Haruki Murakami: “Los escritores son seres necesitados de algo innecesario”

 

Compartimos algunas reflexiones sobre las circunstancias del escritor (o quien aspira a serlo) tomadas del libro “De qué hablo cuando hablo de escribir”, del narrador japonés Haruki Murakami.

 

Por Haruki Murakami

En mi opinión, escribir novelas no es un trabajo adecuado para personas extremadamente inteligentes. Es obvio que exige un nivel determinado de conocimiento, de cultura y también, cómo no, de inteligencia para poder llevarlo a cabo. En mi caso particular creo llegar a ese mínimo exigible. Bueno, quizás. Si soy sincero, suponiendo que alguien me preguntase abiertamente si de verdad estoy seguro de haberlo alcanzado, no sabría qué decir.

Sea como fuere, siempre he pensado que alguien, extremadamente inteligente o alguien con un conocimiento por encima de la media no es apto para escribir novelas, porque hacerlo —ya sea un relato o cualquier otro tipo de narración— es un trabajo lento, de marchas cortas, por así decirlo. Para explicarlo mejor, y sirviéndome de un ejemplo concreto, diría que la velocidad es solo un poco superior a la de caminar e inferior a la de ir en bicicleta. Hay personas que son capaces de adaptar bien ese ritmo al funcionamiento natural de su mente, pero hay otras que no.

La mayoría de las veces los escritores expresan algo que está en su mente o en su conciencia en forma de narración. La diferencia entre lo que existe en su interior y ese algo nuevo que emerge supone un desajuste del que se servirá el escritor como si fuera una especie de palanca. Es una operación laboriosa, compleja, poco directa.

Si quien escribe es alguien con un mensaje claro y bien definido en su mente, no tendrá necesidad de transformarlo en una narración. Es mucho más rápido y eficaz verbalizar esa idea de manera directa. De ese modo resulta mucho más fácil de entender para el público en general. Una idea o un mensaje que puede llegar a tardar medio año hasta tomar la forma de una novela, expresado de un modo directo tal vez puede completarse en tres días. Incluso la persona adecuada, con un micrófono en mano, puede improvisar un mensaje claro en menos de diez minutos. Alguien con la suficiente inteligencia sería perfectamente capaz de hacerlo y su audiencia le entendería enseguida. A eso me refiero cuando hablo de alguien inteligente.

En el caso de una persona con extensos conocimientos, no necesitará servirse de un «recipiente» extraño como las narraciones, que por naturaleza suelen ser algo enmarañado. Tampoco le hará falta imaginar determinadas circunstancias partiendo de cero. Al verbalizar sus conocimientos mediante combinaciones lógicas y argumentos, quienes le escuchen entenderán admirados, a la primera, lo que dice.

La razón de que muchos críticos literarios sean incapaces de entender una determinada novela o una narración —o, en el caso de hacerlo, de que sean incapaces de verbalizar de una manera lógica y comprensible lo que han entendido— es precisamente esa. En general son más inteligentes y agudos que los propios escritores y a menudo son incapaces de sincronizar el movimiento de su inteligencia con el de un vehículo que se desplaza poco a poco, como sucede con las narraciones. La mayoría de las veces se ven obligados a adaptar el ritmo de la narración al suyo para explicar después con una lógica propia ese texto «traducido». Hay ocasiones en que ese trabajo es adecuado y otras en que no. A veces funciona y a veces no. En el caso de textos con un ritmo lento, que además encierran múltiples significados, interpretaciones y sentidos profundos, ese trabajo de traducción se torna aún más difícil, y lo que resulta de ese proceso estará inevitablemente deformado.

Sea como fuere, he visto con mis propios ojos cómo personas inteligentes —la mayoría de ellos con otras profesiones— han escrito dos o tres novelas y después han emigrado a alguna otra parte. En general crearon obras brillantes, bien escritas. Algunas hasta ocultaban sorpresas acertadas e irradiaban frescura. No obstante, y a pesar de algunas excepciones, casi nadie se ha quedado demasiado tiempo en el ring de los escritores. Tengo la impresión, incluso, de que solo vinieron de visita con la intención de marcharse pronto.

