Los Hemingway, una familia singular

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Esta no es una novela sino un testimonio. «Los Hemingway, una familia singular» es la indagación que hace John Hemingway sobre la vida de su célebre abuelo, Ernest Hemingway​, y su padre, Gregory, quien de adulto sufrió las mismas neurosis del autor de «El viejo y el mar» y, además, se sometió a una operación de cambio de sexo. Estos son los fragmentos de un libro que nos ofrece una radiografía familiar. 

 

Por John Hemingway

COMIENZOS DIFÍCILES

No llegué a conocer a mi abuela Pauline. Murió nueve años antes de que yo naciera, pero, a juzgar por cómo la describía mi padre, dudo de que la hubiese visto mucho de pequeño aunque todavía hubiera estado viva. No hay duda de que los trece años que duró su matrimonio con Ernest marcaron uno de los períodos más productivos de la carrera literaria de mi abuelo, pero mi padre tenía una opinión muy negativa de ella. En una entrevista aparecida en el número de septiembre de 1989 de la revista Fame, dijo esto acerca de la mujer que lo había traído al mundo: «Odiaba a aquella zorra. Nació sin instinto maternal. Jamás me demostró ningún tipo de afecto. Que yo sepa, no me dio un solo beso en toda su vida. Nunca me cogió en brazos». En términos de relaciones, la de ellos no podía estar más rota. Mientras que Greg se debatiría durante toda su vida entre lo bueno y lo malo de su padre, no había posibilidad de perdón para su madre. Ella lo había abandonado o, aún peor, nunca lo había considerado su hijo y le había prestado poquísima atención a los años formativos de su educación. Por lo general, trataba con favoritismo a su hijo mayor, Patrick, pues lo asociaba con los primeros y felices años de su relación con Ernest. Por el contrario, Ada, la institutriz de la familia, fue quien se encargó de criar a Greg, que a menudo pasaba con ella las vacaciones de verano y Navidad en su casa del norte del estado de Nueva York. A pesar de todo, dudo mucho de que la opinión de Patrick con respecto a su madre fuera muy diferente de la de mi padre. Pauline fue enterrada en el cementerio Hollywood Memorial y, como estudiante de la UCLA, debía de haber pasado mil veces por delante de aquel camposanto de camino hacia mis clases. Sin embargo, no fue hasta que una amiga me pidió que pasara allí un par de horas con ella cuando lo visité por primera vez. «Podríamos merendar sentados sobre la hierba», me había propuesto.

(…)

Años más tarde, descubrí gracias a la doctora Ruth Hawkins, la directora del Museo y Centro Educacional Hemingway-Pfeiffer, que mi padre y mi tío nunca se molestaron en poner una lápida. Podrían habérsela permitido, pero está claro que pensaban que Pauline no se la merecía. «No soporto a los horribles niños pequeños» fueron las palabras con las que en una ocasión trató de justificar su forma de tratar a mi padre, de modo que, cuando murió, aquellos «horribles niños pequeños» probablemente tuvieron cosas mejores de las que preocuparse que de lápidas. No se dejó ninguna señal de su fallecimiento, nada que pudiera recordarles —a ellos o a cualquier otra persona— que allí yacían los restos de la mujer que una vez había sido su madre.

Pauline era periodista, pero, al contrario que Ernest, nunca había tenido que trabajar para poder vivir. Su padre había amasado una inmensa fortuna en la industria farmacéutica, así que tanto ella como su hermana Jinny disfrutaban de una despreocupación financiera con la que mi abuelo tan sólo podía soñar durante sus años de juventud. Poseían cuantiosos fondos fiduciarios y, además, tenían un tío sin descendencia que las trataba como si fueran sus propias hijas. De hecho, la casa de Cayo Hueso en la que crecieron mi padre y su hermano fue un regalo del tío de mi abuela, Gus Pfeiffer. Se trataba de una casa colonial francesa, grande, bien ventilada y de dos pisos. La construyó en 1851 un magnate naviero de la zona y contaba con la única piscina de la isla, un lujo que mi abuela añadió más tarde en un fracasado esfuerzo por frenar las ansias de conocer mundo de su marido. Por aquella época, mi abuelo acababa de conocer a la señora que se convertiría en su tercera esposa, Martha (Marty) Gellhorn. Ernest siempre afirmó que si amabas a alguien debías hacerlo oficial, y mientras tuvo la fuerza necesaria para mantenerse firme en sus convicciones aquello fue exactamente lo que hizo.

