Miguel Gutiérrez: el tiempo es un antólogo cruel

 

Su muerte no lo ha hecho mejor escritor, ya lo era antes de despedirse de este mundo. Su obra, ambiciosa y comprometida, siguió un proceso marcado por algunos acontecimientos de su vida. Este texto es un fragmento del libro El tiempo es un antólogo cruel, un perfil escrito para el curso de Periodismo literario de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC).

 

Por Jair Zevallos Morón
Fotos: Bereniz Tello

Saco negro, cerrado. Es imposible averiguar el color de la camisa. Pantalón negro, de corte holgado. Es imposible averiguar qué lleva en los bolsillos. Zapatos negros, cuidadosamente lustrados. Es imposible averiguar por dónde se han extraviado sus pasos. Reloj negro: quizá esté adelantado. Es imposible averiguar el porqué de la demora. No, no está adelantado. Todo de negro, frente amplia y despoblada, con los cabellos colgando desde las patillas hasta la nuca, solo, sentado en una de las mesas del café Dominó, Miguel Gutiérrez alterna la vista entre los transeúntes que deambulan por la Plaza San Martín y el minutero de su reloj. Repite la operación una, dos, tres veces. Debajo de cada ojo, un pedazo de piel, como un gran pliegue, como una gran vena de carne, se mantiene suspendido sobre la verticalidad de su rostro. Delante de cada ojo, también suspendido pero esta vez no de su rostro sino de unos bracitos negros que utilizan como soporte la parte superior de la oreja, atravesando las patillas, un trozo de cristal rectangular le enmarca el panorama: monturas semi al aire de contornos dorados. Entre los ojos, una nariz gruesa, de fosas anchas y punta roma, funciona como antesala para un lunar redondo, castaño, pulposo. La boca, de sonrisa recta, de labios menudos, como una línea horizontal, rosácea, parece estar enganchada por unas pequeñas ramas-arrugas que brotan desde su nariz-cepa. Aló. El sonido del móvil lo ha disipado de aquel angustiante zigzagueo visual, y ha transfigurado su semblante, sin pervertir la esencia, para configurar una mueca distinta, una de las infinitas posibilidades de muecas distintas. Oye la voz de su esposa desde el otro lado de la línea. Si no aparece antes de terminar mi vaso de agua, me voy. Mientras tanto, a toda marcha, con los cabellos alborotados y el pellejo del cráneo dilatado y brilloso de sudor, corre su contertulio impulsado por la deshora. Agilito, dobla el jirón Carabaya y disminuye la marcha en el jirón Ocoña. Se para frente al Dominó. El reloj de pared, igualmente negro, indica que son las 4:30 de la tarde. Miguel Gutiérrez ve a su contertulio atravesar el umbral en dirección a su mesa. De inmediato abre los ojos, acerca el rostro, parpadea, tensa los músculos. Reclama con furia contenida:

¡No pues! ¡Quedamos a las 4!

 

LOS PRIMEROS CUENTOS

No es una cábala, aclara Miguel Gutiérrez, pero solo uno de sus amigos de la adolescencia tiene el enorme y extraño privilegio de escuchar sí, de escuchar; no de leer. A Miguel Gutiérrez, en lo secreto, en lo oscuro, le fascina leer en voz alta lo que ha escrito. Lo hace para sentir el ritmo, para saber si la entonación que ha imaginado mientras, con violencia, con demencial violencia, le daba una tunda al teclado con la yema de los dedos, es la misma que ahora oye, la misma que corrobora que ha logrado materializar en letritas Times New Roman tamaño 12, interlineado 1, lo que permanecía solo en su imaginariolas primeras versiones de sus novelas y seguir y comentar y valorar su evolución hasta que el libro cierre y se cierre, y no haya más remedio que publicarlo o esconderlo bajo llave para deshacerse de él.

