Poliedros y memoria: crónica de un viaje entre espejos

La narradora cusqueña Karina Pacheco nos comparte esta crónica en la que relata sus experiencias en la capital colombiana durante la última FILBO. La autora resalta algunos puntos en común entre Colombia y el Perú, aunque también algunas diferencias. “Violencia política, violencia familiar, violencia estructural. Narcotráfico. Corrupción. Abuso de poder… Y acá de nuevo Colombia y el Perú se reflejan, cada cual con sus particularidades, mas con los efectos pares: desesperación, impunidad, desconfianza”, afirma la escritora.

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Por: Karina Pacheco Medrano*

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¿Pueden las palabras sanar los desencuentros? Nuestro país, como prácticamente cada país latinoamericano, se nos figura, a veces, como un poliedro donde pareciera que algunos lados jamás lograrán mirar a los otros. ¿Es esta una realidad incontestable? ¿O será que hay palabras que, como la música o la memoria enterrada de lo que nos une, pueden en verdad convertirse en puentes que nos ayuden a vernos y reconocernos en el otro?

La participación de un numeroso grupo de autores peruanos en la reciente Feria Internacional del Libro de Bogotá nos dio la oportunidad de hallar en Colombia un reflejo del Perú: en sus luces, en sus problemas, en sus preguntas, en su deseo de sanar heridas, personales y colectivas. Pero además nos obligó a nosotros mismos, procedentes de diversos lugares, especialidades, estilos y posiciones políticas, a conocernos, y a través de las palabras compartidas, a través de la mirada a nuestros ancestros literarios y artísticos, descubrir que acaso en el reconocimiento de esa diversidad podemos dialogar y emprender cada cual desde su lado la tarea de sanar las heridas.

 

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Llegar a Colombia… Volver a Colombia. Desear Colombia. País espejo, país de espejos. Colombia parece resumir todas las tensiones y excesos de América Latina, también sus luces. Acaso desde allí no saltan cada día imágenes de Botero y conflicto armado; guardianes de la memoria, vallenatos, narcotráfico; cumbias, movimientos de caderas, playas, balas callejeras; lluvias, telenovelas, sierras, bibliotecas; selvas exuberantes, poblaciones desplazadas, clínicas de cirugía estética; cultores de la literatura oral, artesanos de la literatura escrita y una población amante de los libros, libros, libros

Llegar a Bogotá… A algunos autores peruanos nos tomó tres horas, a otros cinco, a otros siete y diecisiete, y hubo uno que por poco no llega, pero tras treintaisiete horas de agonía en aeropuertos que acompañamos por Facebook, llegó. Cada cual portaba distintas piezas y miradas del Perú. De ese poliedro casi infinito que es el Perú. Del poliedro peruano al poliedro colombiano. ¿Puede un poliedro casi infinito reflejarse en otro poliedro?

Llegar a Bogotá para la Filbo, una de las ferias del libro más importantes de nuestro continente. Llegar a la Filbo que en 2014 tenía como invitado de honor a nuestro país. Llegar a una Filbo que estaba despidiendo al profeta de América Latina, a decir de Jorge Volpi; al incitador, a decir de Edmundo Paz Soldán; al Cronista, a decir de Jon Lee Anderson; a un artista del canibalismo, a decir de Javier Cercas; al escritor más querido del mundo, a decir de Paul Auster… Colombia despedía a Gabriel García Márquez y en este marco de duelo y homenaje a ese tótem de las palabras los autores peruanos íbamos llegando con nuestras expectativas particulares. Obvio, también llegábamos con las maletas cargadas de ropa, libros propios y nuestras miradas sobre el Perú, miradas que en ocasiones son radicalmente contrapuestas. Y llegamos precedidos por la danza, por la música, por la comida y la artesanía peruana, y cómo no, por la figura de Mario Vargas Llosa.