(…)

Portada del libro del que hemos extraído este fragmento.

Portada del libro del que hemos extraído este fragmento.

Todo lo que sucedía en la vida de mi padre era complicado. Era el segundo hijo de Pauline, el fruto de su segundo parto por cesárea. Tras el nacimiento de Greg, el 12 de noviembre de 1931, los médicos aconsejaron a mi abuela que no tuviera más hijos, puesto que lo más probable sería que su útero no fuera capaz de soportar el embarazo. Aquello supuso una doble decepción para Ernest. Él quería una niña, pero si se quedaba con Pauline tendría que plantarse con tres hijos —mi padre, Patrick y John (también conocido como Jack, resultado del primer matrimonio de Ernest)—, en lugar de con los dos hijos y una hija que él deseaba. Pauline, como siempre, estaba desesperada por complacer a su marido, así que si mi abuelo estaba desilusionado, ella también.

Así pues, pese a que Greg era técnicamente hijo suyo, Pauline no poseía ningún tipo de instinto maternal ni sentía deseo alguno de hacerse cargo de un bebé. Esa circunstancia, combinada con el hecho de que el género de Greg no era el que su esposo había ordenado, hizo que mi abuela situara a la criatura en el extremo final de su lista de prioridades. De aquel modo, Greg pasó a ser problema de Ada Stern, la institutriz de la familia, una alcohólica cruelmente manipuladora. Mi tío Patrick dijo una vez que a la edad de tres años tenía una idea bastante clara de quién era su madre. Está claro que ése no fue el caso de Greg. El niño tenía un miedo horrible a perder a Ada porque era lo único que tenía en el mundo. Por desgracia, Ada, como madre sustituta, impuso una gran cantidad de normas que mi padre debía obedecer; cada vez que rompía una de aquellas reglas, tal y como suelen hacer los niños pequeños, la institutriz lo amenazaba con marcharse. Se trataba de un chantaje bastante cruel para un niño de tres años, así que mi padre se aterrorizaba y comenzaba a gritar: «¡No me dejes! ¡Por favor, no me dejes!», a lo que ella respondía también a voces: «De acuerdo, mierdecilla, me quedaré. Pero si vuelves a portarte mal una sola vez…». Y así una y otra vez.

Siempre que Ernest y Pauline planeaban uno de sus viajes de aventura a Europa o África, mi padre se quedaba con Ada. Patrick en ocasiones acompañaba a sus padres, aunque otras veces, como alternativa, lo enviaban a casa de sus abuelos maternos en Piggott, Arkansas. Pero Greg casi siempre se iba con Ada a su casa del norte del estado de Nueva York. En uno de los pocos momentos en que Greg se quedó con su madre mientras Ada estaba fuera con Patrick, Pauline se quejó de que su hijo pequeño se había convertido en «el más pésimo tipo de niño de mamá». El niño echaba de menos a su institutriz y se pasaba el día pegado a Pauline y llorando cada vez que la perdía de vista. Incapaz de tolerar a los críos gritones, mi abuela lamentó una vez más que Greg no hubiera sido la niñita que ella tanto había deseado.’

Gregory Hemingway de niño.

Gregory Hemingway de niño.

A veces intento imaginar la clase de hombre que podría haber sido mi padre si Pauline le hubiera prestado algo más que un ligerísimo interés a su educación. Me gusta soñar con que todo habría sido diferente y con que yo no habría perdido tanto tiempo intentando completar el rompecabezas de la loca existencia de Greg. Nunca habría existido la necesidad de que me alejara de él y me instalara en Europa para encontrar mi propio espacio y una perspectiva diferente. Tampoco habría existido el período de diez años (de 1987 a 1997) en el que ambos interrumpimos todo tipo de comunicación con el otro. Probablemente —teniendo en cuenta que tanto Ernest como el padre de Ernest, Clarence, también la padecieron—, mi padre no habría sido capaz de evitar su psicosis maníaco-depresiva, pero está claro que el estrés al que Greg tuvo que enfrentarse durante su infancia no ayudó. Bebía en exceso para sobrellevar sus infelices recuerdos, y el alcohol suele ser uno de los detonantes de dicha enfermedad. Tan sólo un poco más de atención por parte de su madre podría haber supuesto una gran diferencia. No hay duda de que Greg no habría sido tan inseguro y de que habría estado mejor preparado para soportar el peso de un apellido tan famoso como el suyo. Habría sido un hombre más feliz y, tal vez, menos turbado por su propia sexualidad. Nadie se habría lamentado por la hija que no fue y su madre lo habría querido como el maravilloso niñito que sí fue. Y quizá, en caso de que su madre hubiera estado ahí para él, la «anormalmente estrecha relación» con su padre, según sus propias palabras, no habría sido tan abrumadoramente importante.

