El glamour cosmopolita histórico y el nuevo individuo nacional

 

Compartimos este artículo de la escritora Julia Wong a propósito de su lectura de las novelas Una ciudad para perderse, de Mayte Mujica, y El laberinto del zar, de Alejandro Manrique.

 

Por Julia Wong

Faltando dos horas para que finalice el 11 de noviembre (11. 11.18), casi termino de leer dos novelas reveladoras y relevantes para la cronología peruana dentro del ámbito internacional y por la sorpresa de ambos autores. Mayte Mujica, con Una ciudad para perderse (Animal de Invierno), y Alejandro Manrique, con El laberinto del zar (La Nave), son dos excelentes apuestas en narrativa de Estación La Cultura para este 2018 que ya termina.

Ambas novelas se convirtieron en una sola narración a medida que avanzaba y entrecruzaba la lectura de estos dos libros. Comencé con este experimento sin ninguna urgencia, pero con la intuición de que ambas novelas dialogaban entre sí y del gran vacío en el espectro del Perú internacional contado por la oficialidad. Podría asegurar que ni Mujica ni Manrique estaban apostando por lanzarse al estrellato como escritores expatriados. Sino que estaban produciendo narrativas que superaran momentos álgidos y temerarios en sus propias carreras o las de sus familiares, donde ser peruano tenía un duro peso político, por lo que ellos o sus familias representaban.

Ambas novelas tienen un vórtice y un vértice que las refleja necesarias entre sí, complementarias e importantes. Permiten entender cómo también se construye la idea de nación a través de sucesos totalmente ajenos a la realidad peruana, sus avatares políticos y económicos, y, sin embargo, partiendo del drama, la muerte, la comunión de expatriados y el filtro yuxtapuesto de otra cultura, se teje una trama invisible que luego intenta desenmarañar la historia peruana como protagonista. A través de Manrique y Mujica, las historias de acontecimientos casi silenciados —o nunca develados— vuelven a tener vida pública.

Preguntas y cuestionamientos sobre si las personas que representan al gobierno del Perú han elaborado suficientes estrategias para defender a capa y espada cualquier contingencia que se les presente, si es más difícil ser diplomático peruano (por la complejidad étnica del país) o  ser actor en situaciones  beligerantes, como fueron la Segunda Guerra Mundial, en el caso de Mujica, o la muerte de un diplomático en una Rusia helada, pero infernal por lo complicado de su historia, en el caso de Manrique, que hace que la profesión sea casi una épica sin solución.

Manrique y Mujica, con honestidad ficticia pero crucial, se atreven a hablar de violencia a diferentes niveles. Confiesan esos espacios esquizoides, desgarradores, desesperanzadores en la ambigüedad, donde la mente juega constantemente malas pasadas y la desubicación identitaria de los que deberían ser los baluartes y estandartes de la nación, se resquebrajan por sucesos inesperados.

La guerra y la muerte lejos de la patria, que solo está en un documento. El individuo múltiple, fragmentado y a la vez unificado con la otra cultura. Empieza una negación constante con lo que debería llamarse propio, para apropiarse de nuevos espacios, llámense Moscú o París, Rusia o Francia, y conflictuar de tal manera a los narradores que ante la imposibilidad de negar el origen, se crean una serie de alegorías fantasmagóricas, ilusiones ópticas y excusas lingüísticas para sobrevivir en ese mundo brillante y, aparentemente, bien dotado de estrategias intelectuales como es la diplomacia, pero que al final es el menos adecuado para reducir la complejidad de la vida al simple valor de la existencia.

En ambas novelas, el lenguaje, la trama entrecruzada, los tiempos paralelos, los mitos, la literatura se sobreponen a los afectos y a la emoción de los narradores, gana la magia del decorado, el estrellato de los artefactos, la brillantez de los lugares y las estrategias de los entretelones burocráticos sobre la pobreza humana; y también reside una negación y una búsqueda de una nueva peruanidad ante el espejo de o la imposición de culturas mucho más fuertes, como la rusa o la francesa.

Las elucubraciones de Manrique —a través de su personaje Arturo— juegan con la idea de que hubiera necesitado el enorme sacrificio del mejor amigo para definirse como peruano que se respeta y no morir en el intento; y Mujica no sería escritora sin los ocho cuadernos que escribiera su abuelo en Francia.  Ambos son dignos herederos de la iluminación europea. La deconstrucción de la tradición familiar o patriota solo se da en ambos casos después de hechos violentos, que compelen a los autores a reinventarse sin el peso de reinos aglomerados, que necesitan material de combustión para ellos mantener el status quo.

Una gran diferencia entre ambos escritores —y que lamentablemente banaliza el género en caso de Mujica— es que Manrique se introduce en las aguas sagradas de la simbolización arquitectónica del Tahuantinsuyo para salvar a su personaje principal, haciéndole romper el espejo de la derrota y la maldición rusa con una comprensión profunda del origen; en cambio Mayte se aferra al teatro urbano franco-limeño y construye a una familia quebrada en tiempos modernos que prefiere nombrar lo externo, convirtiéndose casi en un avatar desclasado, para no sucumbir ante el fracaso afectivo y los vericuetos de nacionalismos sin alma.

Apuesta muy valiente de ambos, con estilos muy particulares cada uno, con un esfuerzo enorme por transgredir entre la anarquía de la locura y el albedrío nacido de la anomalía o la depresión, para desenmascararse del peso de otras potencias que no quieren perder su poder o superioridad. Los autores, desde el inconsciente sagrado de la emancipación, construyen caminos hacia una nueva mirada de su autonomía y a su Ser peruan@.