Poetas, dramaturgos, cronistas, historiadores, narradores, cineastas, pintores, ilustradores… Con diferentes perspectivas y procedentes de diversas regiones del Perú y de países donde la diáspora ha lanzado a numerosos autores peruanos. Con esa comitiva oficial recordábamos, y acaso descubríamos, la eclosión artística y creativa que está viviendo el Perú de la última década; y recordábamos también a autores y editores que faltaban en Bogotá; reconociendo sin embargo que hubiera sido imposible que «todos los que deben estar» estuvieran. Cada cual tiene listas ideales y cada uno de nosotros echó de menos a algún amigo o autor preferido; pero ninguno sería capaz de decir que alguno de los que estaba allí sobraba.

Por motivos de salud o imprevistos graves, la Filbo no pudo contar con grandes maestros que estaban anunciados: Edgardo Rivera Martínez, Carmen Ollé y Miguel Gutiérrez fueron ausencias hondas, aunque sus nombres y ecos estuvieron muy presentes pues somos muchos los que hemos aprendido con sus obras. Además, ¿habrá alguien que no divisó al ángel de Ocongate caminando entre los retablos y los ríos iluminados del pabellón peruano? Así la ausencia, como el tiempo, es materia relativa.

"Colombia parece resumir todas las tensiones y excesos de América Latina, también sus luces", afirma Karina Pacheco.

«Colombia parece resumir todas las tensiones y excesos de América Latina, también sus luces», afirma Karina Pacheco.

 

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Llegar al hotel y recibir la hospitalidad de los organizadores. Y junto a su sonrisa, recibir el programa que nos habían preparado. Participar en la Filbo no suponía irse de vacaciones librescas. Más allá de las presentaciones en los pabellones de la feria, casi todos los miembros de la comitiva participamos de actividades  en universidades, bibliotecas municipales, centros penitenciarios, lugares de la memoria y diverso tipo de casas culturales distribuidas a lo largo y ancho de Bogotá. Me alegró haber estado de turista en esa ciudad hace unos años, pues ante el programa que me aguardaba, atisbé que no tendría nada de tiempo para visitar museos ni parques típicos. Presentimiento cumplido.

«Presentación en Clan Bosa Libertad», apuntaba la primera actividad de mi agenda. Antes de salir del Cusco, me había imaginado hablando de mis cuentos y novelas en un lugar cuyo nombre me rememoraba al Café Libertad de Madrid. Supuse que sería un café-bar literario cuya música característica sería la Bosa Nova. Al llegar a Colombia, los organizadores me explicaron que los clanes son centros locales de artes para niños y adolescentes creados por la alcaldía de Bogotá en las zonas más desfavorecidas, muchas de las cuales albergan a poblaciones desplazadas por la violencia. Emoción. Admiración. De inmediato íbamos comprobando que las sociedades que aman los libros creen firmemente en la posibilidad de la literatura y las artes para volar por encima de los problemas y las limitaciones. Y alientan, por tanto, los mecanismos y las políticas públicas que permitan ese vuelo.

En la primera mañana de este viaje acudí, junto a Teresa Ruiz Rosas, al Clan de Bosa, una zona ubicada a una hora del hotel y de la Feria del Libro. A una hora en auto particular, que probablemente tomaría dos en transporte público, pues las horas punta en Bogotá son en extremo semejantes a las de cualquier ciudad grande del Perú. En ese trayecto, a medida que nos alejábamos del centro turístico y comercial de la ciudad, descubríamos una ciudad que nos resultaba íntima; porque es precisamente en las distancias largas, en el tráfico, en las calles averiadas, en el «esta zona es brava», donde encontramos más lugares comunes; y esos lugares comunes también son los barrios y avenidas que albergan bodegas y mercados callejeros donde la gente se conoce, música cumbianguera saliendo a través de puertas y ventanas, kioscos de periódicos con transeúntes que curiosean los titulares, o el juego de niños que siguen ocupando las aceras. Todo eso íbamos reconociendo como íntimo desde el auto que nos transportaba a esa otra cara de Bogotá. Si alguien nos dijera estamos en Lima, en Ciudad de México, o en Río de Janeiro, no hallaríamos falsedad. El desenfado, el no-orden, la vitalidad, la desigualdad… Los mismos problemas, el mismo entusiasmo, las mismas apatías, las necesidades irresueltas, las mismas preguntas. Un sinfín de preguntas. Pocas respuestas. El misterio de América Latina. La música en cada imagen. El poliedro en cada parte. Música y poliedros en cada oficina, barrio, autobús, cementerio… Música pachanguera, a veces adolorida; música de motores, de paraguas, de libros, de silbidos, de desaparecidos. Silencio.