 

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SEMEJANZAS ENTRE GREG Y ERNEST

Una de las cosas que más llaman la atención sobre mi abuelo es que su popularidad todavía perdura. Muchos otros escritores norteamericanos han ganado el Pulitzer o el Premio Nobel, pero no creo que ninguno de ellos llegue al nivel de aclamación pública del que Ernest disfruta aún hoy en día. En una época en la que se destrona a los iconos a una velocidad de vértigo, la imagen de Ernest Hemingway resiste. La simple y aun así intensa naturaleza de su escritura ha sobrevivido al paso del tiempo, y el interés del público en su vida y sus aventuras es, tal vez, más fuerte hoy que cuando murió.

Hemingway en un retrato de Robert Capa tomado en 1940 o 1941.

Hemingway en un retrato de Robert Capa tomado en 1940 o 1941.

Debo admitir que, de pequeño —y más adelante durante la adolescencia y los primeros años de mi vida adulta—, discrepaba bastante de aquella poderosa imagen. El heroico mito Hemingway no describía precisamente con exactitud la realidad de mi familia. Mientras intentaba encontrar mi propio camino en la vida —con una madre esquizofrénica y un padre travesti—, los seguidores de mi abuelo me recordaban de manera constante que Ernest seguía siendo «el Hombre».

Pero ¿cómo podía yo explicarles a aquellos fans la figura de mi padre? Ernest Hemingway, como Teddy Roosevelt, John Wayne y Clint Eastwood, era el estándar, la medida de lo que significaba ser un hombre en Norteamérica. Y luego estaba mi padre, que entraba en los bares de vaqueros del este de Montana vestido de mujer. A pesar de que demostraba cierto tipo de valentía, aquello no lo convertía en un segundo John Wayne.

Greg tenía más cosas en común con la escritura de su padre que con su mito personal. Las historias de Ernest eran casi siempre trágicas, con hombres duros, como Robert Jordon y Harry Morgan, que alcanzaban el estatus de héroes por su digna respuesta ante los obstáculos abrumadores y la derrota inevitable. Era una literatura de la pérdida, que representaba de forma realista —sobre el fondo de los paisajes de amor y de guerra de Ernest— la dura verdad de que el mundo es esencialmente indiferente. No le importaba lo que te ocurriera, así que lo único que podía redimirte era tu código ético personal. El mundo nos destrozaría a todos, de manera imparcial, pero si sobreviviéramos, se nos formaría, tal y como Ernest escribió en Adiós a las armas, «cal en el lugar de la fractura». Teniendo en cuenta que la escribió un hombre nacido en un país en el que ser el número uno era, y continúa siendo, de importancia primordial, dicha filosofía era casi subversiva. Tenía mucho más que ver con mi padre que con la pose de macho por la que Ernest era célebre. Era una afirmación que iba en contra de la creencia nacional de que cualquier persona, con el suficiente talento y con trabajo duro, podía superar la adversidad y alcanzar la cumbre. Pero el mito es más fuerte que la realidad, y a la mayoría de la gente —sobre todo a aquellos que nunca han leído una obra suya— la imagen que se les representa en la cabeza cuando se menciona el nombre de Ernest Hemingway no es la del crítico social, sino la del héroe macho: el gran cazador, el pescador, el guerrero, el amante. Era el hombre que lo hacía prácticamente todo y que lo hacía mejor que cualquier otra persona. Eso era lo que solía oír de niño en Miami, y lo que todavía oigo en la actualidad.

Gregory Hemingway en un retrato policial de 2001.

Gregory Hemingway en un retrato policial de 2001.