Ese amigo que por ahora llamaremos K[1]es un hombre cultísimo. Gutiérrez también lo es, por supuesto. Pero K tiene una cantidad de lecturas ampliamente superior. Además —y quizá esto explique el punto anterior, la situación económica de K siempre ha sido privilegiada y aquello le permitió tener acceso a una enorme cantidad de libros desde muy pequeño. Cada vez que se encuentran, Gutiérrez trata de animarlo a escribir. Le dice que mira, K, con lo que tú has leído tienes los elementos necesarios para componer una gran novela, y K responde que no sé, Miguel, que tú eres el escritor, no yo. Pero Gutiérrez insiste. Incluso, para animarlo a escribir, le contó que la mansión que describe en El mundo sin Xochitl estaba inspirada en su casa. K solo sonrió. A él le basta con ser lector.

La única vez que Miguel Gutiérrez se animó a buscar una opinión, además de la de K, fue cuando estudiaba en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Acababa de ponerle punto final a tres cuentos y le urgía obtener otro punto de vista. Para él, los dos primeros eran superiores al último. Llamó a K. Desde Miraflores, K descolgó el tubo para escuchar, desde Lince, la voz de Gutiérrez. Por teléfono, la conversación fue bastante confusa. Es lógico: eran las dos de la madrugada y el negro de la noche redundaba en el vacío negro en el que se encontraban los ojos de K, ocultos bajo los párpados, justo antes de que el aparato se desgañite y los enfrente de nuevo a la luz de la lámpara. Cuando K llegó a su casa encontró a Miguel Gutiérrez ansioso, detrás de la puerta. Lee, le dijo y K leyó, y Gutiérrez, mientras tanto, esperaba sentado, sin uñas, para conocer el veredicto. Todo aquel que haya estado en la sala de espera debe comprender la plasticidad del tiempo: cada segundo se estira y se dilata y se suspende y se tensa y solo cesa cuando la acción que altera el tiempo, que nos altera, se extingue y entonces todo encaja y se reduce y vuelve a su estado primitivo. Y cuando K levantó los ojos y fijó su mirada en un punto neutro, alejado del texto, Gutiérrez se abalanzó con un ¿y, K, qué tal?, y K, ¿cómo que qué tal, Miguel? Eres lo máximo.

Y todo volvió a su estado primitivo.

Al menos hasta el día siguiente.

Gutiérrez todavía tenía algunas dudas, así que dispuso enviar sus cuentos a tres personas distintas: un poeta, un narrador y un crítico. Buscó por los pasillos a Washington Delgado, a José María Arguedas y a Armando Zubizarreta, y le dio a cada uno una copia de los tres cuentos. A Washington Delgado lo encontró en la puerta de la biblioteca. Gutiérrez no lo conocía y Washington Delgado no tenía idea de quién era él, pero lo abordó, se acercó y, disimulando el tartamudeo, le preguntó si los podía leer y luego darle una opinión, y Washington le dijo que sí, que no te preocupes, hijo, yo los voy a revisar. Y así fue. Dos semanas después, un amigo de Gutiérrez fue a tocarle la puerta a las once de la mañana para decirle que Washington Delgado lo estaba buscando, que quiere hablar contigo, Miguel. Al día siguiente lo encontró en la universidad: hablaron: le dijo que los cuentos eran buenos, que hay dos que están bastante buenos, Miguel, pero que al tercero le falta pulir algunas cosas, que si puedo utilizar uno de ellos para una revista, que felicitaciones, Miguel. Y Gutiérrez no lo podía creer.

