esencial en arte es siempre incorregible.

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Sólo publico para librarme del maleficio de lo inédito. Y para no volver a acordarme de lo escrito.

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Al crítico corresponde señalar todo fracaso de un propósito como defecto artístico. En efecto, en arte no salva la intención; el arte es el reino de las realizaciones. Pero el crítico tiene el deber de señalar el fracaso con relación al propósito del artista, y está obligado a descubrirlo. Cuando ni por casualidad acierta a señalarlo, es el crítico quien fracasa.

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Pobres son mis letras, pues aunque he leído mucho, mi memoria es débil y he retenido muy poco. Si algo estudié con ahínco fue más de filosofía que de amena literatura. Y confesaros he que con excepción de algunos poetas, las bellas letras nunca me apasionaron. Quiero deciros más: soy poco sensible a los primores de la forma, a la pulcritud y pulidez del lenguaje, y a todo cuanto en literatura no se recomienda por su contenido. Lo bien dicho me seduce sólo cuando dice algo interesante, y la palabra escrita me fatiga cuando no me recuerda la espontaneidad de la palabra hablada. Amo a la naturaleza y al arte sólo cuando me la representa o evoca, y no siempre encontré la belleza allí donde literalmente se guisa.

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 Hay quien llora al paso de una bandera; quien se descubre con respeto; quien la mira pasar indiferente; quien siente hacia ella antipatía, aversión. Nada tan voluble y tan vario como el sentimiento. Esto debieran aprender los poetas, que piensan que les basta sentir para ser eternos […] algunos sentimientos perduran a través de los siglos, mas no por eso han de ser eternos.

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[…] Un poeta, aunque desbarre, mientras produce su rimas está siempre de acuerdo consigo mismo; pero pasado los años, el hombre que juzga su propia obra dista mucho del que la produjo. Y puede ser injusto para consigo mismo: si, por amor de padre, con exceso indulgente, también a veces ingrato por olvido, pues la página escrita nunca recuerda todo lo que se ha intentado, sino lo poco que se ha conseguido. Si un libro nuestro fuera una sombra de nosotros mismos, sería bastante; porque francamente es mucho menos: la ceniza de un fuego que se ha apagado y qué tal vez no ha de encenderse más.

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La prosa no debe escribirse demasiado en serio. Cuando en ella se olvida el humor –bueno o malo–, se da en ridículo de una oratoria extemporánea, o en esa que se llama prosa lírica ¡tan empalagosa!

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Que todo hombre sea superior a su obra es la ilusión que conviene mantener mientras se vive. Es muy posible, sin embargo, que la verdad sea lo contrario. Por eso yo os aconsejo que conservéis la ilusión de lo uno, acompañada de la sospecha del otro. Y todo ello a condición de que nunca estéis satisfechos ni de vuestro hombre ni de vuestra obra.

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Yo nunca os aconsejaré que escribáis nada, porque lo importante es hablar y decir a nuestro vecino lo que sentimos y pensamos. Escribir, en cambio, es ya la infracción de una norma natural y un pecado contra la naturaleza de nuestro espíritu. Pero si dais en escritores, sed meros taquígrafos de un pensamiento hablado. Y nunca guardéis lo escrito. Porque lo inédito es como un pecado que se confiesa y se os pudre en el alma, y toda ella contamina y corrompe. Os libre Dios del maleficio de lo inédito.

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[…] ¿Cantaría el poeta sin la angustia del tiempo, sin esa fatalidad de que las cosas no sean para nosotros como para Dios, a la par, cosas en serio y encartuchadas como balas de rifle, disparar las una tras otra? Que hayamos de esperar a que se fría un huevo, a que se abra una puerta o a que madure un pepino, es algo, señores, qué merece nuestra reflexión. En cuanto nuestra vida coincide con nuestra conciencia, es el tiempo la realidad última, rebelde al conjuro de la lógica, irreductible, inevitable, fatal. Vivir es devorar el tiempo: esperar; y por muy trascendente que quiera hacer nuestra espera, siempre será espera de seguir esperando.

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Decíamos, en suma, cuánto es la poesía palabra en el tiempo, y cómo el deber de un maestro de Poética consiste en enseñar a sus alumnos a reforzar la temporalidad de su verso. A todo esto respondían nuestras prácticas de clase –nada más práctico que una clase de poética–, ejercicios elementalísimos, uno de los cuales recuerdo: el de El huevo pasado por agua, poema en octavillas, que no llegó satisfacernos, pero que no estaba del todo mal. Encontramos, en efecto, algunas imágenes adecuadas para transcribir líricamente los elementos materiales de aquella operación culinaria: el infiernillo de alcohol con su llama azulada, la vasija de metal, el agua hirviente, el relojito de arena, y aun logramos otras imágenes felices para expresar nuestra atención y nuestra impaciencia. Nos faltó, sin embargo, la intuición central de nuestro poema, de la cual debiéramos haber partido; falló nuestra simpatía por el huevo, que habíamos olvidado, porque no lo veíamos, y no supimos vivir por dentro, hacer nuestro el proceso de cocción.

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Sólo en sus momentos perezosos puede un poeta dedicarse a interpretar los sueños y a rebuscar en ellos elementos que utilizar en sus poemas. La oniroscopia no ha producido hasta la fecha nada importante. Los poemas de nuestra vigilia, aún los menos logrados, son más originales y más bellos y, a las veces, más disparatados que los de nuestros sueños. Os lo dice quien pasó muchos años de su vida pensando lo contrario. Pero de sabios es mudar de consejo. Hay que tener los ojos muy abiertos para ver las cosas como son; aun más abiertos para verlas otras de lo que son; más abiertos todavía para verlas mejores de lo que son. Yo os aconsejo la visión vigilante, porque vuestra misión es ver e imaginar despiertos, y que no pidáis al sueño sino reposo.

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Debemos estar muy prevenidos a favor y en contra de los lugares comunes. A favor, porque no conviene eliminarlos sin antes haberlos penetrado hasta el fondo, de modo que estemos plenamente convencidos de su vaciedad; en contra, porque, en efecto, nuestra misión es singularizarlos, ponerles el sello de nuestra individualidad, que es la manera de darles un nuevo impulso para que sigan rodando.


*Tomado de Antología de su prosa. Literatura y arte II. Editorial Cuadernos para el Diálogo, 1972.