Cuando era adolescente y vivía con mi tío abuelo Leicester y su familia en Miami Beach, intenté unir las piezas de un rompecabezas que simplemente no encajaba. Existía una enorme distancia entre mi masculino abuelo y mi padre, un apasionado de la moda femenina. Necesitaba comprender quién era yo dentro de aquella familia, así que había empezado a hacerme preguntas: ¿con quién tenía más cosas en común, con el padre travesti o con el abuelo famoso? ¿De qué forma estaban conectados aquellos dos hombres? ¿Qué había ido mal con Greg? ¿Por qué sufría psicosis maníacodepresiva y por qué tenía aquella extraña necesidad de vestirse de mujer? Mi padre dijo en una ocasión que «Papa era demasiado macho como para creérselo». Pero, viendo que no parecía haber nadie más que compartiera aquella opinión, yo había comenzado a pensar que quizá fuera verdad lo que decía el resto de la familia: que Greg no era más que la oveja negra.

Para muchos miembros de mi familia, y para todas las personas que tenían que enfrentarse al impredecible comportamiento de mi padre, aquélla era, con toda probabilidad, la explicación más sencilla. Greg estaba fundamentalmente trastornado. Era una manzana podrida, quizá incluso desde el momento en que nació, pero aun así no conseguía restarle un ápice de grandeza a su padre. No se podía culpar a Ernest por el carácter de su hijo; de hecho, ni siquiera podía comparársele con su vástago más joven. Toda familia cuenta con uno o dos productos defectuosos, así que aquello no era nada de lo que avergonzarse. Sin embargo, a mí me resultaba duro aceptar aquella teoría… en parte porque me parecía profundamente ofensiva hacia una persona que me importaba mucho, pero también porque continuaba pensando que tenía que existir algún tipo de vínculo entre mi padre y mi abuelo.

HemingwaySonrieY, en efecto, lo había. Pese a que la mayor parte de la gente sigue viendo a Ernest Hemingway como siempre se le ha visto, las opiniones de la crítica en cuanto a su trabajo y su personalidad han cambiado de manera radical a lo largo de los últimos años. Ya a finales de la década de los setenta, pero sobre todo a partir de 1986, fecha en la que se publicó El jardín del Edén, los estudiosos comenzaron a fijarse en otra faceta del carácter y la escritura de mi abuelo. No podemos continuar negando que Hemingway es mucho más complicado de lo que parece a primera vista.

Argumentalmente, El jardín del Edén supuso una ruptura respecto a la habitual tasa de hombres duros en escenarios exóticos que solía aparecer en las obras de Hemingway. Es cierto que las localizaciones francesas y españolas eran bastante originales, pero el protagonista, el joven escritor norteamericano David Bourne, tenía más cosas en la cabeza aparte de la caza, la pesca y la guerra. David y su esposa Catherine se embarcan en lo que podría definirse como una serie de experimentos travésticos o de mezcla de géneros. En el primer capítulo, ambos se muestran muy enamorados y, tras la publicación de la primera novela de éxito de David, deciden pasar una temporada en un pequeño pueblo de la costa del sur de Francia. Durante el día se dedican a pescar, y nadar, y tomar el sol, y hacer el amor. David se siente muy feliz con ese estado de la cuestión, pero Catherine, al más puro estilo de la Eva original, no se encuentra satisfecha con ese tipo de vida y lo cambia todo cuando le hace una visita al barbero de David.

Ernest, de pequeño, vestido con ropa de niña.

Ernest, de pequeño, vestido con ropa de niña.

