“El Llano en llamas”, ícono de la literatura latinoamericana

 

En el centenario del nacimiento de Juan Rulfo compartimos este análisis del estupendo libro de cuentos de este gran narrador mexicano: El llano en llamas.

 

Por Raúl Ospina Ospina

Juan Rulfo levanta la voz de los oprimidos y los miserables en esta recopilación de cuentos, que son el resultado de su contacto con la gente y de su intuición para llegar hasta el fondo de unos hechos desgarradores, de un amplio sector de la población de Jalisco, la región donde nació Rulfo, donde oyó el canto de los gallos, el llanto de las viudas de la violencia contra el campesino y las  narraciones de los abuelos y disfrutó la oralidad de quienes hallaban en la palabra un desahogo, un camino expedito para respirar en medio de la opresión  y el abandono.

La tierra mala para los campesinos y la tierra buena, con características de latifundio, para los ricos, constituye el llano que se quema, el llano que arde, el dolor que devasta la voluntad,  quema el alma de quienes padecen y buscan en el fuego una depuración de su vida para que pueda seguir su curso, hasta que el hambre y el abandono la acaben definitivamente.

En el camino hacia la tierra prometida no ladran los perros porque no existen, y no existen porque solo hay una tierra abandonada y estéril, saturada de grietas y piedras adornadas por el fondo seco de unos arroyos que hace mucho tiempo dejaron de tener agua. Los perros no ladran porque no hay vida en la tierra de nadie, de donde se fue hace siglos la mano de Dios.

La riqueza lingüística de los campesinos se palpa en los cuentos de Rulfo con la misma naturalidad con que el campesino pronuncia sus palabras mientras busca agua para calmar su sed o un trabajo para producir con qué comprar un pan. “Entonces me di cuenta de que me faltaba algo. Como que la vida que yo tenía estaba ya muy desperdiciada y no aguantaba más estirones. De eso me di cuenta” Y encontramos “Apuración” y “Piruja”  para significar apuro y libertina. Y a lo largo de la lectura de El llano en llamas es tan absorbente la influencia del lenguaje campesino que nos sentimos como si de pronto nos hubiéramos trasladado a un erial  de Jalisco o a la cantina más apartada del pueblo, donde la música, el puñal, la rabia y el desconsuelo fluyen bajo una luna mejicana que ha sido testigo de tanta historia de esta tierra donde la justicia brilla por su ausencia y deja al libre albedrío del hambre, el licor, el puñal y el abandono el destino de los pueblos. Y la luna de Jalisco, como único testigo mudo de la tragedia, trepada en el infinito, testimoniando una historia que solo la pluma del creador del realismo mágico puede contar a la posteridad.

Y la violencia grita en cada renglón de este libro desgarrador. “No debí matarlos a todos – Iba pensando el hombre. – No debí echarme ese tercio tan pesado en mi espalda. Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno. Debí haberlos tanteado uno por uno hasta dar con él; lo hubiera conocido por el bigote. Aunque estaba oscuro hubiera sabido dónde pegarle, antes de que se levantara. Después de todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz. La cosa es encontrar el paso para irme de aquí antes de que me agarre la noche”.

 

La violencia no selecciona a sus víctimas y tampoco conoce de remordimientos. La violencia sabe que, a falta de justicia, podrá campearse tranquila por los llanos en llamas de Rulfo, que son el infierno de los marginados.

 

LOS CUENTOS

En el cuento “En la madrugada” sale a relucir toda la belleza narrativa de Rulfo: “Las nubes de la noche durmieron sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Ahora está por salir el sol y la niebla se levanta despacio, enrollando su sábana, dejando hebras blancas encima de los tejados. Un vapor gris, apenas visible, sube de los árboles y de la tierra mojada atraído por las nubes: Pero se desvanecen en seguida. Y detrás de él aparece el humo negro de la cocina, oloroso a encino quemado, cubriendo el cielo de cenizas. Allá lejos de los cerros están todavía las sombras. Una golondrina cruzó las calles y luego sonó el primer toque de alba”.

El cacicazgo, costumbre inveterada en México, es mostrado en El Llano en Llamas como el aberrante irrespeto a los derechos humanos, la sumisión de los esclavos, azotados y humillados, y la absurda prepotencia de los gamonales amparados en su poder económico y la impunidad que reina frente al irrespeto protagonizado por los que están arriba, contra los que, maltrechos por la suerte, están abajo: “Y le hubiera roto el hocico si no hubiera surgido por allí el patrón, don Justo, que me dio de patadas a mí para que me calmara. Me zurró una sarta de porrazos que hasta me quedé dormido entre las piedras con los huesos tronándome de los zafados que los tenía”. Y ese caciquismo que doblega, humilla, subyuga y hace más miserable la vida de los menesterosos se vuelve a sentir con todo su peso en la antítesis social de Don Lupe y Juvencio. Lupe, el hacendado, el dueño de grandes extensiones de tierra, el poderoso, quiere pasar por encima de Juvencio, el minifundista, el que lucha el pan en la huerta y en su pequeño fundo construye una familia. Don Lupe es el símbolo del dinero administrado para comprar conciencias y hollar la piel de los pobres. En esta historia el hijo del pueblo, el dueño del agua, mata para defender su dignidad y su pequeña heredad, que es la fuente del sustento de su familia, y, después, luchando para salvar su vida, lo pierde todo. Al final también pierde la vida, el último tesoro que poseía y el que defendió hasta el último instante. Pudo más el dinero, una justicia sesgada y un poder militar fundado en el odio y la venganza que la búsqueda del perdón para conservar la vida.

El Llano en Llamas tiene un monólogo que constituye la conciencia de un alma ingenua. Matar ranas para acallar su croar es matar la libertad. El bullicio en el estanque es la libertad que grita, la vida que desborda sus linderos en el agua, la naturaleza que no debe morir. Apagar el croar de una rana es como silenciar la palabra de un hombre. La naturaleza nos dotó de los sonidos para hacernos escuchar y esos sonidos deben respetarse. “Macario” tiene algo de demencia y mucho de cordura. Sabe degustar la leche de Felipa y agradece su calor nocturno y la comida que le da frecuentemente para paliar su hambre que no termina nunca. “Macario”  es el símbolo de la pobrería que lucha para que no la ahogue la miseria y trata de encontrar pequeños oasis de felicidad, en el estéril desierto de su desgracia, hasta en las cosas más triviales.

Juan Rulfo es eso: El dedo en la llaga del pueblo. La voz, donde el silencio ya asentó sus huestes y permite, pasivo, que la atrocidad imponga sus reglas y decida el destino de los humildes. El llano en llamas es la voz que se alza sobre el fuego de la injusticia y como agua bendita caída en un desierto sin fronteras, trata de amainar la arrogancia de las llamas y llevar un alivio a quienes se queman, víctimas del olvido, la falta de justicia y de poder, cuya mano solo alcanza allegar hasta unos pocos, mientras muchos se hunden para siempre en su tragedia. El llano en llamas no es una llanura que se incendia, sobre una tierra estéril y seca como la piel de una iguana. El llano en llamas es algo más. Es el fuego llamado a depurar el desgobierno, es el agua sobre la planta que se marchita en la tierra de nadie, la tierra ubérrima que se le debe dar al labriego para que la justicia tenga un equilibrio moderado y el pan alcance para todos.

“Ya mataron la perra, pero quedan los perritos”. No se ha muerto la esperanza, hay una revolución andando, hay muertos, pero quedan otros que crecen en las causas que defienden. Las revoluciones pueden perderse pero la memoria y la sangre conservarán las historias de desarraigo, las tragedias, el hambre. Y no habrá paz entre los hombres mientras no haya verdadera justicia. –

En “Luvina”, otro de los cuentos de El llano en llamas, como en Pedro Páramo, rondan los fantasmas de la miseria: “Dicen que allí, cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento en las calles de Luvina llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre”.

El polvo de las calles y la presencia de los fantasmas testimonian la soledad y el abandono.

El viento juega un papel preponderante en la obra de Rulfo. En Comala o en Luvina, el viento acicatea el silencio para que no siga adormeciendo el alma de los desdichados. El viento sacude el polvo de las calles y refresca la piel del labriego, herida por el sol. “Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo momentos en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso… se oía la respiración de los niños, ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado”.

Y el desgobierno que duele en la piel de los marginados es, en “Luvina”, una herida que no sana, un agua tofana que mata la esperanza: “¿Dices que el gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces el gobierno? Les dije que sí. También nosotros lo conocemos, da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre del gobierno. Yo les dije que era la patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el gobierno no tiene madre”

En “No oyes ladrar los perros”, un hombre camina desiertos, sortea peligros y domina con estoicismo el hambre, la sed y el cansancio y lo abruma la angustia de pensar que el largo recorrido de poco servirá porque los servicios de salud no se hicieron para los pobres. Pero habrá que intentarlo y la señal de que se insinúan las calles del pueblo donde podría estar la solución es que se  oye ladrar los perros.

Hay dos momentos de El llano en llamas en que Rulfo agarra con fuerza las pasiones y las flaquezas humanas. Las toma y las muestra desnudas y claras en “Talpa”, donde Tanilo muere avasallado por el adulterio, que es un amor enfermizo por la esposa de su hermano, lo lleva a la muerte para que los adúlteros se queden solos gozando el fruto de su traición. En “Anacleto Morones”, los fanatismos, la hipocresía, los ídolos de barro, las beatitudes hipócritas y el dinero alcanzan enormes dimensiones. En este cuento Rulfo se sale del entorno rural donde conoció la sed de los desiertos y el hambre de los campos desolados y se va a la ciudad donde un falso profeta aprovecha la credulidad y la lascivia, disfrazada de beatitud de unas mujeres que construyen en sus mentes un falso dios al que solo la muerte y el abandono en el propio solar de su verdugo podrá redimir ante Dios y ante los hombres.

Las manos de los campesinos de Rulfo son áridas como las tierras de sus historias y secas como los desiertos donde la sed mata y la pobreza subyuga. Lo salvaje y lo cortesano tienen una línea divisoria infranqueable que se cimienta en el lenguaje de piedra y los rostros mancillados por la soledad y la frustración.

Los personajes de El llano en llamas son almas que deambulan por la vida cargadas de angustia y de soledad. El lenguaje es la torre de babel construida con palabras áridas y desconsoladas de hombres vivos o muertos que salen de las páginas del libro y entran en nuestras almas para quedarse allí para siempre.

El ladrido de los perros es luz, señal, esperanza, en la voz de Rulfo. En las tinieblas del campo, a cualquier hora, y en las ciudades con luz racionada por el subdesarrollo, el ladrido de los perros es señal, faro y luz en las tinieblas de la memoria.

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno sufrió, como los personajes de sus cuentos, el desarraigo, la injusticia y sintió la muerte lamiéndole la piel y desgarrándole el alma. Rulfo cuenta con dolor: “A mi tío lo asesinaron, a mi abuelo lo colgaron de los dedos gordos y los perdió. Era mucha la violencia y todos morían a los 33 años, como Cristo. Sí, así es que soy hijo de gente adinerada que todo lo perdió en la revolución”.

Queda demostrado que para fraguar su obra Rulfo utilizó las narraciones de los campesinos, las historias que conoció durante su tiempo de contacto con la gente y las mezcló con sus derrotas, con sus lágrimas y con su propia experiencia, ingrediente fundamental para dar solidez a un buen trabajo literario. Porque Rulfo era, como su pueblo y como muchos de los personajes de su obra, huérfano de padres, huérfano de gobierno. Él también fue abandonado y vivió en casas destechadas, en pueblos de calles polvorientas.

Juan Rulfo era un hombre que hablaba poco, hosco y árido en el trato con la gente, escribió poco, pero su obra la extrajo del fondo de los tiempos y la legó a la posteridad para que la vida no sea un llano en llamas sino un paraíso de justicia y una tierra opima donde el agua pura calme la sed de los condenados y fertilice los frutos que han de alimentar a los hombres, para que puedan orientarse en su peregrinar por el mundo, no por el ladrido de los perros sino por las luces sempiternas de la verdad  y la justicia.