Alguien con talento tal vez pueda escribir una novela con cierta facilidad, pero no creo que le resulte muy ventajoso hacerlo. Imagino que después de escribir una o dos se dicen a sí mismos: «iAh, ya veo! ¿Eso es todo?». Luego se marchan a otro lugar con la idea de que allí encontrarán un rendimiento mayor.

Comprendo ese sentimiento. Escribir novelas es ciertamente un trabajo con un rendimiento muy escaso. Consiste en una constante repetición de un «por ejemplo». Tomemos por caso un tema que un escritor determinado transforma en una frase. Empezará diciendo: «Eso significa tal cosa…». No obstante, si en la paráfrasis que ha construido hay algo que no está claro o resulta enmarañado, de nuevo se verá obligado a explicarse con un: «Por ejemplo, eso quiere decir tal cosa…». El proceso de explicarse mediante ejemplos no tiene fin, supone una cadena infinita de paráfrasis, como una muñeca rusa de cuyo interior siempre brota una más pequeña. Tengo la impresión de que no hay otro trabajo tan indirecto y de escaso rendimiento como el de escribir novelas. Si uno es capaz de verbalizar con claridad un tema determinado, no tiene ninguna necesidad de empeñarse en el trabajo infinito de las paráfrasis. Expresado de un modo quizás extremo, se puede decir que los escritores son seres necesitados de algo innecesario.

Sin embargo, en ese punto indirecto e innecesario existe una verdad por muy irreal que pueda parecer. Aun a riesgo de enfatizar, diré que los escritores afrontamos nuestro trabajo con esa firme convicción, de manera que no me parece descabellada la idea que tienen algunos de que los escritores no hacen ninguna falta en este mundo. De igual modo entiendo a quienes afirman, en sentido contrario, que las novelas son imprescindibles en el mundo en que vivimos. En función del tiempo del que disponga cada cual y de su punto de vista, su opinión se inclinará hacia un lado o hacia otro. Para expresarlo de un modo más preciso, diré que en nuestra sociedad hay muchas capas superpuestas formadas por elementos ineficientes y de poco rendimiento y también por elementos eficientes y muy precisos. Cuando falta alguno de esos elementos (al romperse el equilibrio entre ellos), el mundo se deforma sin remedio.

 

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Solo es una opinión personal, pero escribir una novela me parece, en esencia, un trabajo bastante «torpe». Apenas hay nada que destaque por su inteligencia intrínseca, tan solo se trata de tocar y retocar frases hasta descubrir si funcionan o no, y para hacerlo no queda más remedio que encerrarse en una habitación. Ya puedo escribir una frase con una precisión remarcable después de un día entero sin levantarme de la mesa de trabajo, que nadie me va a felicitar por ello. Nadie me va a dar una palmadita en el hombro. Como mucho asentiré en silencio convenciéndome a mí mismo del trabajo bien hecho. Cuando todo ese esfuerzo termina por convertirse en un libro, quizá ni un solo lector caiga en la cuenta del trabajo y del esfuerzo que implica la precisión de esa frase concreta. En eso consiste escribir novelas, en afrontar un trabajo lento y sumamente fastidioso.

Hay quienes se dedican durante todo un año a construir maquetas de barcos en miniatura dentro de botellas de cristal con unas pinzas muy largas. El trabajo de escribir una novela es algo parecido. Yo no tengo la habilidad necesaria para hacer maquetas de barcos dentro de botellas de cristal, pero entiendo y comparto el profundo significado de una actividad que tanto se parece a la mía. Para escribir una novela larga, la minuciosa atención a los detalles y la necesidad de encerrarse en una habitación se imponen a cualquier otra cosa día tras día. Parece una actividad sin fin, pero no se puede alargar mucho en el tiempo a menos que a uno le vaya algo en ello, que ponga un empeño desmedido o que no le cueste demasiado.

 

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De niño leí una novela que trataba de dos hombres que iban a contemplar el monte Fuji. Uno de los protagonistas, el más inteligente de los dos, observaba la montaña desde diversos ángulos y regresaba a casa después de convencerse de que, en efecto, ese era el famoso monte Fuji, una maravilla, sin duda. Era un hombre pragmático, rápido a la hora de comprender las cosas. El otro, por el contrario, no entendía bien de dónde nacía toda esa fascinación por la montaña y por eso se quedó allí solo y subió hasta la cima a pie. Tardó mucho tiempo en alcanzarla y le supuso un considerable esfuerzo. Gastó todas sus energías y terminó agotado, pero logró comprender físicamente qué era el monte Fuji. En realidad, fue en ese momento cuando fue capaz de entender la fascinación que producía en la gente.