La publicación de esta obra marcó el comienzo de la temporada de caza de la naturaleza «andrógina» de los personajes. Kenneth Lynn conjetura que la androginia de El jardín del Edén (y de otras historias de Hemingway) se debe al hecho de que, cuando era pequeño, a mi abuelo lo convirtieron en «gemelo» de su hermana mayor, Marcelline. Llevaba la misma ropa que ella y, por lo general, lo trataban como a una niña. Fue a los mismos sitios e hizo las mismas cosas que ella durante un período más largo de lo habitual. Recuerdo que, cuando estuve en casa de mi tío abuelo Leicester, vi unas cuantas fotografías de Ernest vestido de niña y pensé que era algo extraño. Le pregunté a Doris, la esposa de Leicester, por qué sus padres lo hacían ir así ataviado. «Por aquel entonces solía hacerse mucho —me contestó—. No tenía importancia alguna». Cuando al fin descubrí el travestismo de mi padre, yo ya había establecido el vínculo entre Greg y Ernest y había decidido que si mi abuelo se había puesto vestidos cuando era niño, entonces era lógico que mi padre hubiera hecho lo mismo en su infancia, aunque, hasta donde yo sé, no fue así. Años más tarde, pensé que, dado que mi padre tenía tantas cosas en común con Ernest, entonces mi abuelo debía de haberse parecido mucho a su propio padre, Clarence. Pero no tenía razón. En realidad, la responsable de moldear al hombre que un día llegaría a cambiar el rostro de la literatura mundial y a inspirar a millones de lectores con sus relatos de abnegazione o sacrificio fue Grace, la madre de Ernest. Grace poseía el instinto y la determinada intensidad por los que Ernest se hizo famoso. Puede que Clarence enseñara a su hijo mayor a cazar y a pescar, pero el talento y la ambición del muchacho procedían de su madre.

De joven, Grace había estudiado para convertirse en cantante de ópera; incluso llegó a actuar en el viejo Madison Square Garden de Nueva York. Poco tiempo después de aquello, decidió abandonar su prometedora carrera y casarse con el hombre que había tratado a su madre del cáncer que le provocó la muerte. No obstante, no se transformó en una feliz ama de casa. En la mayoría de las ocasiones, los sirvientes (y de vez en cuando Clarence, a quien le gustaba cocinar) se encargaban de las comidas y de la limpieza, mientras que Grace se ocupaba de sus hijos y de las clases de música que impartía, que le proporcionaban unos ingresos netos de unos mil dólares al mes frente a los cincuenta que ganaba su esposo como obstetra. Tenía muy claro cuáles eran sus prioridades, y se parecía mucho más a su padre, un hombre bastante cosmopolita, que a su marido.

BiografiaHemingwayEl biógrafo Mark Spilka demuestra que la literatura victoriana de la época refleja el deseo que tenían muchas mujeres de desempeñar un papel más destacado en la sociedad, algo a lo que, sin lugar a dudas, Grace aspiraba. Era una mujer orgullosa e independiente a la que, probablemente, le molestaba el hecho de haber ocupado siempre, durante la infancia, un papel secundario respecto a su hermano Leicester. Al criar a su hijo como al gemelo de su hermana mayor (con muñecas y juegos de tacitas de té idénticos), compensó a nivel subconsciente aquella injusticia pasada y creó el temprano contexto andrógino de la vida de Ernest.

Spilka ve la influencia de las mujeres por todas partes en la obra de Hemingway, y además afirma que la omnipresente imagen masculina de mi abuelo con la que él y otros muchos estudiosos han crecido está en peligro de extinción.

En realidad, nunca existió una época en la que Ernest pudiera pensar en sí mismo de forma realista como en un ser apartado de las mujeres, o como en una especie de macho en su esencia pura. Hasta el día en que murió, siempre hubo una mujer a su lado.

Incluso cuando escribía exclusivamente sobre hombres, las relaciones que mi abuelo describía solían distar bastante de ser inequívocas. En «Una sencilla indagación» (Hombres sin mujeres, 1927), un comandante italiano y homosexual destacado en el frente austríaco durante la Primera Guerra Mundial interroga con discreción a su ordenanza acerca de sus preferencias sexuales. El comandante le pregunta al ordenanza, Pinin, si alguna vez ha amado a una mujer, y el joven, evasivo, le contesta que ha «estado con chicas». El soldado, que se encuentra en un puesto de avanzada en mitad de los Alpes, está completamente a merced de su superior al mando. No puede negarse sin más a responder a las pesquisas de su comandante. Entonces éste le pregunta si está enamorado en ese momento. Pinin le dice que sí, pero que no le escribe cartas a su prometida. En ese punto, el comandante repite la cuestión y le pregunta a Pinin si está seguro al cien por cien de su amor por la chica; el ordenanza le asegura que sí. No obstante, el comandante no está convencido y trata de averiguar si el soldado es un «depravado». Pinin le dice que no sabe a qué se refiere el coronel con «depravado» y el oficial le espeta: «No hace falta que te des esos aires de superioridad.» «Eres un buen chico, Pinin —afirma el comandante—. Pero no te des aires de superioridad, y ten cuidado de que no venga otro y te pille».