En Clan Bosa Libertad, la cálida acogida de maestros que nos cuentan cómo allí los adolescentes encuentran los talleres artísticos, las lecturas, la batería, la guitarra y el espacio libre para ejercitarse en la música o en la pasión creativa que les cautiva, sea cual sea. También nos cuentan, apenados («qué pena», esa es la palabra colombiana para lamentar algo; no «qué lástima», ni «qué cólera». La pena transmite un sentido, una empatía), que dos grupos de niños de colegios distantes que iban a asistir a nuestra charla no podrán llegar por un contratiempo con el autobús que los debía recoger. Sentimos pesar ―pena, tristeza― por la ausencia de esos niños, y aprendemos, sin embargo, cómo existen alcaldes colombianos que dedican innumerables horas no solo a pensar en cómo crear y mantener este tipo de locales, sino en cómo transportar a los niños de las zonas más alejadas para que tengan el mayor número de experiencias culturales posibles. Esos niños de Bosa y de las otras quince zonas de Bogotá que cuentan con «clanes» tienen, pues, autoridades que los observan con respeto. Qué pena que en el Perú haya tan pocos políticos que piensan así, que actúan así; o que sean tan pasados por alto por los medios que no nos enteramos de su existencia de modo que los ciudadanos caemos en la triste creencia de que ningún político es bueno.

Los niños de Bosa nos escuchan hablar sobre cómo aprendimos a amar los libros, sobre el país y la época que recibimos como herencia. Y cuando mencionamos el país donde los campesinos no tenían la tierra, del país donde las ciudades se miran el ombligo, del país que vivió una atroz violencia, del país donde hay racismo, discriminación, y donde también se busca la justicia y se ama la música, los niños nos miran con intensidad. Nos vemos atravesadas por varias miradas. Los niños empiezan a hacer preguntas, muchas preguntas. Y una quisiera quedarse plantada en ese lugar, dejando que nos muestren los libros maravillosos que han construido con sus propias historias y material reciclado: telas, cartones, botones, piedrecillas, plumones. Pero hay otras actividades que nos aguardan. Y hay que despedirse.

 

La autora del texto con los niños del Clan Bosa Libertad.

La autora del texto con los niños del Clan Bosa Libertad ubicado en Bogotá.

 

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Llegar al pabellón peruano en la Filbo… Por fuera un cubo. Adentrarse en él y deslumbrarse. Nunca, dentro de nuestro país, habíamos disfrutado de una instalación donde la creatividad de diseñadores y arquitectos peruanos se hubiera conjugado con la mirada de unos gestores culturales, también peruanos, que supieron distinguir que la diversidad de los pueblos, culturas, artes, visiones y regiones del Perú es nuestra mayor riqueza, jamás un problema, y había que desplegar materialmente esa idea. Si a la izquierda una red de paneles exhibe fotografías de las diversas caras de Lima frente a las cuales el público se detiene para contemplar cada imagen, tal vez encontrando en ellas espejos de sus propias ciudades; a la derecha se extiende el muro que exhibe la línea de tiempo de las letras peruanas: desde Garcilaso de la Vega, Guaman Poma y Ricardo Palma, a Clorinda Matto, Eguren, Vallejo, Arguedas, Vargas Llosa. El final del muro se ensambla con un circuito de homenaje a Antonio Cisneros que resulta el respaldo ideal para el auditorio de las presentaciones. Hay que seguir caminando. Así atravesamos el túnel que exhibe fotografías de los sitios emblemáticos del Qhapaq Ñan, el gran camino inca. Y al avanzar unos pasos más, encontramos a reconocidos artesanos de los Andes y la Amazonía exponiendo trabajos exquisitos, entre los que no podían faltar retablos ayacuchanos. ¡Salud! Porque al apuntar la vista al techo, la selva lo recorre de un extremo a otro mostrando a la gran Yakumama como río-serpiente-sol, o en forma de tejidos shipibos cuyos diseños nos sumergen en mundos que no terminamos de comprender.

