Una novela escrita con cuchillo: No tengo nada que ver con eso

 

Compartimos el siguiente comentario sobre la novela No tengo nada que ver con eso, del escritor y crítico literario Juan Carlos Ubilluz.

 

Por Alexandra Hibbett*

La novela de Juan Carlos Ubilluz, No tengo nada que ver con eso (Roja y Negra, 2017), es un thriller basado en un caso que es tan conocido que parece una telenovela de la que hemos visto varias temporadas: el matricidio cometido por Giuliana Llamoja. Sin duda, lo escalofriante de ese caso no es resultado solo de los hechos sangrientos, sino de la gran morbosidad con la que los medios y, por tanto, nosotros su público, lo hemos tratado. Está claro que lo que está en juego no es solo un asesinato, sino la manera en que la sociedad puede participar de ella pasivamente, sin renunciar el halo de una superioridad moral ofendida, a través de gozar cada giro de su trama y, por supuesto, la belleza de su perpetradora.

La novela explora precisamente la dimensión compartida del crimen en cuestión: matar a la madre. No para caer en el morbo fascinado. Más bien, despersonaliza el tratamiento del caso, hasta el punto de no nombrar en ningún momento el nombre de sus personajes (que aparecen solo como “la chica”, “la madre, “el padre”, etc.), lo que sugiere que este no es resultado solo de la particularidad o excepcionalidad de una familia, sino de tendencias más compartidas dentro de las familias y los sujetos de hoy. A la vez, la novela explora las conexiones entre lo más íntimo de sus personajes y rasgos de una cultura y una sociedad contemporánea donde lo más cotidiano se vuelve espectáculo, donde las tradiciones y estructuras morales del pasado parecen haber sido reemplazadas por un mandato de triunfo y placer individual, y donde todo, o casi todo, se ha vuelto mercancía.

Los capítulos se reparten entre los que son contados desde la perspectiva de la madre, del padre y de la chica, principalmente. Así, el placer del lector se encuentra en ir comprendiendo poco a poco la complejidad de cada personaje y, como conocemos ya el final, en ir postulando hipótesis para explicar lo que sabemos que sucederá, a la luz de lo que el narrador nos va contando sobre ellos. ¿La chica es una chica normal, o es psicópata? ¿El padre estaba enamorado de la hija, o era un padre como cualquiera? ¿Y la madre, estaba loca de remate o era una víctima de su hija malvada?

Pero como toda buena ficción, reta las expectativas de su lector más allá de los preconceptos y binarios con los que se acerca a la lectura. No descubrimos un mundo de buenos y malos, o de normales y locos, de modo que no hay respuestas fáciles. Más bien la novela nos reta, para poder entender ese desenlace, a cuestionar la aparente distinción entre la normalidad y la perversión. Una manera en que logra esto es invitarnos a reconocernos, en muchos momentos, en distintos sentimientos, raciocinios, errores, aciertos, deseos y goces de los diferentes personajes que, en otros momentos, contemplamos (como las buenas y “normales” personas que somos) con horror, asco o desconcierto. Otra manera en que lo logra es a partir de mostrar cómo las personalidades de sus personajes responden a sucesos históricos o rasgos de su sociedad. Así, la novela nos insta a considerar que, más que tratarse de una familia extraña, sus miembros son, como nosotros, hijos de su tiempo: no faltan las referencias a los efectos, por ejemplo, de la violencia política, pero también a cambios estructurales más generales, como la migración de la ciudad al campo, la profesionalización de la mujer, la subida del modelo de éxito del emprendedor, la liberalización de la sexualidad, la caída del poder de la Iglesia, etc. Pese a esto, no dejan de perturbarnos: al contrario, la familia retratada es aún excepcional en su habilidad para mostrarnos rasgos que no conocemos (y no queremos conocer) de nosotros mismos y de nuestra relación con nuestros tiempos.

