Pablo Neruda: apoteosis en Lima

 

En julio de 1966 el poeta chileno Pablo Neruda visitó Lima, y el recibimiento que tuvo fue el de una estrella de rock. Eran otros tiempos, en los que la literatura ocupaba una atención central en el ámbito social. Compartimos este artículo de Mario Vargas Llosa publicado en la revista Caretas, donde nos presenta un perfil del momento del Nobel chileno.

 

(Nota: este texto antecedió al artículo de Vargas Llosa)

Un Teatro Municipal colmado y merodeado por revendedores que cobraban el nada lírico precio de hasta 300 soles por una butaca de platea; fugas por puertas traseras, ovaciones estudiantiles, nubes de fotógrafos, páginas de noticias, comentarios y editoriales. Y también, un título Honoris Causa, una Orden del Sol y un almuerzo amigable, apolítico y arquitectónico en Palacio. La semana que estuvo Pablo Neruda en Lima hizo pensar “que habíamos vuelto a los tiempos de los bardos”, como dijo Ciro Alegría. Al menos, no se veía algo igual desde José Santos Chocano. El suplemento “Estampa” habló de su “diademada cabeza de saurio”; el Canciller Vásquez, al condecorarlo, dijo: “Estamos premiando el ideal, estamos premiando el ensueño”; y “El Comercio” sentenció: “Neruda es un mito viviente, perfectamente real”. Y es sobre ese mítico Neruda, sobre el fenómeno Neruda, como se podría llamar, fenómeno de una popularidad y prestigio rara vez alcanzados por un poeta en vida, que escribe Mario Vargas Llosa. Nuestro joven novelista, que con la reciente publicación de “La Casa Verde” ratifica su eminente dimensión universal, relata también lo que fue la apoteosis de Neruda en Estados Unidos, país que ambos visitarán con motivo del XXXIV Congreso Internacional del Pen Club, país que tantas veces negara visa al famoso miembro del Partido Comunista, país que, según dicen, parece haber impresionado mucho al autor de “Poema a la Sierra Maestra”.

 

Escribe Mario Vargas Llosa

La popularidad, el prestigio, la gloria de un autor vivo tienen, sin duda, algo que ver con la importancia de su obra, pero dependen mucho más de oscuros factores vinculados a lo irracional colectivo y a ese fenómeno característico de la vida moderna que es el apetito mítico. La magia, la religión, el arte, suministraron durante siglos a los hombres los fantasmas que necesitaban para volcar sus temores, su amor y su fe. En nuestros días, la naturaleza y los dioses han perdido su misterioso encanto de antaño y ya nadie rinde culto a la belleza, o, por lo menos, a lo que nuestros abuelos llamaban así, porque esa ilustre señora también ha descendido de su altísimo trono y anda ahora, en la literatura y el arte contemporáneo, andrajosa y violada, codeándose con las realidades más atroces y sórdidas. Los grandes mitos que aplacan las inclinaciones “espirituales” de los hombres de hoy, su terca exigencia de misterio y maravilla, ya no son metafísicos o abstractos sino muy concretos: los produce la industria y la publicidad los entrega, coloreados, aureolados, “divinizados”, a la adoración devoradora de las gentes. En la mayoría de los casos se trata de estafas formidables: el culto al musculoso playboy de cerebro atrofiado y a la ninfa de Hollywood constituyen un claro síntoma de envilecimiento comparado con el culto que rindieron nuestros mayores, hace siglos, al vencedor de dragones, el furioso San Jorge, o a la bella, luciferina Hada Morgana. Sin embargo, en ciertos casos, la intuición, el olfato popular burlan a los estrategas fabricantes de ídolos falsos y consagran como “monstruo sagrado” a quien efectivamente, por su genio, su coraje, su pureza o su gracia, merece admiración y gratitud humana. Se podrían citar muchos ejemplos: Picasso, Edith Piaf, Pablo Neruda, etc.

El caso de Neruda es excepcional. El más alto poeta vivo de nuestro idioma ha alcanzado una especie de estrellato mítico universal semejante al de ciertos líderes políticos o de algunas figuras del cine que son elevados a estas alturas mediante gigantescas operaciones propagandísticas, pero al que casi jamás accede un escritor. En su caso, y eso es lo notable, la popularidad, son el resultado de una promoción industrial calculada, sino de un curioso, largo, complicado proceso cuya razón profunda es la literatura. El recibimiento que ha brindado el Perú a Neruda es un buen síntoma de esa devoción que rodea su nombre en todo el mundo, aun en sectores indiferentes o alérgicos a la poesía. No estamos acostumbrados, aquí, a ver imponer condecoraciones oficiales a los escritores ni a que los jefes de Estado los inviten a su mesa.