En los días siguientes aprendemos que esa puesta en escena deslumbrante se conjuga con un trabajo de coordinación impecable que permite que las más de 300 actividades que ocupan a la comitiva peruana en más de 40 recintos dentro y fuera de la feria, se cumpla con una precisión que nos resulta inaudita. Nuevas costumbres que podríamos y deberíamos retornar a nuestro país.

En la tercera visita al pabellón peruano, por sugerencia de ojos que han visto más que los míos, repaso el muro de las letras peruanas y observo detalles que a futuro podrían repararse. Ojalá. Pues llama la atención que algunos grandes como Blanca Varela figuren con letras pequeñas. Y así como me parece un gran acierto que esa cronología incluya a intelectuales fundamentales como González Prada y José Carlos Mariátegui, en las líneas contemporáneas echo en falta a Alberto Flores Galindo y Carlos Iván Degregori. Más allá, lo que sigo descubriendo despierta el entusiasmo. Por ello, mientras salimos de ese pabellón que se ha ganado el elogio unánime de los visitantes y la prensa colombiana, los peruanos lanzamos una pregunta anhelante: si esto se ha logrado componer para la feria de Bogotá, ¿por qué no ofrecer esta potencia al público peruano en nuestro mismo país, en nuestra propia feria del libro?

 

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PabellonPeruFilboPostKpDurante los desayunos, los fugaces almuerzos y las más extensas cenas, los autores peruanos compartimos esas preguntas, también otras impresiones. Comprobamos que a todas y todos,  las actividades que más nos han impactado, emocionado, motivado, son las que nos llevaron a bibliotecas infantiles en municipios alejados, universidades, casas culturales, clanes, cárceles, correccionales de menores, casas de mujeres maltratadas… En esos lugares cada cual ha recibido la pregunta más compleja, la más familiar, la más desafiante. Como también la mayor calidez. En el auditorio de la biblioteca municipal de Mosquera, cuando ya salía de retorno a Bogotá, un adolescente se me acercó para preguntarme de qué manera podría la literatura ayudarle a superar el vacío existencial. Silencio. Nos miramos un instante. ¿Qué responder?

De todo esto conversábamos en los momentos libres; también de la admiración que nos despertaban los periodistas colombianos que nos entrevistaban o tenían a cargo la presentación de nuestros libros. Todos asumieron la tarea previa de leer nuestras obras, de bucear a fondo en internet o incluso la de contactarnos antes para conocernos mejor, de tal manera que en las entrevistas o en los comentarios que nos planteaban en las presentaciones surgía un diálogo rico para los espectadores, rico para nosotros mismos. Así, mientras charlábamos de estas impresiones comiendo arepas con café en el desayuno, nos preguntábamos por qué cataclismo en nuestro país se ha perdido el compromiso por el trabajo bien hecho, la pasión por llegar al fondo de las cosas, por leer hasta el fondo de las letras… ¿Y qué escribimos nosotros? ¿Estamos sumergiéndonos en el fondo de las cosas, en la entraña de las palabras? ¿O solo nos estamos engañando creyéndonos superiores porque escribimos? Nos miramos a los ojos. Un instante. Un sorbo de café, aunque ya no queda nada en la taza. «Camarero, ¿me sirve más café?». Y nos miramos de nuevo. Un instante. Llega más café. Y acaso, por instantes como ese, por las historias de viaje, por las veces en que se deslizan algunas confidencias más personales, nos reconocemos. Deseamos leernos, vernos de nuevo alguna vez. Y en ese intercambio de palabras, de instantes sin palabras, nos pasamos el pan o trincamos una salchicha del plato del vecino. Micaela Chirif ha escrito: «En Bogotá hemos sido una familia. Disfuncional pero, a fin de cuentas, familia». Cierto.