Ser escritor (al menos en la mayoría de los casos) significa pertenecer a esa categoría que representa el segundo de los protagonistas. Es decir, no ser extremadamente inteligente. Somos ese tipo de personas que no entienden bien la fascinación que despierta el Fuji a menos que subamos hasta la cima por nuestros propios medios. La naturaleza de los escritores conlleva en sí misma no llegar a entenderlo del todo después de subir varias veces, incluso estar cada vez más perdidos con cada nueva ascensión. La cuestión que se plantea en ese sentido no es la del rendimiento o la eficacia. En cualquier caso, no es algo en lo que se empeñaría una persona de verdad inteligente.

Por eso a los escritores no nos sorprende cuando alguien con otra profesión escribe una novela brillante, cuando llama la atención del público, de la crítica y se convierte de la noche a la mañana en un best-seller. No nos sentimos amenazados y menos aún enfadados. Al menos eso creo. En el fondo sabemos que ese tipo de personas difícilmente se dedicarán a escribir novelas durante mucho tiempo. Una persona inteligente tiene un ritmo adecuado a su inteligencia; una persona con muchos conocimientos, lo mismo. En la mayor parte de los casos sus ritmos no se adecúan al extenso lapso de tiempo imprescindible para escribir una novela.

Por supuesto que hay personas muy brillantes e inteligentes en el gremio de escritores profesionales. También los hay muy agudos y perspicaces, capaces no solo de aplicar su inteligencia a un ámbito general, sino también a uno específico como es el de escribir novelas. En mi opinión, sin embargo, el tiempo que se puede dedicar la inteligencia a la escritura de novelas —para entendernos, la «fecha de caducidad como escritor»— creo que abarca, como mucho, un periodo de diez años. Pasado ese tiempo, hace falta una cualidad más grande y duradera que sustituya a la inteligencia. Dicho de otro modo, en determinado momento hay que dejar de cortar con una navaja y empezar a hacerlo con un hacha. Por si fuera poco, enseguida se plantea la necesidad de cambiar a una más grande. La persona que supera todos esos cambios y exigencias se convertirá en un escritor más grande capaz de sobrevivir a su época. Quienes no sean capaces de superar esos hitos terminarán por desvanecerse a mitad del camino o verán su existencia reducida cada vez a un espacio más pequeño. En cualquier caso, pueden instalarse sin demasiados problemas en el lugar que corresponde a las personas inteligentes.

Para los escritores mantenerse sin dificultades en el lugar donde deben estar es casi sinónimo de muerte creativa. Los escritores somos como ese tipo de pez que muere ahogado si no nada sin descanso.

Por eso admiro a los escritores que nadan incansables durante mucho tiempo. Tengo una lógica predilección por determinadas obras, pero la esencia de esa admiración reside en que ser capaces de mantenerse activos durante muchos años y ganarse un público fiel se debe a que poseen algo fuera de lo común. Escribir novelas responde a una especie de mandato interior que te impulsa a hacerlo. Es pura perseverancia y resistencia, apoyadas en un prolongado trabajo en solitario. Me atrevo a decir que son las cualidades y requisitos fundamentales de todo escritor profesional. Escribir una novela no es tan difícil. Tampoco escribir una buena novela. No digo que sea fácil, pero, desde luego, no es algo imposible. Sin embargo, hacerlo durante mucho tiempo, sí. No todo el mundo es apto porque son necesarias esas cualidades de las que ya he hablado antes. Tal vez sea algo muy distinto a eso que llamamos «talento».

En ese caso, ¿cómo saber si uno dispone o no de esas cualidades? Solo hay una forma de encontrar la respuesta: tirarse al agua y comprobar si flotamos o nos hundimos. Parecerá brusco plantearlo así, pero no veo otro modo de hacerlo. Además, si uno no se dedica a escribir novelas, la vida se puede vivir de una forma más inteligente y eficaz. Solo las personas que a pesar de todo quieren escribir o no pueden dejar de hacerlo terminan por dedicarse a ello sin una fecha límite. Como escritor, doy la bienvenida de corazón a todo el que quiera entrar en este mundo.

iBienvenidos al ring!