Javier Marías: Siete razones para no escribir novelas y una sola para escribirlas

 

El narrador español Javier Marías expone siete razones para no embarcarse en la escritura de novelas. Aunque estos alegatos están en clave de ironía y toques de exageración, el argumento a favor es el que merece ser tomado en serio.

 

Por Javier Marías*

Se me ocurren las siguientes razones para no escribir novelas hoy en día:

Primera. Hay demasiadas y demasiada gente las escribe. No sólo siguen existiendo y pidiendo ser eternamente leídas las del pasado, sino que cada año millares de ellas, enteramente nuevas, aparecen en los catálogos de las editoriales y en las librerías de todo el mundo; y no solo eso, sino que muchos millares más son rechazadas por los catálogos de las editoriales y no llegan a las librerías, pero no por ello dejan de existir también. Se trata, por tanto, de una actividad vulgar, en principio al alcance de cualquier persona que haya aprendido a escribir en la escuela para lo que no se requiere ningún tipo de estudios superiores ni de formación específica.

 

Segunda. Escribirlas no tiene mérito. La prueba de ello es que se trata de un género que, ocasionalmente o no, practica toda clase de individuo, sea cual sea su profesión, y que por lo tanto debe ser fácil sin ningún misterio. No de otra forma se explica que lo puedan cultivar los poetas, los filósofos y los dramaturgos; los sociólogos, los lingüistas, los editores y los periodistas; los políticos, los cantantes, las presentadoras de televisión y los entrenadores de fútbol; los ingenieros, los maestros de escuela, los funcionarios y los actores de cine; los críticos, los aristócratas, los curas y las amas de casa; los psiquiatras, los profesores universitarios, los militares y los pastores de cabras. Esto hace pensar, sin embargo, que, dejando de lado su facilidad y su falta de mérito, la novela debe dar algo, o bien constituir un adorno. Pero, ¿qué clase de adorno es ese que está alcance de todas las profesiones, independientemente de su formación previa, prestigio y poder adquisitivo? ¿Qué es lo que da?

 

Tercera. La novela no da dinero, o, mejor dicho, sólo una de cada cien novelas publicadas —por aventurar un porcentaje optimista— da buen dinero a su autor. En el mejor de los casos son cantidades que no le cambian la vida a nadie, es decir, que no sirven para retirarse; además de eso, una novela de extensión regular y de una mínima legibilidad lleva meses, a veces años de trabajo. Invertir todo ese tiempo en una tarea que tiene un uno por ciento de posibilidades de resultar rentable es un disparate, sobre todo teniendo en cuenta que en principio nadie —ni siquiera los aristócratas o las amas de casa— dispone hoy en día de ese tiempo. (El Marqués de Sade y Jane Austen lo tenían, sus equivalentes de hoy no lo tienen, y lo que es peor, ni siquiera los aristócratas y las amas de casa que no escriben, pero leen, tienen tiempo de leer lo que escriben sus colegas escritores).

 

Cuarta. La novela no da fama, o, si la da, es pequeña y puede conseguirse promedios más rápidos y menos laboriosos. La verdadera fama, como todo el mundo sabe, la da hoy en día la televisión, en la cual es cada vez más raro que aparezca un novelista, a no ser que lo haga no en virtud del interés o excelencia de sus novelas, sino en su calidad de competente majadero o payaso, junto a otros payasos procedentes de otros campos, artísticos o no, eso resulta indiferente. Las novelas de ese novelista verdaderamente famoso —una celebridad televisiva— serán solo el engorroso pretexto inicial y pronto olvidado de su popularidad, cuyo mantenimiento dependerá mucho más de su capacidad para manejar un bastón, enrollarse una bufanda al cuello, lucir camisas hawaianas o penosos chalecos, contar cómo se comunica con su Dios heterodoxo o Io bien y auténticamente que se vive entre los moros (esto al menos en España) que de la bondad de sus futuras obras, que en realidad a nadie importan. Por otra parte, es un despropósito esforzarse en escribir novelas para ganar la fama (aunque sólo sea redactar de manera pedestre, eso lleva también su tiempo) cuando en la actualidad no se precisa hacer nada de particular ni muy tangible para obtenerla: un matrimonio o un lío con la persona adecuada y la subsiguiente estela de conyugalidades y extraconyugalidades son mucho más eficaces. También es fácil el expediente de cometer algunas indecencias o barbaridades, siempre que no sean graves como para llevarlo a uno a la cárcel durante demasiado tiempo.

 

Quinta. La novela no da inmortalidad, entre otras razones porque ésta ya apenas existe. Por no existir, ni siquiera parece existir la posteridad entendiendo por tal la propia de cada individuo: todo el mundo es olvidado a los dos meses de su muerte. El novelista que crea lo contrario es anticuadamente fatuo o anticuadamente ingenuo. Cuando los libros duran a lo sumo una temporada, no sólo porque los lectores y críticos los olviden sino porque ni siquiera se los va a encontrar en las librerías a los pocos meses de su nacimiento (tal vez ni siquiera haya ya librerías), es iluso pensar que una de nuestras obras será imperecedera. ¿Cómo van a ser imperecederas si la mayoría ya nacen perecidas o con la expectativa de vida de un insecto? Con la duración ya no puede contarse.