Volvemos a Corferias, el local que alberga los 18 pabellones de la Filbo. A todas horas colas para entrar al pabellón peruano. Por la puerta de salida, colas aún más largas. ¿Qué está ocurriendo? Una papa rellena. En efecto, a espaldas del pabellón, se han ubicado stands de restaurantes peruanos que operan en Bogotá y a toda hora del día atienden a un público fascinado por comer papas rellenas, ceviches, lomos saltados, ajíes de gallina… Y estamos tentados de sumarnos a esas colas. «Ya que estamos en Colombia, mejor busquemos una bandeja paisa, o un ajiaco». Así nos alejamos hacia la zona de comida colombiana e internacional. Mirando atrás. Sin querer que los demás nos vean mirar atrás. Afortunadamente la bandeja paisa nunca causa decepciones.

Antes de llegar a la Filbo, varios escritores habíamos cuestionado que se diera tanto espacio para músicos, chefs y bailarines en lugar de ampliar el número de escritores invitados. «¿Acaso no es una feria del libro y allí hay que priorizar a los autores de libros?», me preguntaba yo. Olvidaba que una feria del libro es una fiesta, un encuentro, y que ninguna celebración es completa ni digerible si no cuenta con música, baile, comida. Los peruanos, que guardamos una tradición tan inmensa en estas artes, a veces olvidamos qué cruciales son. Los colombianos, que recibieron a escritores, músicos, bailarines y cocineros con un entusiasmo libre de discriminaciones, con un entusiasmo agradecido a toda esa diversidad, nos hicieron recordar a muchos de los que escribimos y pensamos que solo ese mundo nuestro es importante, qué capacidad tenemos para alejarnos de esos símbolos comunicantes básicos; símbolos y ecos y sabores que traspasan barreras con mayor facilidad que la palabra escrita.

 

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PostPazColombiaKarinapTantas veces olvidamos que la palabra escrita no es lugar suficiente para la palabra. Colombia, al igual que el Perú, aún conserva una inmensa tradición oral; sin embargo, en nuestras ferias del libro damos escaso o nulo espacio para sus cultores. Más allá del mundo de las ciudades, e incluso en muchas ciudades todavía ligadas al campo, las generaciones mayores siguen relatando con detalle historias fascinantes que adentran a los oyentes en mundos novelescos. Aunque muchas de esas historias sean reales. Crudas. Jocosas. Brutales. Fantásticas. Reales. Por eso, habría que preguntarnos si no estamos actuando con una arrogancia feroz al desestimar la inmensa narrativa oral (de ficción y no ficción) que subsiste en nuestro continente y que en multitud de lugares donde el libro no llega o llega escasamente, todavía alienta la imaginación de niños y adultos. Gratis.

Muchos de esos relatos hablan de la violencia. De esa violencia histórica de la que aún no logramos despegarnos. Violencia política, violencia familiar, violencia estructural. Narcotráfico. Corrupción. Abuso de poder… Y acá de nuevo Colombia y el Perú se reflejan, cada cual con sus particularidades, mas con los efectos pares: desesperación, impunidad, desconfianza. Aunque esos efectos abarcan también la búsqueda de justicia, la pertinaz búsqueda de los desaparecidos, la búsqueda de alternativas, la esperanza. Y la memoria. Para que no se repita. Y muchos escritores intentamos expresar la violencia en palabras escritas, intentamos también plasmar el grito de las víctimas. La literatura de la violencia acapara gran atención. Pero nadie mejor que las víctimas para decirnos si lo estamos haciendo bien. O si lo estamos haciendo fatal, acaso ejerciendo una nueva violencia al imponer nuestra perspectiva, nuestras teclas bien alineadas sobre su voz…

