Stephen King: Si quieres ser escritor

 

Extraemos un fragmento de Mientras escribo, un libro en el que el escritor estadounidense Stephen King comparte con honestidad brutal sus certezas sobre el arte de escribir. Este es un texto que todo aspirante a escritor debería leer.

 

Por Stephen King

Según el título de un célebre manual de entrenamiento de perros, no hay perros malos, pero cuéntaselo al padre de un niño agredido por un pit bull o un rottweiler y seguro que te parte la cara. En el mismo sentido, y aunque tenga unas ganas infinitas de dar ánimos a cualquier persona que intente escribir en serio por primera vez, mentiría si dijera que no hay escritores malos. Lo siento, pero hay un montón. Algunos pertenecen a la plantilla del periódico local; son los que hacen las críticas de las obras de teatro en salas pequeñas, o los que pontifican sobre los equipos regionales. Otros se han comprado una casa en el Caribe con su pluma, dejando un reguero de adverbios palpitantes, personajes de cartón y viles construcciones en voz pasiva. Otros, en fin, se desgañifan en lecturas poéticas a micrófono abierto, con jersey de cuello alto y pantalones arrugados de corte militar. Son los que sueltan ripios sobre «mis indignados pechos de lesbiana», o «la calle torcida donde grité el nombre de mi madre».

Los escritores se ordenan siguiendo la misma pirámide que se aprecia en todas las áreas del talento y la creatividad humanos. Los malos están en la base. Encima hay otro grupo, ligeramente más reducido pero abundante y acogedor: son los escritores aceptables, que también pueden estar en la plantilla del periódico local, en las estanterías de la librería del pueblo o en las lecturas poéticas a micrófono abierto. Es gente que ha llegado a entender que una cosa es que esté indignada una lesbiana y otra que sus pechos sean eso, pechos.

El tercer nivel es mucho más pequeño. Se trata de los escritores buenos de verdad. Encima (de ellos, de casi todos nosotros) están los Shakespeare, Faulkner, Yeats, Shaw y Eudora Welty: genios, accidentes divinos, personajes con un don que no podemos entender, y ya no digamos alcanzar. ¡Caray, si la mayoría de los genios no se entienden ni a sí mismos, y muchos viven fatal porque se han dado cuenta de que en el fondo sólo son fenómenos de circo con suerte, la versión intelectual de las modelos que sin comerlo ni beberlo ellas, nacen con los pómulos bien puestos y los pechos ajustados al canon de una época determinada!

Abordo el corazón de este libro con dos tesis sencillas. La primera es que escribir bien consiste en entender los fundamentos (vocabulario, gramática, elementos del estilo) y llenar la tercera bandeja de la caja de herramientas con los instrumentos adecuados. La segunda es que, si bien es imposible convertir a un mal escritor en escritor decente, e igual de imposible convertir a un buen escritor en fenómeno, trabajando duro, poniendo empeño y recibiendo la ayuda oportuna sí es posible convertir a un escritor aceptable, pero nada más, en buen escritor.

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En conclusión, que estoy seguro de que algunas voces me acusarán de fomentar una filosofía descerebrada y feliz, defender (ya que estamos) mi reputación no precisamente inmaculada, y animar a gente que «no es de los nuestros» a que pidan el ingreso en el club. Creo que sobreviviré. Pero antes de seguir, pido permiso para repetir mi premisa básica: al que es mal escritor no puede ayudarle nadie a ser bueno, ni siquiera aceptable. El buen escritor que quiera ser un genio… Da igual, dejémoslo.

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MientrasescriboKingSi quieres ser escritor, lo primero es hacer dos cosas: leer mucho y escribir mucho. No conozco ninguna manera de saltárselas. No he visto ningún atajo.

Yo soy un lector lento, pero con una media anual de setenta u ochenta libros, casi todos de narrativa. No leo para estudiar el oficio, sino por gusto.

Cada noche me aposento en el sillón azul con un libro en las manos. Tampoco leo narrativa para estudiar el arte de la narrativa, sino porque me gustan las historias. Existe, sin embargo, un proceso de aprendizaje. Cada libro que se elige tiene una o varias cosas que enseñar, y a menudo los libros malos contienen más lecciones que los buenos.