hemingwayNakeTras haber obtenido el permiso para marcharse, el joven se va caminando de una forma extraña o diferente y, como defiende el estudioso de Hemingway, Charles J. Nolan:

Esas reacciones se deben bien a que ha estado sometido a presión, o a que se siente avergonzado de que lo hayan tomado por homosexual, o a que está molesto porque le hayan hecho proposiciones deshonestas, o a que lo han descubierto… La historia termina, por tanto, de una forma que nos obliga a volver a ella. Cuando el comandante oye que Pinin regresa con más leña, piensa: «El muy pillastre… me pregunto si me habrá mentido.» Una vez más, volvemos a hacernos preguntas sobre el comandante y su ordenanza.

Como otros relatos de Hombres sin mujeres, éste recurre a nuestra más profunda comprensión del comportamiento humano. Los tres personajes que aparecen en él son enigmáticos, pues sólo nos revelan sus complejas naturalezas cuando examinamos con detalle lo que hacen y lo que dicen. Parte del genio de Hemingway consistía en proporcionarnos personas [y] situaciones áridas tan llenas de ambigüedad como cualquiera de las que podemos encontrar en nuestra propia experiencia. Tal y como señala el comandante, la vida es, en efecto, «complicada»… en el ejército y en todas partes.

 

Nancy R. Comley y Robert Scholes enturbian aún más las cristalinas aguas del mito del Hemingway masculino mediante su exploración de la cualidad andrógina de la escritura de Ernest; la describen de manera más específica como «un cambio metamórfico de raza y género». Para ilustrar su tesis, se centran en un pasaje del manuscrito original de El jardín del Edén que fue eliminado posteriormente. En él, se compara a los dos protagonistas con La metamorfosis, la famosa escultura de Rodin que representa a dos amantes lesbianas.

Para Comley y Scholes, Ernest estaba claramente fascinado por el ejemplo de erotismo lésbico de Rodin, pero también entusiasmado por la idea de metamorfosis. Tal vez temerosos de las críticas que provocaría su estudio sobre las opiniones de mi abuelo en cuanto al género, al final de su libro preguntan: «¿Hemos intentado demostrar que Hemingway era gay?» «No», contestan. En cualquier caso, se trataba de una pregunta demasiado simple. La bisexualidad, el lesbianismo y la metamorfosis sexual fueron temas que interesaron tanto a Ernest como a otros artistas de aquel período. Como intelectuales, no podían sino empaparse de las cuestiones culturales de la época, y las diferentes prácticas sexuales formaban parte, sin lugar a dudas, de aquel crisol de ideas.

HemingwayGendersLa descripción que estos dos estudiosos hacen de mi abuelo –que era una persona demasiado compleja para etiquetarlo como simplemente gay o heterosexual— me recuerda mucho a mi propio padre. Al igual que Ernest, durante la mayor parte de su vida Greg luchó por manejar sus propias contradicciones y por crear un equilibrio entre lo hipermasculino y las partes femeninas y ocultas de su personalidad. El conflicto debió de ser insoportable, pero no creo que su cambio de sexo contribuyera a la resolución de ninguno de sus problemas. Se trataba de algo que llevaba deseando mucho tiempo, tal vez con la esperanza de que lo curaría de sus cambios de humor; pero cuando al fin pudo llamarse «Gloria» y contar con la anatomía externa que lo demostrara, psicológicamente continuó siendo el mismo Greg de siempre. No hubo renacimiento, así que mi padre siguió siendo alternativamente asediado por períodos maníacos y depresivos. Al igual que Ernest, nunca logró encontrar la clave de la felicidad. Pero, de la misma forma que la obra de mi abuelo debe parte de su complejidad y de su moderno atractivo a su naturaleza andrógina —dado que representa el intento de describir a hombres que están más en contacto con su lado femenino—, lo mismo podría decirse de la «metamorfosis» de mi padre. No le funcionó, pero tal vez, como acto simbólico, se estaba limitando a recoger el testigo justo donde mi abuelo lo había dejado, a llevar las fantasías literarias y nocturnas de Ernest a su conclusión lógica.