Ante esta tragedia hay otro ángulo donde Colombia nos vuelve a sacar ventaja. Tal vez porque su conflicto armado sigue irresuelto, acaso porque les viene de más lejos, o sea porque no han perdido la pulsión por sumergirse en el fondo de las cosas, la sociedad colombiana se ve bastante impulsada a escuchar y discutir sobre esos temas. Llama la atención la cantidad de jóvenes que incluso viviendo en Bogotá, ciudad altamente resguardada del conflicto, inquiere continuamente «¿Qué podemos hacer para salir de la violencia?» ¿Podemos? Un plural del que no se desentienden.

Muchos jóvenes y adultos nos preguntan qué libros sobre la violencia o la memoria histórica podríamos recomendarles. De repente, quienes habíamos creído que era principalmente en las novelas y cuentos donde se estaba retratando esas facetas, descubríamos que es el teatro peruano el que más renovados reflejos está aportando. Tres grupos teatrales distintos con cuatro obras:  Criadero, Rosa Cuchillo, Confesiones y Yo-Río, nos deslumbraron a colombianos y peruanos con memorias personales y colectivas, con historias de violencia, sanación, preguntas desafiantes, persistencia. Quienes seleccionaron estas obras no solo sacaron a relucir piezas de altísima calidad con directoras e intérpretes entregados; además, cada una de ellas expresaba la diversidad del Perú: costa, sierra, selva, migraciones, extranjero; y una riqueza de miradas, de inquietudes.

La diversidad del Perú. ¿Qué rasgo común tienen los escritores peruanos?; salta esta pregunta desde el auditorio a la mesa donde participan Julia Wong, Roxana Crisólogo y Jennifer Thorndike. Unas a otras se miran, ríen. En el auditorio varios escritores peruanos también reímos. La primera respuesta es «Creo que nada». Y luego, dudando al principio, más seguras al final, apuntan como un rasgo común la percepción de esa explosiva diversidad: de estilos, orígenes, lugares de residencia, padres y madres literarios…

En los momentos libres seguimos conversando sobre lo que nos puede unir. La risa nos une. Las palabras nos unen. El asombro por el mar nos une. La inquietud por la selva nos une. Subir las montañas. O tal solo contemplar las montañas. Viajar nos une. La memoria de lo que pudo ser nos une… Aunque a fin de cuentas, todo aquello que nos une a los peruanos, también nos puede unir con colombianos, chilenos, guatemaltecos, griegos, congoleños… ¿O no?

 

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Ya toca despedirse de Bogotá. Y sin esperar a la última noche de la Filbo, a Dante Trujillo y Víctor Ruiz se les ilumina armar un recital al final del día. Reparten libros de poesía entre quienes estamos en el auditorio peruano a las 9 de la noche: César Vallejo, Blanca Varela, Carlos Germán Belli, José Watanabe, Javier Heraud

Gracias. Nos despedimos sintiendo orgullo, esperanza. Gracias a los equipos peruanos de organización y producción, que diseñaron y nos regalaron un trabajo alucinante. Gracias a ese equipo colombiano que también nos regaló un trabajo admirable y una hospitalidad a prueba de cataclismos. Gracias, Colombia. Gracias, Memoria. Gracias, Perú. Gracias, Poesía.

 

 

*Karina Pacheco Medrano (Cusco, 1969) es doctora en Antropología de América y experta en Desigualdad, Cooperación y Desarrollo por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado numerosos libros y artículos especializados en temas de cultura, desarrollo, racismo y discriminación. En 2006 publicó su primera novela, La voluntad del molle; en el 2008 ganó el Premio Regional de Novela del Instituto Nacional de Cultura del Cusco con No olvides nuestros nombres; en 2010 publicó la novela La sangre, el polvo, la nieve, así como su primer libro de cuentos, Alma alga. En 2012 publicó su novela Cabeza y orquídeas, y en 2013 el libro de cuentos El sendero de los rayos y la novela El bosque de tu nombre.

 



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