Pero lo tuvo que creer porque después habló con José María Arguedas. La historia fue parecida: le gustaron los dos primeros cuentos, los mismos que elogió Washington Delgado. Solo faltaba la opinión de Armanzo Zubizarreta, el crítico, quien había sido el más difícil para acceder. Cuando lo fue a buscar ya no se acordaba de él. Tuvo que explicarle el desarrollo de uno de los cuentos para que le diga que sí, que sí, sí, ya me acordé, chico, que tus cuentos están más o menos, que hay uno, el último, ese me parece bueno, definitivamente es superior. Y Gutiérrez, en lo secreto, en lo oscuro, sabía que ese cuento era el mismo que tanto Delgado como Arguedas habían coincidido que era el más flojo, por eso cuando Zubizarreta le dijo lo del tercer cuento pensó que se estaba burlando, que no lo había tomado en serio, pero no dijo nada, solo gracias y hasta luego.

Estos tres cuentos no solo le valieron la publicación en la revista que dirigía Washington Delgado, sino también marcaron el inicio de una entrañable amistad con Arguedas. Cuando hablaban, Arguedas parecía el menor, aunque se llevaran casi treinta años: hablaba mucho, hablaba de todo, con todos y con entusiasmo. No, no hablaba de todo: no le gustaba hablar de literatura. Solía rehuir el tema y se excusaba diciendo que había leído muy poco. Solo una vez, en un barcito de la avenida Alfonso Ugarte, frente al Museo Nacional de la Cultura Peruana, lugar donde trabajaba Arguedas, le comentó acerca de lo que estaba escribiendo: una novela que pensaba titular Todas las sangres. Y Gutiérrez, a su vez, le contó que iba a hacer un viaje largo por todos Los Andes. Arguedas quedó emocionadísimo y no continuó hablando de su nuevo libro.

Las tardes en el bar no estaban completas si Arguedas no llevaba su guitarra y se ponía a tocar huaynos. Él quería introducir a Gutiérrez en el mundo andino, pero no lo lograba. Gutiérrez, en el fondo, sabía que no era su mundo. Una vez, colmado de valor, le dijo que don José María Gutiérrez siempre le hablaba de usted, nunca de tú, aunque Arguedas le pedía una y otra vez que lo tuteara—, ¿por qué siempre toca huaynos?, si el huayno es una de las músicas más tristes. Y Arguedas le respondió que no, que no es para nada triste; es más, es una de las músicas más alegres y te lo voy a demostrar. Y sacó su guitarra y tocó y fue, en definitiva, “una de las canciones más deprimentes que se hayan escuchado en la vida”.

A propósito, la amistad con Washington Delgado también prosperó. Incluso llegó a estar con una de sus hijas. A veces, cuando estaban peleados, Miguel Gutiérrez iba a su casa para conversar exclusivamente con su papá. Era una experiencia insuperable oír al poeta. Luego ya se amistarían, ¿no? Igual, nunca por mucho tiempo.

Molesto; fastidiado; incómodo. Pasada la reprimenda, Miguel Gutiérrez mira a su contertulio con gesto indignado. Y el contertulio, bañadito en sudor, con la cara como lustrada y el cabello como estropajo, se deshace en disculpas.

—¿Qué se va a servir, joven? dice Agustín, el mozo.

—Un café americano.

La voz de Gutiérrez es ligeramente ronca: un ronquido suave, como de suspiro de felino. El contertulio busca un lapicero en la mochila. Nervioso, entre ágil y titubeante, enciende la grabadora.

 

En el portal Zela de la Plaza San Martín. (Foto: Bereniz Tello)

En el portal Zela de la Plaza San Martín. (Foto: Bereniz Tello)

 

GRUPO NARRACIÓN

Miguel Gutiérrez tenía veintitrés años cuando, una de las tantas noches de 1963, Oswaldo Reynoso, cerveza en mano, sentado en una de las mesas del bar Palermo, un bar conocido por ser el centro de confluencia de muchos de los integrantes de la Generación del 50, les propuso a Eleodoro Vargas Vicuña, Antonio Gálvez Ronceros y a él, la idea de editar una revista dedicada exclusivamente a la narrativa y al debate ideológico. La primera respuesta fue un vistazo rápido entre todos para comprobar si estaban de acuerdo, y sí que estaban de acuerdo porque todos tenían los ojos saltones y las pupilas de pero qué buena idea, Oswaldo. Y cuando los tres, casi en coro, dijeron sí, acepto, no sonó la marcha nupcial sino un bolero añoso o una canción de la nueva ola y el pacto no se selló con sangre sino con una ronda más de cerveza. Y salud, salud, pero ahora, ¿cómo la llamamos? En principio, la revista se llamaría Agua, en honor al primer libro de relatos de José María Arguedas, pero fue el propio Arguedas quien recomendó que no sería conveniente que el nombre de la revista aludiera a un autor que aún se mantenía vigente.