La novela pone bastante énfasis en el tema de género, y quizá de una manera que no está muy de moda: una que remarca que existe una diferencia entre el hombre y la mujer, y que se pregunta qué es. No en términos de una diferencia estructurada por la naturaleza, sino una diferencia simbólica, construida, cultural, histórica, pero no por eso más fácil de entender o de modificar por la fuerza de la voluntad. ¿Qué significa ser hombre, hoy, cuando las viejas estructuras que le daban un poder incuestionable justamente han entrado en cuestión? ¿Qué quiere la mujer ahora del hombre, si no es que sea el “jefe de la familia”? ¿Y el hombre, qué quiere de la ‘nueva’ mujer? ¿Qué es lo femenino, cuando ya no es pasividad, debilidad, subyugación, asistente del padre o del esposo? ¿Y qué queda del amor, cuando ya no puede estructurarse según los estatutos antiguos? Ante la pérdida de estructuras, hay una liberación, un potencial, pero también un desamparo y un desconcierto, que retrata muy bien la novela.

Un punto cuestionable, que incomoda, pero que quizá tenga también su razón de ser, para mí se encuentra en el personaje de la madre, que al principio de la novela nos es comprensible: una niña que quiere mucho a su padre agricultor y lo pierde y tiene que atravesar un duelo difícil, luego una mujer que logra tener un trabajo en la ciudad y un sentido de entrega y compromiso en ese trabajo, y una mujer que escoge estar con un hombre y tener una familia, y que no duda de hacer que ese hombre reconozca sus deseos y derechos. Pero de pronto, lo que vemos en la novela es una mujer que odia a su hija, una mujer que pierde el rumbo de esa entrega laboral, que se vuelve monstruosa, atormentadora; una mujer que parece perder sentido. No es que no tenga motivos, entre ellos un esposo infiel que intenta tenerla drogada para no tener que hacerse cargo de sus actos; pero incluso sabiendo eso es difícil de entender su cambio en la novela. Nunca la vimos querer a su hija, no queda claro cómo ese amor (si lo hubo) se convirtió en odio. Es como si la novela no pudiera (¿o no quisiera?) deshacerse por completo de esa idea de la mujer como algo inentendible, con la que es difícil empatizar.

Lo mejor de la novela es para mí su narrador. Un narrador omnisciente que elige, la mayor parte del tiempo, ceñirse al punto de vista de los personajes, pero su relación con este punto de vista también es compleja. Por lo general, nos cuenta lo que piensan y sienten en la situación narrada, pero en otros momentos parece ir más allá de lo que piensa o siente conscientemente para explicar la lógica que está detrás de esas ideas, miedos y deseos, una lógica oculta para los personajes. Además, en otros momentos incluso nos cuenta, cual sentencia e interrumpiendo la temporalidad de la trama, sus futuros inexorables. En esos puntos, ese narrador se vuelve desapasionado, casi científico, distante, para nada emotivo o empático, quizá hasta cruel con sus personajes, pues revela que tras sus tormentos residen ciertas tendencias o lógicas que ellos no comprenderán ni controlarán, pero que condicionan cada uno de sus actos. En esos pasajes, los personajes mismos parecen dejar de ser tan particulares para encarnar o ser ejemplos de tendencias o mecanismos más generales de los sujetos contemporáneos. Este rasgo de la narración podría ser tomado como momentos ensayísiticos de la prosa, donde quizá algunos lectores se sientan desagradados por perder ese halo de ensueño que producen la ficción y la narración predecible. Pero a mí me parece uno de sus mayores aciertos. Para explicar por qué, me remito a esta cita de Mark Fisher (traduzco del original en inglés que está aquí: http://k-punk.org/indifferentism-and-freedom/):

El peligro, la gran tentación, es retener la dualidad entre lo impersonal y lo personal que Freud había ya desmantelado con tanta maestría.  […] no podemos pensar en términos de una oposición entre lo personal y lo impersonal, como si la abuelita tejiendo fuera lo personal, y lo impersonal fueran las ruedas relucientes e implacables de la megamáquina Kapitalista [sic]. No. La abuelita también es impersonal, y la megamáquina Kapitalista produce la personalidad, junto con los carros y las computadoras.

La gran lección […] es que todo lo que está en lo supuestamente personal es en realidad el producto de procesos impersonales de causa y efecto que, en principio aun si no se da en la práctica, podrían delinearse de modo muy preciso. Y ese acto de delineamiento, este salirse de la armadura de un carácter que hemos confundido con nosotros mismos, no es otra cosa que la libertad.

La novela de Ubilluz es narrada como con un filo de cuchillo, frío y cruel, pero que delinea algunos aspectos de lo impersonal que nos habita. Y en eso hay una liberación.

 

*Alexandra Hibbett es docente de Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú.