Alexis Iparraguirre: “En el Perú se invisibiliza a los escritores que se alejan del consenso”

Una conversación con el escritor Alexis Iparraguirre a propósito de la publicación de su libro de relatos El fuego de las multitudes.

 

Por Bruno Ysla Heredia

Alexis Iparraguirre ha publicado el libro de cuentos El fuego de las multitudes (Emecé/Planeta, 2016) tras once años de silencio editorial, que no literario, porque la literatura nunca duerme. Esta publicación ha seguido al laureado El inventario de las naves (2005) y como éste, ha tenido una muy buena recepción (lo dicen las reseñas de José Carlos Yrigoyen y Javier Agreda, por ejemplo). También, como El inventario ha sido publicado en Estados Unidos por la editorial Sudaquía, en una edición apenas aparecida hace unos días. En esta entrevista, una charla de amigos -porque Alexis es mi amigo y lo es con las coincidencias y las diferencias de más de veinte años años de amistad- pudimos hablar de este nuevo libro y también de su percepción del mundo literario peruano.

La primera frase del primero de los cuentos de El fuego de las multitudes, Albedo,  es: No encontraba ninguna utilidad para escribir hasta que el Capitán Musso apareció en mi vida; aunque sé que no tiene sentido buscar correlatos de la vida real de los autores en sus textos, igual, pregunto, ¿en realidad ocurrió así? Es decir, ¿fue Albedo el primero de esos cuentos?
Oh, sí, Albedo fue el primero de estos cuentos, y llegué a él por una obsesión a medias personal y a medias literaria: el tópico del testigo de excepción cuya vida es definida por la experiencia que lo desbarata. Pensaba en el hombre que busca a Kurtz en El corazón en las tinieblas y en el militar de la adaptación cinematográfica, Apocalypse Now de Coppola, sus miradas asombradas y a la vez trastornadas. Buscan a este hombre misterioso, que está de vuelta de todo, que se encontró con el horror y ahora es parte de él. El planteamiento de la película de Coppola está particularmente plagado de connotaciones: seguir a este militar americano drogadicto que cuenta que el condecorado coronel Kurtz ha desaparecido en la selva del Vietnam tras las líneas enemigas y que lo han enviado a buscarlo donde los bárbaros. Albedo es menos ambicioso, pero se funda en la misma premisa. Pero la pasión que seduce a Kurtz, en mi caso a Musso, es otra, hedónica aunque no menos problemática. Ya no el horror sino la belleza. Musso cumple, como Kurtz, este desplazamiento geográfico extático hacia el corazón de su obsesión. Solo que no se va como el coronel de Coppola a ejercer la barbarie en la selva sino a plantearse una labor artística en el Polo Sur, el lugar con mayor albedo del planeta. No es una palabra de uso común pero eso me la hizo atractiva, además de bastante precisa para esta cuestión. El albedo es la unidad de medida de la luz que reflejan los cuerpos al espacio; los cuerpos con mayor albedo, son por tanto, los más blancos, que reflejan toda la luz que les cae, y, desde luego, el mayor albedo del mundo se registra en los polos. Si la belleza procede de la visibilidad que da la luz, Musso puede pensar que únicamente en el Polo se puede encontrar la belleza perfecta porque ahí se refleja la mayor cantidad de luz del mundo. Y, al igual que en El corazón de las tinieblas y en Apocalypse now, esta historia la conocemos por el otro, el que va siguiéndole los pasos y se va espantando conforme va descubriendo la verdad o la falta de ésta.