El proyecto no prosperó de inmediato. Pasada la resaca, tuvieron que esperar dos años para reactualizarlo, y fue recién en 1965 que decidieron apostar por él y darle el nombre de Narración, “nombre si se quiere neutro y opaco, pero que definía con precisión los alcances y límites de nuestra actividad creativa”[2]. En esta etapa se incorporó Vilma Aguilar Fajardo y su presencia sería fundamental por su capacidad de trabajo.

Uno de los tópicos principales del Grupo Narración fue continuar en Latinoamérica con el tema del compromiso del escritor, cuyo paradigma era representado en Europa por Jean Paul Sartre. Narración retomaba la tradición que había estado vigente desde los años de la Primera Guerra Mundial hasta 1930, periodo en el cual existieron el Grupo Resurgimiento, del Cusco; el Boletín Titicaca, de Puno; Colónida, de Lima; el Grupo Norte, de Trujillo; el Grupo Aquelarre, de Arequipa; grupos que abrieron el camino para un proyecto de mayor envergadura: Amauta. Un proyecto similar a Narración en el campo de la poesía sería el Grupo Hora Zero[3].

Una característica de los integrantes del Grupo Narración era que pertenecían a las clases sociales medias y bajas, y la mayoría procedía de provincias de la costa y la sierra. El sentimiento de marginalidad fue compartido por el poeta José Watanabe y los narradores Augusto Higa y Félix Toshihiko Arakaki, quienes se veían muchas veces excluidos por ser hijos de japoneses. Solo dos de los integrantes del grupo eran limeños: Carlos Gallardo y Roberto Reyes.

La primera etapa, la más corta, tuvo lugar en 1966, cuando se publicó el primer número de Narración. Lo que caracterizaba este número era la beligerancia en el lenguaje y una decidida adhesión socialista que, además, mostraba su solidaridad con las luchas de masas y los pueblos dentro y fuera del Perú. Esta etapa estuvo integrada por Oswaldo Reynoso, Eleodoro Vargas Vicuña, Juan Morillo, Miguel Gutiérrez, Vilma Aguilar, Andrés Maldonado, Carlos Gallardo, José Watanabe, Eduardo Gonzáles Viaña y Javier Montori.

La segunda etapa abarcó los años comprendidos entre 1971 y 1976. En este lapso se editaron los números dos y tres y se dejaron estructurados el cuarto y el quinto número, pero por problemas económicos y los viajes de sus integrantes al extranjero o al interior del país jamás vieron la luz. Estas ediciones fueron las mejores, pero si tendríamos que quedarnos con una sola, sería la última, ya que en este punto de consideró al grupo como un acontecimiento importante en la historia de la narrativa y la cultura popular del Perú[4]. Incluso se llegó a comparar Narración con Amauta.

