La inmensidad de El Aleph de Borges

Alina Gadea comenta el cuento más paradigmático de Jorge Luis Borges, donde el gran narrador argentino conjuga la ironía, el manejo magistral del lenguaje y la erudición de la que está impregnada su obra. Nos referimos a El Aleph.


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Por Alina Gadea Valdez*


Hace unos años me mudé a una casa en una calle miraflorina de esas que menciona siempre Vargas Llosa en sus novelas. Como toda casa vieja necesitaba varios arreglos. Para pintarla el maestro forró las escaleras de madera con periódicos. Un día, revisando cómo quedaban las paredes, subí paso a paso las gradas. Sin querer, en uno de los periódicos que cubría la madera, leí la muerte de una persona querida. Me impresionó ver su nombre en el recuadro negro de un papel arrugado y manchado, forrando la grada.  Levanté el periódico; a la espalda del obituario se anunciaban unas carreras de caballos. Lo consideré una enorme coincidencia pues la persona que había muerto fue durante toda su vida un gran fanático del hipódromo


Tuve la certeza que el mundo seguiría andando, sin que la muerte de este hombre contara para nada. Y que hasta las apuestas y los caballos seguirían su enloquecida carrera, ya sin él. 


Vino a mi mente el comienzo de El Aleph. Terminé de subir las escaleras, quería llegar a la biblioteca que estaba armando en la sala de arriba. Se encontraba aún desordenada, con los libros amontonados, recién sacados de las cajas de la mudanza. Pero encontré inmediatamente el libro. Leí ese comienzo tan musical y significativo que describe la sensación de fugacidad de la existencia y de lo irrelevantes que son nuestras vidas, al menos para el mundo:


La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. 


Después de esa reflexión entrañable y real, como todo cuento de Borges, llega un momento en que nos habla de cosas imposibles, en este caso, del Aleph. Ese punto del espacio que contiene todos los puntos. Como si a través de él se pudiera ver todo el universo al mismo tiempo.


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Quiebra la lógica de la realidad. Nos libra de la chatura en que nos envuelve el día a día. Nos asegura un viaje a lo improbable. Uno se echa a volar gracias a la  perfección de su lenguaje, la musicalidad y el ritmo de sus frases. Sus metáforas que exceden lo convencional. Sin hacer uso de ningún ornamento, solo con el recurso de la anáfora, en este fragmento superpone imágenes, en descripciones enumerativas que se acumulan en contradicciones inconexas pero armoniosas. 


Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto rojo (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años, vi en el zaguán de una casa de Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente de Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que se multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viberbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.



En este verdadero vuelo literario, Borges, no solo aparece como tal, como Borges, sino que habla como él:

– «Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges». 


Nos muestra lo paradójica que es la vida, con este personaje hipersensible y delicado qu
e nunca llega a conquistar el corazón de Beatriz pero que va todos los años a visitar a sus padres con una caja de alfajores y que observa  su retrato en la sala.  


Tiene su opuesto en Carlos Argentino, persona chabacana y algo petulante que funge de escritor. Para lo cual Borges nos muestra lo escrito por él,  sus frases pomposas, alambicadas y cursis de lugares comunes, opuestas a la poesía de Borges. También nos muestra su hablar:

…Tarumba habrás quedado… La almohada es humildosa… repantigá ese corpachón…


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Se sabe que Borges en la vida real era muy tímido y enamoradizo. Introvertido, europeizado y que permanecía largas horas en su biblioteca. Que fue un niño algo sobreprotegido que veía o imaginaba el mundo a través de las rejas del jardín, lo que nos hace de alguna manera adivinarlo en este personaje


No nos resulta extraño que habiendo perdido la vista alrededor de los cincuenta años, este magistral cuento lleve de epígrafe la cita de un monólogo de Hamlet: 

O god, I could be bounded in a nutshell
 and count myself a king of infinite space,

El hombre encerrado en una cáscara de nuez
 es dueño de los espacios infinitos.


Desde el primer párrafo y a lo largo del cuento, Borges nos muestra el interior de ese hombre.  Lo contradictoria y fugaz que es la existencia. Su amor imposible por Beatriz, su casa antes de ser derrumbada, su apariencia física, su modo de ser, su pasado, lo más oculto de su vida y hasta su enfermedad. 


Totalmente ciego, Borges es capaz de ver y de hacernos ver, a través de El Aleph, todos y cada uno de los puntos del universo al mismo tiempo.

 
Así lo describe en ese inolvidable párrafo, quizás uno de los más grandes de la literatura universal.    

 
*Alina Gadea Valdez. Es abogada, graduada en la Universidad Católica. Obtuvo el premio Copé Bronce 2006, en la XIV Bienal de Cuento de Petroperú, por el cuento La casa muerta. En el 2009 publicó su primera novela Otra vida para Doris Kaplan (Borrador Editores). En 2012 publicó la novela Obsesión (Editorial Altazor), thriller psicológico que retrata una Lima brumosa en la que se entrecruzan personajes complejos que buscan una existencia más intensa. Su cuento La casa muerta ha sido incluido en la Antología del cuento peruano 2001-2010, edición a cargo del crítico Ricardo González Vigil que será presentado próximamente en la Feria del Libro de Lima.


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