elfuegodelasmultitudeslpg2Aunque hay varias diferencias entre tus dos libros, por ejemplo, la narración en primera persona, de la que ya hablaste en la entrevista para La conjura de los libros, y el menor uso de diálogos en tus nuevos cuentos, hay, sin embargo, temáticas que persisten, además de lo fantástico y de la ciencia ficción: la atmósfera de hecatombe, que estaba presente en El Inventario, se encuentra  en Punto ciego; o el consumo de sustancias en No es fábula, el segundo de los cuentos; o esta situación, que yo percibo, entre dos personajes con una vida pasada común, en la que uno de ellos parece más perspicaz o listo que el otro, algo así como que la tiene clara o, acaso, el control de la situación, como ocurría con Diego y Melissa, en el cuento Orestes de El inventario, y ocurre ahora con la narradora de Punto ciego y su socio Augusto. ¿Dirías que tienes predilección por estos temas o situaciones?
Desde luego, y creo que con mucho entusiasmo. Tanto que la posible hecatombe de El fuego de las multitudes ya está mencionada en Albedo porque al final, en una línea se dice “aunque el hielo del polo se derrita”, y el control del calentamiento global es la fuente de poder de uno de los actores políticos de Punto ciego. De hecho, algún crítico podría decir que, a pesar mío, vuelvo a escribir lo mismo que en El Inventario.  Y si así fuera, es una bonita paradoja porque no sé cómo se podría resumir lo que pasa en El fuego como en El Inventario: ni lenguaje, ni atmósfera, ni personajes, ni trama. Y hay una apropiación de lo social muy distinta. En el primer libro me gustaba retratar adolescentes porque me eran intuitivamente más fáciles de caracterizar y porque no me complicaban mucho la vida con la objetividad. Ahora tengo pura gente madura que desvaría sobre su vida privada y también sobre sus complicaciones y obsesiones profesionales; incluso aparece una comisión de la verdad. Y lo que señalas sobre el motivo de la pareja de amigos asimétrica es, perfectamente, una constante insospechada, y con seguridad parte de mi gusto por el thriller y las teorías de la conspiración como motor de las ficciones. En esta dirección, cabe perfectamente imaginar que si el mundo es una perpetua conspiración siempre va a haber alguien, incluso alguien muy cercano, que conspire a tu favor o en tu contra, y siempre estará un paso por delante de tus suposiciones. Siempre. Pero en El fuego también se puede postular la apropiación de una lógica organizacional basada en la desconfianza y en la sospecha, en la que las verdades radicales circulan fuera de la comunicación oficial porque son molestas e insolubles para el sistema, pero tienen una vida paralela sobreentendida donde hay que tener mucha astucia para bucear. Para examinar subtextos y rumores. Podría ser un perfil de una burocracia como la peruana, llena de sobreentendidos y de verdades rumiadas fuera de las relaciones formales prescritas, un retrato de inspiración sociológica. Antes, creo, eso ni remotamente lo hubiera pensado escribir.

¿Y lo de las drogas de No es fábula y la droga menos que aparecía en El inventario?
El menos, esta droga mitológica que está por doquier en  El inventario de las naves. Aquí, opino, es distinto. En No es fábula yo necesitaba un medio fácil y útil para ampliar rápidamente los límites de la percepción de los protagonistas en la cuestión de las artes. Y me era difícil contar ese proceso sintéticamente.  En el cuento se forma esta relación lectora-erótica entre el profesor de poesía, el chico que explora poesía vanguardista, Miguel Kuwae, y la amante de éste, la nudista de la India; están explorando cómo leer extáticamente a Vallejo. Y, para añadir más, entienden que pueden ponerse a leer en tales condiciones  España aparta de mí este cáliz, tal como debió ser siempre, aseguran, y no tal como lo hacemos la mayoría, como texto de colegio o texto domesticado por nuestra vida burguesa, si es que logran liberarse de todas las limitaciones que les han impuesto la educación, el control consciente que fabrica la sociedad. Y, para mí, el modo más rápido fue que contaran con esta droga que lo mismo intensifica como abrevia la acción narrativa, es decir, les amplía los límites de la consciencia al instante. Es un recurso técnico para comprimir el tiempo, o, en todo caso sé que es un recurso que tengo a la mano y que me las arreglo para usar con naturalidad y salir bien librado.

Ya que hablamos de No es fábula, tengo dos preguntas: Este ambiente de cursos de poesía me remitió a Roberto Bolaño, a la primera parte de Los  detectives salvajes. ¿Fue ésta una referencia o acaso estoy descaminado en mi idea de que todos los cursos de poesía tienen que remitir a Bolaño? Y la segunda pregunta es una muy específica, ya que has hablado de Miguel Kuwae, cuando leí ese nombre, lo primero que se me vino a la mente fue el desaparecido Miguel Kudaka, estás haciendo alguna referencia a él o algún recuerdo de él?
Son dos preguntas. Y contesto por partes. Esta observación sobre el taller de poesía también salió en las rondas de comentarios del taller de narrativa de Diamela Eltit en NYU. Un colega del taller me hizo notar que escribir un cuento sórdido sobre poesía ambientado en una universidad era usar el capital ficcional de Roberto Bolaño. Yo no había pensado mucho en esa conexión.  Y entonces Diamela hizo una observación muy sagaz que iba a dos detalles: el primero que el cuento, a diferencia de las historias de Bolaño, tenía el punto de vista del profesor y no de los estudiantes. Bolaño preferiría, definitivamente, que fuera al revés por su empatía con la disidencia juvenil. Pero además, aunque parecieran historias universitarias, la acción en Bolaño ocurre siempre fuera de la universidad, digamos en la vida real. De hecho, la universidad ya está cancelada simbólicamente como sitio para los poetas cuando, en Los detectives salvajes, el ejército toma el claustro antes de la matanza de Tlatelolco,  de lo que nos enteramos por el monólogo de Auxilio Lacouture, una mujer que está encerrada en un baño. Y ella arranca su narración diciendo «Yo soy la madre de la poesía mexicana». Y luego ya no hay más universidad en la novela. Pero, desde luego, la mitología de los poetas malditos de Bolaño es poderosísima y entiendo que puede tragarse, como un agujero negro, cualquier otra narración sobre poetas del presente.

Luego, la serie de suicidios en el cuento no son, de ningún modo, correlato de hechos de la vida real, pero sí quise evocar algunas muertes de personas de mi generación universitaria. Cuando ocurrieron me parecieron impactantes porque los jóvenes no solemos pensar en la muerte propia y menos  en las de otros igual de jóvenes. No, nos negamos, la muerte le ocurre a los viejos. Y también fueron muertes impactantes porque los que murieron se conocían, amaban las artes y, sobre todo, adoraban la poesía, que era lo que más leíamos entonces. Sí, definitivamente, la muerte de Miguel Kudaka, un compañero de la Facultad de Letras, fue una cosa grave, muy sentida, para los que hacíamos literatura en la Católica durante el cambio de siglo. Igual lo fue la muerte de Josemari Recalde, y lo mismo, aunque un poco más reciente, la muerte de Adriana Dávila. La pequeña Adriana. Y como me tocaron, nos tocaron, estos repentinos decesos, siempre van a estar aquí, en la cabeza y en las cosas que se escriben. Son parte mía.

 

Foto: Eduardo Vásquez Pastor.

Foto: Eduardo Vásquez Pastor.

Ya hemos hablado creo que más de tres de los cuentos del libro pero falta hablar de uno del que te he comentado antes con entusiasmo, que es Demonio atómico. ¿Cómo surgió este cuento? ¿Este vínculo de la salsa con la literatura, la energía nuclear y la enfermedad incurable es influencia de tu vida en Nueva York?
Hay, desde luego, un nexo con la experiencia de Nueva York, pero su origen más recóndito está en una circunstancia muy común en Lima y en cualquier parte del mundo: escuchar música en el auto. Estaba yendo de copiloto por Magdalena con el escritor y profesor Marco García Falcón, quien suele escuchar discografías enteras cuando maneja. A ambos nos encantan la salsas de Lavoe y usualmente las escuchamos a volumen celebratorio. Así que escuchábamos por enésima vez  Todo tiene su final, que, por cierto, es una salsa apocalíptica, cuando Marco me hace notar que Lavoe sonea una frase rarísima y que muchos, incluso los más salseros, suelen ignorar porque parece muy incongruente. Dice algo así como: “Y viene el demonio atómico y te va a limpiar”. Y quien lea el cuento del que me hablas  verá clarísimo que viene el demonio atómico y ocurre, como siempre cuando se promete que algo ocurrirá, tal cual. Esa frase fue un detonante. El escenario, en cambio, sí me lo sugirió una salida nocturna en Nueva York. Pasó que una noche, después de clases, José Reyes, el administrador del Departamento de Español y Portugués, del que yo me había hecho amigo, me dijo para tomarnos una cerveza. Fuimos a un restaurante con bar en University Place, una avenida céntrica pero relativamente silenciosa muy cerca de NYU. El  restaurante quedaba en el primer piso del edificio; un local de comida mexicana muy gringo. Muy limpiecito, a media luz, con cubiertos en las mesas, manteles rojos, mozos muy formales. Pero en el segundo piso quedaba el bar, al que se subía por una escalerita estrecha, y al entrar lo primero que se veía era una pista de baile furiosa, con decoración al estilo caribeño y donde todo el mundo estaba salseando como si no hubiera vida al día siguiente. Ahí saltó la historia completa. Desde luego, pareciera que para la complejidad de la física cuántica, de la que se habla mucho en el cuento, se requiriese una música de complejidad portentosa. El Prof. González Vigil me dijo que, en ese punto, una mejor elección hubiera sido el jazz, que le parecía más rendidor. Y la verdad que a mí también se me ocurrió el jazz en algún momento. Pero el  jazz tiene en contra que es un ritmo que se olvida rápido de los cuerpos; la progresión histórica del jazz deja rápido el baile y el cuerpo de lado y se convierte en música de estudio, de concierto. Pero la salsa, y en realidad los ritmos caribeños, nunca han abandonado al cuerpo y lo tienen muy presente. Y esa relación creativa entre cuerpo y música me interesaba más porque, a pesar de la física cuántica, Demonio atómico es la historia de una persona a la que le falla el cuerpo siendo tan buen bailarín.