A diferencia de los novelistas del boom latinoamericano, el Grupo Narración apostó por el socialismo como modelo ideológico, lo que obligó a los integrantes a estudiar el marxismo de modo sistemático y se valieron de las crónicas como formato narrativo. Si bien lo que buscaban era que los artículos se leyeran como relatos interesantes tanto por su estructura como su variedad de recursos técnicos, trataron de no abusar de las complicaciones formales para que puedan ser entendidos por los campesinos, quienes eran, en buena medida, el público al que se dirigían. Además, tenían en cuenta que había una modernidad literaria, pero que aquello no les impedía reconocer los aciertos de las corrientes anteriores, como lo era el indigenismo. Los integrantes de la segunda etapa fueron Gregorio Martínez, Augusto Higa, Andrés Maldonado, Antonio Gálvez Ronceros, Oswaldo Reynoso, Vilma Aguilar, Félix Toshihiko, Nilo Espinoza, Ricardo Ráez, Hildebrando Pérez Huaranca, Georgina Cabrera, Ana María Mur, Roberto Reyes Tarazona, Julio Carmona, Miguel Gutiérrez y Rosa Carbonel.

En 1976 el Grupo Narración entró en receso, pero los proyectos personales de muchos de los integrantes impidieron que vuelva. Recién en la década de los ochenta se intentó reunificar al grupo, pero se dieron cuenta de que en el Perú había nuevas formas de combate y los recursos de Narración eran insuficientes. Las luchas populares a las que se hacían referencia en los tres números que editaron estaban dentro del orden legal y ahora la realidad era otra.

Tras la separación definitiva, algunos, la mayoría, escogieron el camino de la creación narrativa, pero otros, como Vilma Aguilar e Hildebrando Pérez Huarancca optaron por la vía de las armas. A los que escogieron la primera opción les fue bien en cierta medida y muchos de ellos tienen ahora publicada una obra sólida. A los que escogieron la segunda opción, desde un punto de vista parcial, no les fue tan bien: Vilma Aguilar murió en prisión e Hildebrando Pérez Huarancca aún permanece desaparecido.

 

EL SENDERO DE VILMA

Miguel Gutiérrez sigue ahí, de cara a su contertulio, agitando con la mano derecha los hielos dentro de su vaso de agua, pensando en qué decir para romper el hielo y, de un sorbo, dejar pasar la incomodidad de la situación anterior.

—¿Y para usted? —dice Agustín.

—No, yo estoy bien ahí. Gracias —dice Miguel Gutiérrez. Ahora tuerce el cuello; mira al contertulio; parpadea.

Debes sorprender al entrevistado con tu primera pregunta —piensa el contertulio. Endereza la voz; respira; le hace la pregunta de rigor:

—¿Qué sintió frente a los comentarios que provocó La generación del 50: Un mundo dividido? Usted considera en ese libro a Abimael Guzmán como un intelectual de partido.

—Y lo es. A diferencia de otros intelectuales marxistas académicos que se mantienen en la periferia de los movimientos revolucionarios, los intelectuales de partido trabajan dentro de las organizaciones partidarias para construir las líneas ideológico-políticas, y para elaborar la estrategia y tácticas y alcanzar los objetivos que el partido postula… Desde luego, otra cosa es que ese pensamiento, estrategias y tácticas sean correctos.

Desde la publicación de La generación del 50: un mundo dividido hasta hoy, el pensamiento de Miguel Gutiérrez ha cambiado, se ha moderado, se ha depurado, y ha eliminado aquellos arrebatos de la primera juventud por una idea más reposada. Él mismo se autodenomina practicante de un marxismo heterodoxo, un intelectual libre, no sujeto a un partido o, en todo caso, sujeto a un partido tolerante, al partido de la novela. La novela, como formato narrativo o como partido, lo ha ayudado a exorcizar los sentimientos de culpa, una culpa que arrastra y que lo arrastra, que es lastre y que es empuje, que lo llena de vacíos y no le deja espacio para la nostalgia, más que para escribir.

Hay una frase de Milan Kundera que le hubiera gustado decir, que le hubiera gustado inventar, que le hubiera gustado no oír para saberla propia —¿otra vez la culpa?—, pero que ha oído y ha asimilado y ha asentido al escucharla: “Si yo no creo en la práctica ni el partido ni en la familia, ¿en quién creo? Creo en Cervantes, creo en la novela”.

—¿Y cómo recibió la crítica sus demás libros?

