Alfredo Bryce: «Pude haber sido un escritor precoz»

 

A los siete años de edad, y sin proponérselo, Alfredo Bryce Echenique concibió su primer cuento: hizo creer que su padre era un famoso corredor de autos de la época. Compartimos el recuerdo del narrador peruano sobre este episodio.

 

Por Alfredo Bryce Echenique*

Sí, pude haberlo sido. Han pasado más de cuarenta años y todavía, cuando me encuentro con los que fueron mis compañeros y amigos en el Inmaculado Corazón, aquel colegio de monjas norteamericanas y estilo neoclásico, lo primero que hacemos es recordar aquel lunes de 1946 en que llegué contando que mi padre era Arnaldo Alvarado, un famoso automovilista peruano, a quien el público llamaba por entonces «El rey de las curvas». Durante mucho tiempo, años, tal vez, mi padre continuó siendo Arnaldo Alvarado para muchísimos amigos, como si aquella ficción hubiese soportado espléndidamente la prueba del tiempo.

Una cosa es mentir y otra, engañar. Esto me lo enseñó hace mucho tiempo Oscar Wilde en un delicioso ensayo presentado en forma de diálogo entre dos personajes (Cyril y Vivian), cuyo título es La decadencia de la mentira. Para Wilde, la mentira es un arte, una ciencia y un gran placer social. Lo malo, claro, es que hay buenos y malos mentirosos. Los primeros se distinguen por su extraordinaria franqueza, por el coraje con que lanzan sus aseveraciones, por su absoluto sentido de la responsabilidad y, sobre todo, por el profundo desprecio que sienten por la chata realidad o por la necesidad de probar lo que están diciendo. Esto caracteriza a los malos mentirosos, pues la mejor mentira es aquella que contiene, que es ya, su propia evidencia. Los malos mentirosos son seres tan carentes de imaginación que constantemente necesitan dar pruebas de lo que están contando. ¡Qué estupidez! Más les valdría, nos advierte Wilde, soltar la verdad de una vez por todas, pues lo que busca un buen mentiroso es simple y llanamente causar placer, deleitar, encantar. La gente, en cambio, juzga a un «mentiroso nato» con excesiva ligereza, mientras que, para Wilde, éste pertenece a una especie cuya decadencia hay que combatir, ya que constituye la base misma de la sociedad civilizada del arte y de la literatura.

Haber sabido todo esto en 1946, cuando tenía siete años de edad … Haberlo sabido desde entonces para sentirme autoriza a denigrar a todos aquellos seres que, durante años, me interrumpían en lo mejor de una historia, exigiéndome todo tipo de pruebas al canto. Cuánta pena sentía yo entonces, qué enorme vacío interior, qué falta de inteligencia y sensibilidad a mi alrededor. Sentía que, mediante un feroz empujón, me habían obligado a descender de un lugar privilegiado, a caer de narices en el inmenso territorio de la banalidad y el lugar común. A nadie podía demostrarle yo entonces que lo mío era un arte y una ciencia, magia y civilización, y que eran ellos, sí, ellos, los que carecían totalmente de la capacidad de gozar con una buena historia que ignoraban, además, que así como la arquitectura corrige las incomodidades de la naturaleza, la literatura corrige las incomodidades de la realidad.

Arnaldo Alvarado era un hombre bajo y moreno. Mi padre en cambio, era un hombre alto y de aspecto bastante anglosajón. Pero a mí eso qué me importaba. El automovilista usaba en sus carreras un Ford del 46, coupé como el de mi padre, que también era del 46, pero uno era color ladrillo y el otro azul. Aquel estúpido detalle carecía de la más mínima importancia. No podía detenerme yo en menudencias de ese tipo después de lo ocurrido en la avenida Salaverry. Ahí sí que había algo que corregir, porque yo quería y admiraba muchísimo a mi padre. Hacía muy poco que había vendido su monumental Oldsmobile verde y, casi paralelamente, había dejado de llevar sombrero y bigote, como si quisiera ser mi amigo porque yo tampoco llevaba sombrero ni bigote. Una travesura, una sola travesura de mi padre, y yo hubiera sentido que, con toda su introversión y timidez a cuestas, me estaba tendiendo una mano de amigo y de cómplice.

PermisoparavivirEn ese estado de ansiedad me encontraba aquella mañana en que regresábamos juntos del centro de Lima. Avanzábamos por la avenida Salaverry y, de pronto, mi padre empezó a acelerar como Arnaldo Alvarado en una carrera. Me dijo, también de pronto, porque los tímidos y los introvertidos sólo hablan de pronto, que quería probar a fondo su carro y ver cuánto corría. «Como Arnaldo Alvarado», pensé yo, por lógica asociación, y la verdad es que durante un momento no supe muy bien cuál de los dos «reyes de las curvas» era el que quería ser mi amigo, porque una travesura tan audaz y maravillosa jamás se me hubiese ocurrido en mi padre, no, nunca, ni siquiera sin bigote y sin sombrero. Pero era él. Un solo detalle me bastó para saber que era él: la calidad y elegancia del zapato perfectamente bien lustrado que iba apretando el acelerador de una gran hazaña.

