Soñando con «La muerte en Venecia», de Thomas Mann

Las tribulaciones de un artista y el goce de la contemplación de la belleza en una ciudad asediada por una epidemia mortal, esto es lo que nos presenta Thomas Mann en La muerte en Venecia. La escritora Alina Gadea nos comparte sus impresiones sobre este clásico de la literatura universal.


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Por Alina Gadea Valdez*


Anoche soñé con Venecia. Con sus calles de agua.  Con sus palacios de paredes húmedas que siguen exhibiendo imágenes de colores gastados con rezagos dorados.  Iba en una góndola «que se alzaba negra y alta como un nave de guerra», oyendo el murmullo del gondolero  que remaba trabajosamente. Pasamos por un estrecho canal, bajo un viejo puente -tal vez fuera el Ponti di Supiri, por el que conducían a los condenados a muerte-. Y llegué a sentir el ruido sordo de las pequeñas olas contra la embarcación, junto con el de la misteriosa luz rosada proyectada por los faroles que salen del agua. Hasta que apareció  lo que Napoleón llamó en su momento «el salón más bello de Europa»: la Plaza San Marcos. El templo bizantino al fondo. Las campanadas en el enorme reloj de la iglesia espantaron a las palomas que borraron el instante mudo con su vuelo. 


Y desperté. 


Estas son solo algunas de las muchas sensaciones que puede transmitirnos la novela La muerte en Venecia. Esta mágica ciudad  representa la belleza propiamente dicha; especialmente a los ojos de un artista como Gustav von Aschenbach. El lugar más exótico que pudo ocurrírsele a un alemán como Thomas Mann es esta inverosímil ciudad italiana, reminiscencia de un remoto imperio de Oriente, donde después se asentara el comercio en época medieval.


El personaje central de Der tod in Venedig (La muerte en Venecia) es un escritor atribulado, en quien se encarnan todas las cuitas de un artista  que busca desesperadamente el sentido de la vida en el goce estético


En la película dirigida por el genial Luchino Visconti, este personaje representado en Dirk Bogarde, es un músico, pero conserva idénticos los pensamientos y apariencia del escritor de la novela. Su temblor interno, casi imperceptible. Su sensibilidad. Así como esa obsesión por explicar la vida y asirla a través de algo profundamente bello. La película respeta el  texto de Mann, así como cada descripción de Venecia; sus canales, puentes y palacios. Hasta el aire enrarecido de sus calles y la opacidad de la playa de Lido con su quietud y tímido sol. Está todo el tiempo presente la amenaza del siroco, como metáfora de la muerte asechando a la vida. Lo frágil de la belleza. La elegante familia polaca dentro de la que se encuentra Tadzio, objeto de las tribulaciones y júbilo máximo de Aschenbach. A ello se suman la fotografía y la dramática Quinta Sinfonía de Mahler que explica por sí misma la intensidad del sentir del personaje. Su angustia por retener algo de vida y gozar de ella. 




LA CONTEMPLACIÓN DE LA BELLEZA

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Aschenbach a lo largo del texto demuestra una enorme repugnancia hacia la vulgaridad, la fealdad y el mal gusto. Las maneras rudas y groseras, en varios episodios puntuales y en algunos personajes; el más notable en aquella inolvidable escena del músico patético y equívoco que repetía frenéticamente ordinarios estribillos y chistes. Frente a ello resalta la sensación de plenitud absoluta que lo lleva a desear que la travesía en la góndola durara toda la vida, sumido en una indolencia irresistible. Sus reflexiones sobre cómo los sentimientos y observaciones de un hombre solitario, son más confusos e intensos que los de las gentes sociables. Sus pensamientos son más graves, más extraños, nos dice, y  siempre tienen un matiz de tristeza. La soledad engendra lo original, lo atrevido y lo extraordinariamente bello: la poesía. Pero engendra también lo desagradable, lo inoportuno, absurdo e inadecuado. Basta ver el proceder de Aschenbach para comprobar que justamente, Mann nos plantea, entre otras cosas, esa contradicción.


En la escena del comedor aparece por primera vez Tadzio, aquel muchacho de cabeza perfecta, de modales aristocráticos, con atuendos elegantes, zapatos de charol y rubios bucles el aire. Él encarna la belleza lánguida y algo enfermiza, vulnerable, cuya representación es la misma Venecia. Lo que también puede tornarse a los ojos de un ser complejo e intenso como Aschenbach, en absurdo e inadecuado. Frente al embeleso causado por este mancebo las reflexiones intelectuales comienzan a perder sentido para el escritor. 


Es particularmente significativo que el olor nauseabundo de la laguna del Lido y la amenaza del siroco lo alejaran de su propósito de permanecer en Venecia. Le producen tal malestar que se juntan en la mente del personaje con su desasosiego. Constituyen un obstáculo frente a su pasión por contemplar la belleza. Lo más admirable del mundo estaba ahí. Aun sin mirarlo sabía que estaba y eso le bastaba. Su espíritu invadido de una gran indolencia y una mezcla de excitación y desfallecimiento, una pesadumbre en su estado de ánimo. Todo ello queda simbolizado  en el siroco. 