elfuegodelasmultitudeslpgLa portada del libro me parece maravillosa, muy llamativa, creo que en algún momento, hace tiempo, me pasaste un diseño de portada que era muy diferente. Ya veo, saludablemente, que ha cambiado.  Cómo fue su creación, tuviste alguna participación, imagino que sí porque está la figura del fuego allí.
Fue una elección afortunada. Una de las cosas que me dijo mi editor de entonces, Jerónimo Pimentel, era que solían gastarse muchas energías eligiendo la portada correcta por lo que, a veces, podía ser un proceso largo y extenuante. A veces se tiene que negociar la visión del editor, la visión del escritor, la visión del diseñador gráfico… Pero, en este caso lo que pasó fue que Teresa Francke de Apollo Studio, que trabaja el diseño gráfico de Planeta, nos propuso dos portadas finalistas luego de una lectura concienzuda del libro.  La que finalmente elegí, me explicaron, era el hongo de una explosión nuclear, sometido a muchas alteraciones para cambiarle la consistencia e incluso las líneas de movimiento del estallido. Luego apostaron por esa paleta de colores complementarios intensa, por lo que es una portada muy llamativa en cualquier mostrador de librería y, simultáneamente, enfocada en un objeto que de ningún modo es posible en la naturaleza, lo que la hace más digno de curiosidad. De hecho hubo tanta gente que me preguntó en qué consistía el motivo central que fui a consultar la definición precisa de lo que se hizo con Apollo Studio. Porque la verdad quienes la escogimos lo hicimos por pura sintonía inicial. Un gran mérito de Apollo Studio que supo convertir las historias en una imagen y en la singularidad del libro celebrada por todos.

Esto ya es algo aparte del libro, al revisar tu Facebook tengo la impresión, ya me comentarás si equivocada, de que percibes a la literatura peruana, o mejor dicho su desarrollo, como una especie de constelación que gira en  torno de la figura tutelar de Vargas Llosa, ¿podrías ampliar ello?
La verdad no se trata de una opinión personal. Una literatura nacional, y cualquier régimen u organización social de la cultura, tiene espacios visibles y no visibles, poderes hegemónicos y no hegemónicos, como quieras llamarlos. Y el lado visible, tutelado por instituciones oficiales y privadas, tiene por centro en el Perú a la figura de Vargas Llosa debido a su trayectoria, sus obras, su posicionamiento artístico, político y económico. Pero, como cualquier régimen que se prolonga demasiado, ha dejado de ser fuente de mérito estético y se ha vuelto razón de muchas petrificaciones, de inmovilidad, de conservadurismo y statu quo confortable. Lo más obvio es que los libros verdaderamente revolucionarios de Vargas Llosa casi quedan en un pasado muy remoto, hace más de cuarenta años, y los nuevos son reiteraciones, simplificaciones y hasta renuncias de logros del pasado, y su papel rector, en términos estéticos, luce superfluo. Pero “el régimen Vargas Llosa”, por llamarlo de alguna forma, no sólo acumuló en su pasado mérito literario  sino que accedió al poder editorial, social y político. Ha garantizado las entradas anuales de editoriales nacionales y trasnacionales, el prestigio internacional del Perú en literatura mundial y goza de un sin número de prerrogativas culturales. Es, incluso, una literatura que se usa como modelo para educar a los lectores de cómo debe verse y leerse la buena escritura, lo que no estaría nada mal si no fuera porque el mundo se mueve en direcciones artísticas discrepantes, variadas, muy alejadas.  En el Perú, en cambio, es una ortodoxia del prestigio literario afiliarse al régimen, y como toda ortodoxia, castiga con la invisibilidad o con poca visibilidad  a los escritores que se alejen del consenso. Por ello, es muy lógico, completamente esperable, que la afiliación al “régimen Vargas Llosa” no solo sea una cuestión literaria sino que tenga consecuencias financieras, políticas y de ascenso social apreciables.  Y, al revés, también es lógico que cuando él y sus redes de agencia cultural se alejan del Perú por alguna circunstancia  empiecen a visibilizarse emergencias culturales interesantes y muy divergentes por estos lados.