—Todos mis libros han sido criticados. De “Hombres de caminos”, por ejemplo, dijeron que había imitado a Faulkner, que era muy descuidado con el lenguaje, que era una lástima, porque el tema del bandolerismo daba para una novela mayor.

 

En 1986, víctima de los sucesos de El Frontón, falleció el hijo de su esposa Vilma Aguilar Fajardo, conocida como la camarada “Elisa”, a quien él, Gutiérrez, consideraba también su hijo «Vilma, de acuerdo a la consigna maoísta, trataba de convertir el dolor en fuerza». En el año 1990, Vilma fue recluida en el penal “Castro Castro” de Canto Grande: había sido capturada por ser propagandista de Sendero Luminoso. Un año después, Gutiérrez le hizo llegar el primer juego de tres tomos de “La violencia del tiempo”, ya que ella, pese a su reclusión, había colaborado con él en la corrección del manuscrito. A pesar de sus convicciones, las sugerencias de Vilma fueron siempre de carácter literario.

El lugar donde Vilma Aguilar Fajardo pasaba las noches se ubicaba en el cuarto y último piso del penal “Castro Castro” de Cantro Grande. Su compañera de celda era Sybila Arredondo, la viuda de José María Arguedas, quien luego de quince años salió de prisión en el 2003.

Una vez, el crítico uruguayo Jorge Ruffinelli presentó un libro en Santiago de Chile y entre las asistentes estuvo Sybila Arredondo, con quien luego se fotografió y la calificó como «nueva amiga» y «premio mayor» de su presentación, recordando a su esposo fallecido. Entonces, el escritor Mario Bellatin, al ver la imagen pública en Facebook, le advirtió a Ruffinelli sobre sus nuevas amistades. Sybila Arredondo no solo fue parte de Sendero Luminoso —fue atrapada con kilos de dinamita y cumplió una condena de varios de años— sino que actualmente forma parte del Movadef, grupo que pretende inscribirse como partido, busca la libertad de Abimael Guzmán y el trato de presos políticos a los terroristas capturados. La respuesta del crítico, especialista en temas latinoamericanos en la Universidad de Stanford, fue lacónica, xenofóbica e incluso cínica: «Querido Bellatin: cómo se ve que eres peruano…»

No dijo más. Pese a la insistencia de Mario Bellatin («Perdón, quizá haya un mal entendido… Yo siempre he respetado al maestro Ruffinelli, pero he vivido en Perú, he visto las muertes, conozco en persona a Sybilla Arredondo desde 1984, firmé cartas a su favor cuando se pensó que se le acusaba de manera injusta, pero ella fue siempre una militante de Sendero Luminoso, y avaló los crímenes más atroces delante de todos, yo la he escuchado… más que nada estoy sorprendido por este extraño brindis… ¿hay acaso asesinos buenos y asesinos malos? »)”.

Ambas, Vilma Aguilar y Sybilla Arredondo, eran en “Castro Castro” las reclusas de mayor edad y se encargaban de mantener la celda pulcra, ordenada y decorada con obras de artesanía peruana. El encierro nunca deterioró el sentido del humor de Vilma y, según cuenta el investigador y sociólogo Antonio Rengifo Balarezo, mantuvo siempre una sonrisa que irradiaba optimismo.

En el año 1992, tras el golpe de Estado, entre el 6 o 7 de mayo, Vilma murió dentro de las instalaciones del penal: una bala de alto calibre le alcanzo la arteria femoral izquierda, a mitad del muslo, entre la ingle y la rodilla. Su cuerpo fue entregado recién a la morgue tres días después. Según el informe, Vilma habría tardado entre 10 y 15 minutos en morir.