El mal tiempo, el silencio del hotel; otros olores indeseables a comida, perfumes, tabaco y aire de mar condensados en las calles cerradas; la vulgaridad de algunos seres, son elementos, que dada su sensibilidad, pasan a penetrar en su interior. Por otro lado, la contemplación de la divina belleza y su pudor infantil, la satisfacción por la elegancia sensual con que la gente disfrutaba la playa parecen mantenerlo atado a la vida intensamente. «Amaba el mar por el ansia de reposo del artista, por una tendencia perversa hacia lo inarticulado desm
edido y eterno, a la nada»
, cavilaba.  


Por momentos sentía que debía marcharse al sentir el espíritu de mendicidad de reina caída de Venecia. Contemplaba la belleza de los palacios y se le oprimía el corazón. No quería abandonar esa ciudad pero sentía que debía hacerlo porque su salud no resistiría. El siroco era realmente el cólera hindú que venía del Ganges y que proliferaba mortalmente en el calor de los canales. Subyace así una lucha entre la apetencia espiritual y la capacidad física de un hombre mayor. En otros momentos de la narración, una alegría de aventura y un goce increíble sacudían su pecho y se negaba a marcharse. Es ahí cuando describe lo que es la felicidad como «aquellas noches que traen la alegre promesa de un nuevo día de sol, con ocio ordenado, enjoyado de infinitas posibilidades». La agradable monotonía de aquella existencia lo hechizaba en su encanto. A Aschenbach no le gustaba el placer; sin embargo solo Venecia lo inspiraba haciéndolo sentir dichoso, estremecido de placer al contemplar la belleza. En un éxtasis de encanto creyó comprender, gracias a la visión de Tadzio, la belleza misma, la perfección que alienta el espíritu. 


Reflexiona en que el sol desvía nuestra atención de lo intelectual a lo sensual. Lo que puede ser un adelanto de la última escena, en que Tadzio señala el sol mientras Aschenbach agonizando sigue la señal de la mano hacia la luz. 




LA NATURALEZA DEL ARTISTA

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Mann nos dice que los dioses, para hacernos visible lo espiritual, nos proveen de líneas, melodías,  ritmos y colores. La muerte en Venecia puede explicarse en el diálogo entre Sócrates y Fedón: la belleza es la única forma de lo espiritual que recibimos con nuestro cuerpo. Es el camino al espíritu o al extravío. Sócrates dice que los poetas están destinados al abismo. Y se pregunta quién podría descifrar el enigma de la naturaleza del artista; esa fusión de disciplina y desenfreno. Y la compara con Venecia; la bella, insinuante y misteriosa ciudad encantada en cuyo aire pestilente brilló en otra época el arte. 


Aschenbach discurre, el espíritu burgués de sus antepasados se burlaba del arte. Mientras que para él Venecia, expresión máxima del mismo, era una aventura del mundo exterior que armonizaba oscuramente con la de su corazón. 
Luego del alucinado episodio de la pesadilla del escritor viene la escena de la peluquería, en que él luchará por la juventud perdida, por retener la vida y aferrarse a un parámetro de belleza. Resulta totalmente comprensible y al mismo tiempo particularmente bizarro y patético, luchando con vértigos acompañados de cierto terror violento, caminando sudado por las estrechas calles de Venecia. Con el aliento fétido del siroco cruzándolo de sentimientos de encontrarse sin salida y sin esperanza. Todos esos hechos Aschenbach no sabe claramente si se refieren al mundo exterior o a su propia existencia. 


La novela culmina en un inolvidable párrafo: «Pasaron unos minutos antes de que acudieran en su auxilio. Lo llevaron a su habitación y aquel mismo día, el mundo respetuosamente estremecido, recibió la noticia de su muerte».

 
Esta noche soñaré con Venecia. Con sus calles de agua.  Con sus palacios de paredes húmedas que siguen exhibiendo imágenes de colores gastados con rezagos dorados.  Iré en una góndola de esas  «que se alzan negras y altas como un nave de guerra», oyendo el murmullo del gondolero  que rema trabajosamente. Pasaremos por un estrecho canal, bajo un viejo puente -tal vez el Ponti di Supiri por el que conducían a los condenados a muerte-. Y llegaré a sentir el ruido sordo de las pequeñas olas contra la embarcación, junto con el de la misteriosa luz rosada proyectada por los faroles que salen del agua. Hasta que aparezca  lo que Napoleón llamó en su momento «el salón más bello de Europa»: la Plaza San Marcos. El templo bizantino al fondo. Las campanadas en el enorme reloj de la iglesia espantando a las palomas que borrarán el instante mudo con su vuelo


Y despertaré. 





*Alina Gadea Valdez. Es abogada, graduada en la Universidad Católica. Ha participado en varias antologías de cuentos entre ellas, Primeras HistoriasMatadoras (Estruendo mudo) y Disidentes 1 (Editorial Altazor). Obtuvo el premio Copé Bronce 2006, en la XIV Bienal de Cuento de Petroperú, por el cuento La casa muerta. En el 2009 publicó su primera novela Otra vida para Doris Kaplan (Borrador Editores). Acaba de publicar la novela Obsesión (Editorial Altazor), thriller psicológico que retrata una Lima brumosa en la que se entrecruzan personajes complejos que buscan una existencia más intensa. 



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