Creo, de verdad, que alguien debería estudiar por qué durante la dictadura de Fujimori, que volvió muy difuso el liderazgo de un Vargas Llosa en el exilio, las emergencias literarias locales abandonan paulatinamente el culto del realismo que el maestro ha predicado siempre. Mira lo que aparece en los noventas: Bellatín, el fantástico peruano, mucha literatura experimental o del absurdo. Retrospectivamente, parece que no importó que los contenidos culturales de El Dominical de El Comercio estuvieran condicionados por el “letrifundio”, como llamó José Carlos Yrigoyen al cogollo de escritores criollos, vargallosistas todos, que se refugió allí bajo la premisa de que, desde esa atalaya, se controlaba la continuidad de los viejos modelos culturales y estéticos. Fuera de su control, en la escena ampliada acontecía que el realismo vargasllosiano era una cosa que se iba muriendo.

Vargas Llosa no sólo estaba ausente sino que la neoliberalización del mercado permitió la conexión de Lima con lo que ahora se llama la literatura mundial: esa producción masiva y abrumadora de clásicos globalizados. Pero luego hay una vuelta al orden de Vargas Llosa, vertiginosa, que se inicia con la colaboración de éste en el retorno de la democracia del año 2001, cuando recupera preeminencia política y literaria, y luego con el Nobel del año 10, que es una  reconquista apoteósica de  viejas prerrogativas y la adquisición de nuevas, potencialmente ilimitadas: él es, en términos prácticos, el arquetipo de la escritura, la vocación y la industria literaria así como su estandarte nacional. Sus amigos y sus recomendados ocupan cargos públicos muy altos, se lanzan premios millonarios con su nombre donde los jurados son escritores afines, se funda bibliotecas con fondos considerables, y Vargas Llosa esparce cátedras en las que se promueve hasta machaconamente su visión de la literatura. Pienso que  lo hace porque cree que así revitaliza la cultura local aplanada por la desidia fujimorista y también porque consolida un legado. Pero su orden luego del año diez es uno nuevo que es en realidad muy viejo, de los sesentas. Desde luego el mercado y las editoriales apuestan por ese impulso siguiendo el prestigio del escritor laureado. Pero en los sesentas el realismo vargasllosiano, en todas sus variantes, era lo experimental, la novedad, y su visión del mundo tenía el encanto y la valentía de ser políticamente de izquierda  y por ello con muchas nuevas preguntas y asombros frente al statu quo conservador de la literatura limeña, que se dividía entre la universidad solemne, la elite cultural de la oligarquía y poquísimos escritores. En cambio, en 2010, promover el  realismo vargasllosiano como estética en vigor, o a las diferentes formas de realismo dependientes de él, es en realidad lo más conservador imaginable. Es perpetuar, un dominio de la escena literaria que, con sus idas y venidas, no ha cambiado mucho en los últimos 50 años.

 

LOS CINCO LIBROS FAVORITOS DE ALEXIS IPARRAGUIRRE

  1. Mil mesetas,de Gilles Deleuze y Felix Guattari.
  2. La conjura de los necios, de John Kennedy Toole.
  3. La trasmigración de los cuerpos de Yuri Herrera.
  4. La iluminación de Katzuo Nakamatsu, de Augusto Higa.
  5. El mundo sin Xóchitl, de Miguel Gutiérrez.