Muchos de los biógrafos de mi abuelo han hablado acerca de su obsesión por el pelo. Ernest escribió extensamente sobre el cabello: sobre cortarlo y teñirlo; sobre las sensaciones que le provocaba en las manos; sobre su color, sobre cómo ondeaba, sobre la posibilidad de que fuera o no sedoso; sobre si era largo o corto, rubio o rojo, de chico o como el de una chica. Era un asunto, por extraño que parezca, que lo apasionaba, igual que las corridas de toros y la pesca en alta mar. Pese a que no es algo que a mí me emocione mucho, a mi abuelo sí que le resultaba excitante… y mucho. Esa fascinación literaria guía al estudioso Carl P. Eby hasta un territorio inexplorado. En su libro Hemingway’s Fetishism, admite que ya no «está de moda» analizar el subconsciente de un autor mientras se estudia su trabajo, pero también asegura que, debido al principio del «iceberg» inherente a la obra de Hemingway, hay mucho oculto tras sus palabras, y, por tanto, el enfoque psicoanalítico está justificado.

No cabe duda de que Eby no se deja nada en el tintero. En su fervor psicoanalítico lo abarca todo, desde «las mujeres fálicas» hasta la relación entre «perversión, pornografía y crea-tividad». Desentierra una montaña de información en todos los trabajos de mi abuelo, desde sus relatos cortos hasta el último de sus libros póstumos. Pero, una vez más, lo que me resultó más útil fueron las similitudes que encontré respecto a mi padre. Sobre todo cuando llegué al fragmento «la falta de unos cuidados maternales satisfactorios, la madre que bien priva al niño de cariño, bien lo abruma, constituye un terreno fértil para el posterior desarrollo de tendencias malsanas...» Pensé: «¡Bingo!… El vínculo que faltaba.»

Gregory y su padre, Ernest, en Cuba.

Gregory y su padre, Ernest, en Cuba.

Por fin pude establecer una conexión entre Greg y Ernest en cuanto a la forma en que los habían educado. En realidad no tenía nada que ver con que hubieran llevado ropa de niña, sino con el hecho de que tanto Grace como Pauline habían impedido que sus hijos reconocieran completamente su masculinidad durante esos tres cruciales primeros años de desarrollo. Había encajado otra pieza del rompecabezas. La madre de Ernest lo «abrumaba», sin lugar a dudas, y a Pauline le faltaba lo que mi padre llamó el «instinto maternal». Cuando Greg nació, la relación de Pauline y Ernest había perdido la pasión del comienzo. Ella había fracasado en el intento de darle a mi abuelo la hija que deseaba y había delegado en su institutriz, Ada, la crianza de su segundo hijo. Intencionadamente o no, Pauline había privado a Greg del amor que tanto ansiaba y, en consecuencia, lo dañó de por vida.

Para manejar la rabia y la confusión que sentía hacia su madre, así como el estrés de sus posteriores períodos maníacos, Greg parece haber tomado con su travestismo el relevo de Ernest justo donde éste lo dejó. Eby sugiere que mi abuelo utilizaba su fetichismo por el cabello para gestionar momentos de crisis y de estrés extremo. Durante la primavera de 1947, Ernest atravesó una época de gran nerviosismo. Su esposa Mary estaba en Chicago cuidando a su padre, a quien los médicos recomendaban castrar como cura para el cáncer de próstata. Su hijo Patrick llevaba un mes encamado en Finca Vigía, la casa cubana de Ernest, gritando como un loco debido a la psicosis traumática que le había provocado un accidente de tráfico. Mi abuelo, que se ocupaba de Patrick casi las veinticuatro horas del día, padecía los efectos conjuntos de la falta de sueño, la preocupación por su hijo, la soledad por estar lejos de Mary y su habitual exceso de alcohol. Tenía que hacer algo para evitar otro período «de culo», como solía llamar a sus rachas depresivas, así que decidió teñirse el pelo de rojo. No es que aquélla fuera la primera vez. En 1933 había escrito a mi abuela Pauline para preguntarle cómo podía cambiarse el color del pelo de rojo a rubio. El cabello rojo, de acuerdo con Marcelline, la hermana mayor de Ernest, tenía un significado especial para él, pues Grace siempre hablaba del pelo «rojizo» como del color más favorecedor para las mujeres. Tanto Kenneth Lynn como Carlos Baker afirmaron en sus libros que mi abuelo había justificado el color rojo cobrizo de su cabello diciendo que había utilizado por error un bote de champú que Martha Gellhorn se había dejado olvidado en su casa cuando vivió allí. En una carta de Ernest a Mary, sin embargo, nos encontramos con una versión completamente distinta:

ErnesHeminpostLPGAyer por la noche… tuve que hacer guardia toda la noche [junto a la cama de Patrick] y pensé que pronto estarías de vuelta y qué podría hacer para entretenerme y complacerte y recordé que por las noches solías hablar de Catherine y de cómo era su pelo y decidí que lo teñiría de rojo… Así que comencé con un pequeño mechón de prueba… y sólo un poquitín de mezcla y se transformó en un hermoso rojo en unos treinta y cinco minutos… (Iba controlando a Mousie» [Patrick] todo el rato.) Un cabello tan oscuro como el mío tiene que pasar por el rojo antes de poder ser rubio… Así que pensé qué demonios. Lo pondré rojo del todo para mi gatita y lo hice con cuidado y bien, igual que el tuyo, y me lo dejé puesto cuarenta y cinco minutos y acabó tan rojo como una cazuela de cobre bruñida o un penique recién acuñado, no de color latón, sino verdaderamente cobrizo brillante… y naturalmente por la mañana me cagué de miedo… y entonces pensé qué demonios… con todo como está y nosotros gente libre que puede hacer lo que quiera que no haga daño a nadie, a quién le importa que no seamos tú y yo…

Así que me puse el pelo rojo… y me encantó por ti y me sentí orgulloso de él… y nadie dijo más al respecto de lo que le dijeron al gen[eral] Custer cuando se dejó el suyo hasta los hombros. Porque justo ahora tengo bastante crédito ante mis tropas…

Así que ahora soy tan pelirrojo como te gustaría que fuera tu chica Catherine y me importa un bledo todo lo demás… (me gusta mucho). No es un rojo intenso, sino claro, brillante, cobrizo, como de brillantes cazuelas de cobre... y lo haré de nuevo antes de que vuelvas a casa… o lo haré de nuevo cuando llegues… Si una chica tiene derecho a ponerse el pelo rojo yo lo tengo… He luchado en bastantes batallas para que nadie me diga nada… excepto tal vez personas luchadoras maravillosas y quizá no lucharan tantas veces a lo largo de un período tan largo de años y meses y días…

Así que seré pelirrojo, gatita, cuando te vea y muy orgulloso de serlo y espero que complazca a mi gatita…

En realidad tanto Catherine como yo estaríamos mejor con rojo oscuro que con este nuevo y alegre color cobrizo de hojalatero. Pero eso no puede hacerse en casa.

 

Cuando leí por primera vez la parte en la que Ernest dice: «naturalmente por la mañana me cagué de miedo», no pude evitar reírme. Me recordó mucho a mi padre. No es que a mi padre le diera por teñirse el pelo (él era más de llevar pelucas), pero las palabras que utiliza Ernest son muy parecidas a las de Greg. Yo había visto en bastantes ocasiones cómo mi padre pasaba en cuestión de horas del modo macho a la histeria y de nuevo al modo macho. Le entraba el pánico al ver el lío que había formado durante una fase maníaca, se preocupaba por lo que iban a pensar los demás, y después, justo corno su padre, decía «qué demonios», y se mostraba orgulloso de lo que llevaba puesto o de lo que había hecho. Para mí, leer una carta como la citada más arriba es una especie de regreso al hogar. Me devuelve al hombre que fue mi padre, me recuerda su locura, pero también su fragilidad y su humor. Era la viva imagen de su padre. Eran dos hombres que intentaban incorporar la otra mitad, que estaban obsesionados por las mujeres, que crearon entre ellos un vínculo especial que mi padre sabía que nadie entendería y que permanecería en secreto hasta el día de su muerte. Al fin y al cabo, ¿quién lo habría creído si hubiera gritado «¡Papa era uno de esos tipos que mezclan los géneros, llevan pendientes y se tiñen con henna!» Nadie, claro está. La imagen de Ernest como pilar de la hombría norteamericana era —y continúa siendo— intocable. Ojalá estos estudiosos hubieran tenido más éxito a la hora de publicar su retrato actualizado de mi abuelo mientras mi padre estaba todavía vivo. Es cierto que el mito es difícil de combatir, pero estoy seguro de que saber que el gran público estaba al fin al corriente de lo que él intuía desde hacía años habría ayudado a Greg.