Imagen del artículo de Caretas. (Crédito: Alberto Rincón Effio)

 

¡Y EN EE.UU.!

Menos todavía a que cierta prensa gorila dé la bienvenida y celebre los méritos de un creador afiliado al Partido Comunista. Todo esto es, desde luego, alentador y sería magnífico si la visita del gran poeta chileno hubiera servido para sensibilizar, aunque fuera levemente, la piel de las autoridades y de las clases dirigentes peruanas a los fuegos de la creación artística. Lo probable, sin embargo es que todas esas muestras de reconocimiento y de afecto se rindieran al personaje mítico y no al hombre de carne y hueso que escribió las “Residencias” o “El Canto General” (por supuesto que este otro también las merecía).

El “mito Neruda” no abarca exclusivamente América Latina; en Europa y en Estados Unidos es tan poderoso y real como entre nosotros. El reciente Congreso Internacional del Pen Club, en Nueva York, al que asistieron más de quinientos escritores, constituyó casi un Festival Pablo Neruda y no creo exagerar si digo que probablemente el más pintoresco, vivo y simpático recuerdo que conservarán muchos de los asistentes a este congreso fue la apoteosis neoyorquina del poeta chileno. ¿Quién hubiera podido imaginar una cosa semejante? A lo largo de todas las sesiones del Congreso, Neruda fue el foco principal de atención e delegados, observadores, periodistas y público. La revista “Life” había destinado a dos de sus colaboradores a perseguirlo días y noche, a anotar lo que decía y hacía, pero además de estas escoltas (que llevaban en la solapa una tarjeta con la inscripción “Life-Neruda”), siempre andaba siguiéndoles los pasos un vasto grupo de cineastas, fotógrafos y, desde luego, multitud de cazadores de autógrafos. El “Time”, que apenas si dedicó unas pocas líneas a la reunión del Pen, habló sin embargo largamente de Neruda y organizó para él un banquete en un club exclusivo de Nueva York. El recital que organizó la filial norteamericana del Pen Club, colmó todos los asientos y pasillos de un teatro importante de la ciudad, Archibald MacLeish, el gran crítico estadounidense, presentó a Neruda en términos desmedidamente elogiosos y le ofreció sus excusas, en nombre de Estados Unidos, por haber sido rechazada su solicitud de visa norteamericana alguna vez. Tres poetas tradujeron los poemas que Neruda leía en español. Era algo extraño escuchar, en el corazón del templo del capitalismo, poemas como “United Fruit” y más aún comprobar que el auditorio aplaudía frenéticamente las abominaciones líricas de Neruda contra las compañías imperialistas. Al final, el poeta debió ser sacado del teatro a ocultas, para evitar a los impetuosos solicitantes de dedicatorias.

Yo estaba en Washington cuando Neruda llegó a esa ciudad, pero no pude asistir al recital que ofreció porque se trataba de un espectáculo privado, organizado ¡por un club de empleados de una compañía de seguros! Sí estuve, en cambio en Berkeley, la noche que lo recibió esa Universidad, y esta tarde asistí, casualmente, a la peregrinación que salió rumbo a ese recital desde la librería “City Lights Books” de San Francisco, el cuartel general del movimiento “beatnik”, encabezada por los poetas Ginsberg y Ferlingueti. Muchos escritores, poetas, profesores y estudiantes habían viajado especialmente desde ciudades vecinas para escuchar a Neruda y el gran auditorio de la Fundación Hispánica resultó minúsculo para semejante público. Las reacciones de éste eran divertidas, a menudo inesperadas: la lectura de fragmentos de “Alturas de Machu Picchu” no generó sino aplausos moderados (tal vez la traducción no era muy buena) y en cambio hubo una ovación estruendosa e interminable para “Bestiario” (tal vez la traducción era muy buena). Terminado el recital, hubo un gran vocerío: de pie sobre una butaca, peludo, descalzo, gesticulante, Allen Ginsburg reclamaba a gritos: “¡Que despierte el leñador!”, mientras una flaca, ruborizada, conmovida estudiante pedía, en dudoso castellano, uno de los “Veinte poemas de amor”.

¿Quién, después de estas demostraciones, pondría en duda que Neruda es uno de los mitos de nuestra época, al igual que los Beatles y Brigitte Bardot?

 

(Agradecimiento especial a Alberto Rincón Effio por la transcripción del artículo)