 

Sexta. Escribir novelas no halaga la vanidad, ni siquiera momentáneamente. A diferencia del director de cine o del pintor o músico, que pueden observar la reacción de unos espectadores frente a sus obras e incluso oír sus aplausos, el novelista no ve a sus lectores leyendo su libro ni asiste a su aprobación, emoción o complacencia. Si tiene la suerte de vender muchos ejemplares, tal vez podrá consolarse con un número, despersonalizado y abstracto con todos los números por alto que sea, y además deberá saber que comparte ese tipo de cifra y consuelo con los siguientes autores: maitres de cocina que divulgan sus recetas, biógrafos escandalosos de personalidades regias con la cabeza a pájaros, futurólogos con cadenas, collares e incluso capa o chilaba, maldicientes hijas de actrices, columnistas fascistas que ven el fascismo en todas partes menos en sí mismos, palurdos gomosos que dan lecciones de modales y otra plumas así de eminentes. En cuanto al elogio posible de la crítica, es muy difícil que lo reciba; si lo recibe, es muy posible que se lo concedan perdonándole la vida y amenazándolo para la ocasión siguiente; si no es así, es posible que él juzgue que su libro ha gustado por razones equivocadas; y si nada de esto sucede y el elogio es abierto, generoso e inteligente, lo más probable es que se enteren de ello cuatro gatos, lo cual, para una vez en que se dan todas las circunstancias favorables, resultará de lo más desdichado y frustrante.

 

Séptima. Agrupo aquí todas aquellas razones inveteradas, tanto que resultan aburridas, tales como la soledad en que el novelista trabaja, lo mucho que sufre forcejeando con las palabras y sobre todo con la sintaxis, la angustia ante la página en blanco, su descarnada relación con verdades como puños que le eligen a él y sólo a él para manifestarse, su perpetuo pulso contra el poder, su ambigua relación con la realidad que puede llegar a hacerle confundir verdad con mentira, su titánica lucha con sus propios personajes que a veces cobran vida propia y hasta se le escapan (hace falta ser pusilánime), lo mucho que bebe, lo especial y directamente anormal que ha de ser vivir como artista, y demás zarandajas que han seducido a las almas cándidas o directamente memas durante demasiado tiempo, haciéndoles creer que había mucha pasión y mucha tortura y mucho romanticismo en el más bien modesto y placentero arte de inventar y contar historias.

 

Y esto me lleva a la única razón que veo para escribir novelas, muy poca cosa comparada con las anteriores siete, y sin duda en contradicción con alguna de ellas:

Primera y última. Escribirlas permite al novelista vivir buena parte de su tiempo instalado en la ficción, seguramente el único ligar soportable, o el que lo es más. Esto quiere decir que le permite vivir en el reino de lo que pudo ser y nunca fue, por eso mismo en el territorio de lo que aún es posible, de lo que siempre estará por cumplirse, de lo que no está aún descartado por haber ya sucedido ni porque se sepa que nunca sucederá. El novelista realista o al que así se llama, aquel que al escribir sigue instalado y viviendo en el territorio de lo que es y sucede, ha confundido su actividad con la del cronista o el reportero o el documentalista. El novelista verdadero no refleja la realidad, sino más bien la irrealidad, entendiendo por esto último no lo inverosímil ni lo fantástico, sino simplemente lo que pudo darse y no se dio, lo contrario de los hechos, los acontecimientos, los datos y los sucesos, lo contrario de «lo que ocurre». Lo que sólo es posible sigue siendo posible, eternamente posible en cualquier época y en cualquier lugar, y por eso se pueden leer aún hoy el Quijote y Madame Bovary, se puede uno quedar a vivir una temporada con ellos dándoles crédito, esto es, no dándolos por imposibles ni por ya acaecidos, o lo que es lo mismo, por consabidos. La España de 1600 que conocemos y hoy cuenta para nosotros es la de Cervantes y no otra, la de un libro irreal sobre libros irreales y sobre un anacrónico caballero andante salido de ellos, no de lo que era o fue la realidad: la España de 1600 de lo que así se llama no existe, aunque es de suponer que se dio; como no existe ni cuenta más Francia de 1900 que la que Proust decidió incluir en su obra de ficción, la única que hoy conocemos. Antes he dicho que la ficción es el lugar más soportable. Lo es porque da diversión y consuelo a quienes lo frecuentan, pero también por algo más, a saber: porque además de ser eso, ficción presente, es también el futuro posible de la realidad. Y aunque nada tenga que ver con la inmortalidad personal, esto quiere decir que para cada novelista existe una posibilidad —infinitesimal, pero posibilidad— de que lo que escribe esté configurando y sea ese futuro que él nunca verá.

 

*Ensayo, publicado en Literatura y fantasma, Madrid: Ediciones Siruela, 1993.