Del acelerador pasé al marcador de velocidad. La máxima, ciento sesenta kilómetros por hora, y ya íbamos por sesenta. Sesenta y cinco, ahora.

-¡Setenta, papá!

-Mira, setenta y cinco, hijo.

-¡Papá, ochenta! ¡Justo la mitad de ciento sesenta!

-Bueno, ya está bien … La mitad está bien … Más vale llegar a casa unos minutos más tarde que llegar al hospital dentro de una hora…

O sea que el lunes entré al colegio y conté que «El rey de curvas» era mi padre, porque yo quería y admiraba muchísimo a mi padre y porque Arnaldo Alvarado acababa de ganar una versión más del circuito de Atocongo, sobrepasando lejos los ciento sesenta por hora en algunos tramos. La sorpresa fue general en mis compañeros, también la algarabía. Mi madre, por supuesto ignoraba que mi padre era Arnaldo Alvarado y ese nombre no era más que un seudónimo que yo le había inventado para ayudarle a escaparse de madrugada hacia el circuito de Atocongo. La cara de las fotografías en los periódicos era una máscara, naturalmente. Lo demás era algarabía, dudas, torpes preguntas, fáciles respuestas, magia y la enorme bondad de mi primo Alfredo Astengo Gastañeta, cómplice perfecto, amigo entrañable. Su sonrisa y la forma en que gozaba con cada carrera que, desde aquel lunes ganó mi padre, merecen mi eterno agradecimiento. Alfredo, que con el tiempo llegó a ser un gran automovilista, fue uno de los personajes fundamentales de este relato. Sin su silencio, sin complicidad y sin su capacidad de gozar con una buena historia que a nadie le hace daño (y, a algunos, tanto bien), la profunda veracidad del relato se hubiese hecho añicos en un instante.

Cuarenta y pico años más tarde, durante el último día de la feria de Sevilla, comparto una agradable sobremesa con Freddy Cooper, los hermanos Miguel y Luis Echecopar, y sus respectivas esposas. Freddy y Miguel fueron testigos de la increíble historia del «Rey de las curvas». Miguel la repite con tal lujo de detalles que yo mismo me quedo asombrado. Pero, al final, confiesa que hay algo que le resulta totalmente inconcebible:

brycebn-Alfredo -me pregunta-, ¿cómo lograste que nos creyéramos todo eso durante tanto tiempo?

Le respondo:

Es que era un relato redondo. O, mejor dicho, un cuento, sin querer, me salió perfecto, gracias a dos personajes que jamás imaginé y que, al final, resultaron claves.

Miguel me mira con asombro, y continúo:

-Uno fue mi primo Alfredo Astengo. Todos ustedes sabían que éramos parientes y, sin embargo, él nunca me interrumpió. Todo lo contrario: su presencia y su silencio, cada vez que yo narraba una nueva carrera en la que el ganador era mi padre, le fue dando día a día mayor verosimilitud a todo el relato …

-Pero, es que es increíble -insiste Miguel, volviendo a evocar algunos episodios.

-Es que resultó ser un relato perfecto, Miguel -le digo, recordándole la existencia de otro personaje tan inesperado como fundamental.

Ese personaje fue mi madre. Vino a buscarme una tarde, a la salida del colegio, y mis compañeros se abalanzaron literalmente sobre su automóvil. «¡Señora! ¡Señora! -exclamaban-o ¿Es verdad que usted está casada con Arnaldo Alvarado?». Recuerdo intacta la mirada de mi madre, su sonrisa al mirarme parado detrás de todos, como un delincuente que espera su sentencia. Mi madre responde, por fin:

-Si mi hijo lo dice, ya lo creo que es verdad.

-¡Claro! -exclama Miguel-. Ahora lo entiendo todo. Por eso es que te creímos durante tanto tiempo.

Después mira a Freddy y vuelve a recordarle el detalle más fantástico de la historia: Mi padre no sólo se escondía de mi madre, para poder ser Arnaldo Alvarado, sino que, además, yo me metía en la maletera del automóvil de mi padre y ahí escondido me pasaba cada una de sus carreras, todo doblado y medio asfixiado .¡Cuánto de cierto hay en eso! Sí, gracias a mi madre y a mi primo yo pude correr con mi padre a ciento sesenta kilómetros por hora y más todavía. Y ser el hijo del «Rey de las curvas», porque lo quería y admiraba tanto y aquella mañana en la avenida Salaverry más valía llegar a casa unos minutos más tarde que llegar al hospital dentro de una hora …

Ahora me hace mucha gracia contar historias y que la gente me diga que me las he inventado. Luego, cuando las escribo, me dicen que son autobiográficas. Definitivamente, la gente no se pone de acuerdo conmigo, con una excepción: los escritores. Ellos saben o intuyen, al menos, que el arte la verdad está en decadencia, que otra cosa es engañar y que, como decía Oscar Wilde en su delicioso ensayo, el siglo XX es, en gran parte, un invento de Balzac.

Lástima que todo esto lo ignorara yo en 1946. Habría podido ser un escritor precoz. De tan sólo siete años de edad. En cambio me sentía tan incomprendido y solitario cuando la gente me venía con sus eternas interrupciones.

 

 

*Texto incluido en su libro Permiso para vivir. Antimemorias I.