Al día siguiente de la toma del derruido pabellón 4b, Antonio Rengifo y Miguel Gutiérrez fueron juntos a la morgue del jr. Huanta, al costado de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Varias cuadras antes de llegar a la morgue percibieron el olor pútrido de los cadáveres en descomposición. Encontraron en la calle una cola de familiares que esperaban su turno para ingresar e identificar el cadáver de algún familiar. Se acoplaron a la cola. Entre los miembros de la fila estaba circulando de mano en mano una nómina de los muertos escrita a mano y sin fuente conocida. Era una hojita de papel improvisada repleta de nombres escritos con mala caligrafía. Ahí figuraba el nombre de Vilma Aguilar Fajardo. También figuraba un Rengifo, pero no era el hijo de Antonio: era de un infante de marina.

Cuando les tocó el turno de entrar a la morgue, Antonio Rengifo trató en vano de retener la respiración. El hedor era insoportable. Los cadáveres de varios días y el calor de la primera semana de mayo atizaban la putrefacción. Algunas cámaras de refrigeración de la morgue estaban malogradas y las que aún estaban operativas no eran suficientes para la cantidad de cadáveres. Ni siquiera en las salas había el suficiente espacio. La mayoría de cadáveres yacían desnudos apilados en el suelo con los rostros hollinientos, terrosos y los cuerpo hinchados. Algunos de ellos fueron desenterrados por la policía. Estaban irreconocibles.

En un recodo de la sala de la morgue, Antonio Rengifo reconoció el cadáver de la joven abogada Elvia Sanabria, tirada como una res en el piso, pero, sin perder su frágil y agraciada figura. Estaba cubierta únicamente por su breve trusa.  Parecería que con el chorro de una manguera le habían limpiado la suciedad de su cuerpo desenterrado. Rengifo la había conocido circunstancialmente en alguna de las visitas que le hiciera a Claudio en el penal.

Ninguno de los dos pudo reconocer el cadáver de Vilma. Sin embargo, un cuerpo femenino cuya vellosidad púbica anunciaba senectud sembró la duda en Rengifo. ¿Sería ella? No dijo nada. Aquella tarde se fueron y aunque volvieron a ingresar a la morgue, tampoco la identificaron. Con la frustración a cuestas fueron a un local de la Policía Nacional de Investigaciones en la avenida Aramburú para saber si habían identificado a los cadáveres. También fue en vano. No tenían su odontograma.  Regresaron a la casa de Gutiérrez para localizar a Dimitri «Dimitropulos, pero le dicen Dimi nomás», su único hijo, el único hijo que tuvo con Vilma, el único hijo que tuvo con alguien, el ahora científico Dimitri Gutiérrez Aguilar, tan tímido y hermético como su padre. Le pidieron a Dimitri que ayudara en la tarea de la identificación de su mamá.

Por fin, después de tanta angustia, Dimitri la identificó. Lo hizo por el reloj que portaba, ya que él se lo había regalado.

-¿Y qué sentiste cuando escuchaste esos comentarios sobre “Hombres de caminos”?

-¿Quieres que te sea franco?

– Sabes que puedes confiar en mí

– Sentí una erección formidable.

 

 

 

 

[1] Miguel Gutiérrez esquivó mencionar el nombre exacto. Sin embargo, en las correcciones del texto advertí una referencia involuntaria a Josef K, el protagonista de El proceso de Kafka, y no me desagradó la idea. He decidido dejarlo tal cual porque podría funcionar como un elemento simbólico. Y es que la vida de Gutiérrez, en ciertas circunstancias, parece encajar dentro del universo kafkiano: algo sucede y solo una vez dentro, una vez inmerso en el conflicto, se pregunta por qué.

[2] GUTIÉRREZ, Miguel. La cabeza y los pies de la dialéctica. Lima: Derrama Magisterial, 2011, p. 380.

[3] GUTIÉRREZ, Miguel. La cabeza y los pies de la dialéctica. Lima: Derrama Magisterial, 2011, p. 382.

[4] GUTIÉRREZ, Miguel. La cabeza y los pies de la dialéctica. Lima: Derrama Magisterial, 2011, p. 387.