Cuando iba a octavo encontré una novela de bolsillo de Murray Leinster, un escritor de ciencia ficción barata cuya producción se concentra en los años cuarenta y cincuenta, la época en que revistas como Amazing Stories pagaban un centavo por palabra. Yo ya había leído otros libros de Leinster, bastantes, para saber que la calidad de su prosa era irregular. La novela a que me refiero, que era una historia de minería en el cinturón de asteroides, figuraba entre sus obras menos conseguidas. No, eso es ser demasiado generoso; la verdad es que era malísima, con personajes superficiales y un argumento descabellado. Lo peor (o lo que me pareció peor en esa época) era que Leinster se había enamorado de la palabra zestful, «brioso». Los personajes veían acercarse a los asteroides metalíferos con «briosas sonrisas», y se sentaban a cenar «con brío» a bordo de su nave minera. Hacia el final del libro, el protagonista se fundía con la heroína (rubia y tetuda) en un «brioso abrazo». Fue para mí el equivalente literario de la vacuna de la viruela: desde entonces, que yo sepa, nunca he usado la palabra zestful en ninguna novela o cuento. Ni lo haré, Dios mediante.

Mineros de asteroides (no se llamaba así, pero era un título parecido) fue un libro importante en mi vida de lector. La mayoría de la gente se acuerda de cuándo perdió la virginidad, y la mayoría de los escritores se acuerdan del primer libro cuya lectura acabaron pensando: yo esto podría superarlo. ¡Si ya lo he superado! ¿Hay algo que dé más ánimos a un aprendiz de escritor que darse cuenta de que lo que escribe, se mire como se mire, es superior a lo que han escrito otros cobrando?

Leyendo prosa mala es como se aprende de manera más clara a evitar ciertas cosas. Una novela como Mineros de asteroides (o El valle de las muñecas. Flores en el ático y Los puentes de Madison, por dar algunos ejemplos) equivale a un semestre en una buena academia de escritura, incluidas las conferencias de los invitados estrella.

Por otro lado, la buena literatura enseña al aprendiz cuestiones de estilo, agilidad narrativa, estructura argumental, elaboración de personajes verosímiles y sinceridad creativa. Quizá una novela como Las uvas de la ira provoque desesperación y celos en el escritor novel («No podría escribir tan bien ni viviendo mil años»), pero son emociones que también pueden servir de acicate, empujando al escritor a esforzarse más y ponerse metas más altas. La capacidad arrebatadora de un buen argumento combinado con prosa de calidad es una sensación que forma parte de la formación imprescindible de todos los escritores. Nadie puede aspirar a seducir a otra persona por la fuerza de la escritura hasta no haberlo experimentado personalmente.

SKing2Vaya, que leemos para conocer de primera mano lo mediocre y lo infumable. Es una experiencia que nos ayuda a reconocer ambas cosas en cuanto se insinúan en nuestro propio trabajo, y a esquivarlas. También leemos para medirnos con los buenos escritores y los genios, y saber hasta dónde se puede llegar. Y para experimentar estilos diferentes. Quizá te encuentres con que adoptas el estilo que más admiras. No tiene nada de malo. De niño, cuando leía a Ray Bradbury, escribía como él: todo era verde y maravilloso, todo visto por una lente manchada por el aceite de la nostalgia. Cuando leía a James M. Cain me salía todo escueto, entrecortado y duro. Cuando leía a Lovecraft, mi prosa se volvía voluptuosa y bizantina. Algunos relatos de mi adolescencia mezclaban los tres estilos en una especie de estofado bastante cómico. La mezcla de estilos es un escalón necesario en el desarrollo de uno propio, pero no se produce en el vacío. Hay que leer de todo, y al mismo tiempo depurar (y redefinir) constantemente lo que se escribe. Me parece increíble que haya gente que lea poquísimo (o, en algunos casos, nada), pero escriba y pretenda gustar a los demás. Sin embargo, sé que es cierto. Si tuviera un centavo por cada persona que me ha dicho que quiere ser escritor pero que «no tiene tiempo de leer», podría pagarme la comida en un restaurante bueno ¿Me dejas que te sea franco? Si no tienes tiempo de leer es que tampoco tienes tiempo (ni herramientas) para escribir. Así de sencillo.

 Leer es el centro creativo de la vida de escritor. Yo nunca salgo sin un libro, y encuentro toda clase de oportunidades para enfrascarme en él. El truco es aprender a leer a tragos cortos, no sólo a largos. Es evidente que las salas de espera son puntos de lectura ideales, pero no despreciemos el foyer de un teatro antes de la función, las filas aburridas para pagar en caja ni el clásico de los clásicos: el váter. Gracias a la revolución de los audiolibros, se puede leer hasta conduciendo. Entre seis y doce de mis lecturas anuales son grabadas. En cuanto a que te pierdas cosas fabulosas por la radio… A ver, ¿cuántas veces puedes escuchar a los Deep Purple cantando Highway Star?

La gente bien considera de mala educación leer en la mesa, pero si aspiras a tener éxito como escritor deberías poner los modales en el penúltimo escalón de prioridades. El último debería ocuparlo la gente bien y sus expectativas. De todos modos, si adoptas la sinceridad como divisa de lo que escribes, tus días como integrante de tan selecta colectividad están contados.

¿Dónde más leer? Pues en la cinta de correr, o en el aparato que uses cuando vas al gimnasio. Yo, que procuro hacer una hora de aparatos al día, creo que sin la compañía de una buena novela me volvería loco. Hoy en día, casi todas las instalaciones para el ejercicio físico (tanto domésticas como para gimnasios) tienen tele instalada, pero la verdad es que la tele es lo que menos falta le hace a un aspirante a escritor, ni haciendo gimnasia ni en cualquier otro momento del día. Si sientes como algo imprescindible tener puestos a los bocazas de la CNN dando las noticias mientras haces ejercicio, o a los bocazas de la MSNBC hablando de la bolsa, o a los bocazas de la ESPN dando los deportes, ya va siendo hora de que te preguntes por el grado de seriedad de tus aspiraciones de escritor. Tienes que estar dispuesto a replegarte a conciencia en la imaginación, y me parece que no es muy compatible con los presentadores de los talk-shows de moda. Leer toma su tiempo, y el pezón de cristal te roba demasiado.

Una vez destetada del ansia efímera de tele, la mayoría descubrirá que leer significa pasar un buen rato. He aquí mi sugerencia: la desconexión de la caja-loro es una buena manera de mejorar la calidad de vida, no sólo la de la escritura. Además, ¿de cuánto sacrificio hablamos? ¿Cuántas reposiciones de Frasier y Urgencias hacen para realizarte como norteamericano? ¿Cuántos horas de teletienda? ¿Cuántas…? No sigo, que me sulfuraría.

Cuando mi hijo Owen tenía siete años se quedó prendado de la E Street Band de Bruce Springsteen, sobre todo de Clarence Clemons, el saxofonista corpulento del grupo. Entonces pensó que quería tocar como él. A mi mujer y a mí su ambición nos divirtió y encantó. También reaccionamos como cualquier padre: con la esperanza de que nuestro hijo revelara talento, y hasta que fuera un niño prodigio. En Navidad te regalamos un saxo y lo apuntamos a clases con Gordon Bowie, un músico de la zona. Después cruzamos los dedos y esperamos que hubiera suerte.

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El talento priva de significado al concepto de ensayo. Cuando descubres que estás dotado para algo, lo haces (sea lo que sea) hasta sangrarte los dedos o tener los ojos a punto de caerse de las órbitas. No hace falta que te escuche nadie (o te lea, o te mire), porque siempre te juegas el todo por el todo; porque tú, creador te sientes feliz. Quizá hasta en éxtasis. La regla se aplica a todo: leer y a escribir, tocar un instrumento, jugar a béisbol… Lo que sea. El programa agotador de lectura y escritura por el que abogo (de cuatro a seis horas diarias toda la semana) sólo lo parecerá si son actividades que ni te gustan ni responden a ningún talento tuyo. De hecho, puede que ya estés siguiendo uno parecido. Si no es así, y te parece que necesitas permiso de alguien para leer y escribir cuanto te apetezca, considéralo dado en adelante por un servidor.

La verdadera importancia de leer es que genera confianza e intimidad con el proceso de la escritura. Se entra en el país de los escritores con los papeles en regla. La lectura constante te lleva a un lugar (o estado mental, si lo prefieres) donde se puede escribir con entusiasmo y sin complejos. También te permite ir descubriendo qué está hecho y qué por hacer, y te enseña a distinguir entre lo trillado y lo fresco, lo que funciona y lo que sólo ocupa espacio. Cuanto más leas, menos riesgo correrás de hacer el tonto con el bolígrafo o el procesador de textos.

 

 

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Si el Gran Mandamiento es «lee mucho y escribe mucho» (y te aseguro que sí), ¿cuánto es escribir mucho? Evidentemente, depende del escritor. Una de mis anécdotas favoritas (y que debe de pertenecer al mito, más que a la realidad) tiene como protagonista a James Joyce. Dicen que fue a verlo un amigo y encontró al gran hombre medio caído sobre el escritorio, en una postura de desesperación total.

—¿Qué te pasa, James? —le preguntó el amigo—. ¿Es por el trabajo? Joyce hizo un gesto de aquiescencia sin levantar la cabeza para mirarlo. Claro que era el trabajo. ¿Podía haber otra razón?

—¿Hoy cuántas palabras has hecho? —prosiguió el amigo.

Joyce (desesperado, echado aún de bruces en el escritorio) dijo: —Siete.

—¿Siete? Pero James… ¡Si está muy bien, al menos para ti!

—Sí —dijo Joyce, decidiéndose a levantar la cabeza—, supongo… ¡Pero es que no sé en qué orden van!

StephenKingMientras3En el otro extremo hay escritores como Anthony Trollope, autor de verdaderos mamotretos (buen ejemplo es Can You forgive Her? (¿Puedes perdonarla?), que para el público moderno podría cambiarse de título: ¿Puedes acabarlo de alguna manera? que se sacaba de la manga con asombrosa regularidad. Trabajaba en el servicio británico de correos (invento suyo fueron los buzones rojos que hay por todo el país), pero cada mañana, antes de salir de casa, escribía dos horas y media. Su horario era férreo. Si el final de las dos horas y media lo pillaba a media frase, la dejaba sin terminar hasta la mañana siguiente; y si remataba alguno de sus tochos de seiscientas páginas faltando un cuarto de hora para el final de la sesión, escribía «FIN», apartaba el manuscrito y empezaba el libro siguiente.

El británico John Creasey, autor de novelas policiacas, escribió cinco mil novelas (sí, cinco mil) bajo distintos seudónimos.

Yo he escrito unas treinta y cinco (algunas de extensión trollopiana) y se me considera prolífico, pero al lado de Creasey parezco un caso clínico de bloqueo. Hay varios novelistas contemporáneos que han escrito al menos tanto como yo (por ejemplo Ruth Rendell/Barbara Vine, Evan Hunter/Ed McBain, Dean Koontz y Joyce Carol Oates), y algunos que bastante más.

En el lado opuesto (el de James Joyce) aparece Harper Lee, autor de un solo y excelente libro: Matar un ruiseñor. La lista de los que han escrito menos de cinco es larga, e incluye a James Agee, Malcolm Lowry y (de momento) Thomas Harris. Está bien, pero en casos así siempre me pregunto dos cosas: ¿cuánto tardaron en escribir los libros que sí han escrito, y a qué dedicaban el resto del tiempo? ¿A hacer punto? ¿A organizar mercadillos en la parroquia? ¿A deificar ciruelas? Me acusarán de impertinente, y no lo niego, pero también lo pregunto por sincera curiosidad. Si Dios te ha regalado una facultad, ¿por qué no vas a ejercerla, por Dios?

En mi caso el horario está bastante claro. Dedico las mañanas a lo nuevo, la novela o cuento que tenga entre manos, y las tardes a la siesta y la correspondencia. La noche pertenece a la lectura y la familia, a los partidos televisados de los Red Sox y a las revisiones más urgentes. Por lo general, la escritura se concentra en las mañanas.

Cuando he empezado un proyecto no paro, y sólo bajo el ritmo si es imprescindible. Si no escribo a diario empiezan a ponérseme rancios los personajes, con el resultado de que ya no parecen gente real, sino eso, personajes. Empieza a oxidarse el filo narrativo del escritor, y yo a perder el control del argumento y el ritmo de la narración. Lo peor es que se debilita el entusiasmo de crear algo nuevo; empiezas a tener la sensación de que trabajas, sensación que para la mayoría de los escritores es el beso de la muerte. Cuando se escribe mejor (siempre, siempre, siempre) es cuando el escritor lo vive como una especie de juego inspirado. Yo, si quiero, puedo escribir a sangre fría… pero me gusta más cuando es algo fresco y quema tanto que casi no se puede tocar.

MientrasescriboKing2Antes, en las entrevistas, decía que escribía a diario menos en Navidad, el Cuatro de Julio y mi cumpleaños. Era mentira. Lo decía porque algo tienes que contar sí has aceptado una entrevista, y queda mejor si es un poco ingenioso. Tampoco quería parecer demasiado obsesionado por el trabajo (sólo un poquito). La verdad es que cuando escribo, escribo cada día, incluidos Navidad, el 4 de julio y mi cumpleaños. (Además, a mi edad procuras ignorar los cumpleaños.) Y cuando no trabajo, no trabajo nada, aunque esos períodos de inactividad suelen desorientarme y producirme insomnio. Para mí lo trabajoso es no trabajar. Cuando escribo es todo recreo, y las tres peores horas que he pasado en el recreo fueron divertidísimas.

Antes era más rápido. Tengo un libro (El fugitivo) escrito en una semana, hazaña que quizá hubiera valorado John Creasey (aunque he leído que él escribió varias novelas en dos días). Me parece que es por culpa de haber dejado de fumar. La nicotina potencia mucho la sinapsis. El problema ya se sabe cuál es: que te ayuda a escribir, pero al mismo tiempo te mata. A pesar de todo, opino que la primera redacción de un libro (aunque sea largo) no debería ocupar más de tres meses, lo que dura una estación. Si tarda más (al menos en mi caso), empieza a quedar la historia como algo un poco ajeno, como un despacho del Ministerio de Asuntos Exteriores rumano o un mensaje radiado en alta frecuencia durante un período de gran actividad en manchas solares.

Me gusta hacer diez páginas al día, es decir, dos mil palabras. En tres meses son 180.000 palabras, que para un libro no está mal; si la historia es buena y está bien contada, el lector puede perderse a gusto. Hay días en que salen diez páginas sin dificultad, y a las once y media de la mañana ya me he levantado y estoy haciendo recados como un ratoncito, pero a medida que me hago mayor abundan más los días en que acabo comiendo en el escritorio y terminando la sesión diaria hacia la una y media. A veces, cuando cuesta que salgan las palabras, llega la hora del té y todavía estoy trabajando. Me van bien las dos maneras, pero sólo en circunstancias muy graves me permito bajar la persiana antes de haber hecho las dos mil palabras. La mejor ayuda para una producción regular (¿trollopiana?) es un ambiente sereno. Hasta al escritor de naturaleza más productiva le costará trabajar en un entorno donde los sustos y las distracciones sean la norma, no la excepción. Cuando me preguntan por «el secreto de mi éxito» (idea absurda, pero imposible de eludir), a veces contesto que hay dos: haberme conservado en buenas condiciones físicas (al menos hasta que en verano de 1999 me atropelló una furgoneta que se había salido de la carretera) y haber tenido un matrimonio duradero. Es una buena respuesta en la medida en que zanja la cuestión, pero también porque contiene una parte de verdad. La combinación de un cuerpo sano y una relación estable con una mujer independiente que no le aguanta chorradas ni a mí ni a nadie ha garantizado la continuidad de mi vida laboral. Y creo que también es cierto lo contrario: que escribir, y disfrutar con ello, ha garantizado la estabilidad de mi salud y mi vida familiar.