Bioy, esta violencia que fluye

Presentamos una reseña de Bioy, la novela de Diego Trelles Paz, ganadora del Premio Francisco Casavella 2012,  que nos presenta una historia con un inicio trepidante y violento, y cuyo anticlímax quiebra ostensiblemente el ritmo de esta historia que ha concitado la atención de la crítica literaria. 

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Por Rómulo Torre Toro*



ANTES QUE NADA

La historia tiene dos lados, como un casete, digamos. Uno de ellos tiene un sonido limpio que permite escuchar a todo volumen la melodía y la voz cantante. El otro parece haber sufrido un ataque que tenía, como principal objetivo, destruir la grabación original y reemplazarla por otra o, más sencillo, dejarla inaudible para siempre. El primero de eso lados correspondería a los discursos que constituyen el relato oficial con que el Estado se presenta ante la colectividad, se quita el sombrero y afirma que es el protector de los intereses de la sociedad en su conjunto. El lado B, por su parte, tiene las voces ocultas, las versiones que se tejen al margen del poder y, en muchos casos, en su contra. Sobre este lado se operan censuras, modificaciones, tergiversaciones y se terminan escribiendo por encima versiones que sean menos confrontacionales, menos problemáticas.  Pero no por eso pierde su potencial. La historia que no se cuenta es incómoda y dolorosa. Pone a la vista de todos los horrores sobre los que se levanta el presente. Está siempre en los bordes: de los géneros, de la verdad, de las posibilidades. El lugar que ocupa el lado B es inestable, sometido a todas las versiones y a todas las voces. Es ahí donde se gestan las ficciones, donde se reproduce nuestra memoria. 


Si la ficción se concibe de este modo, podemos afirmar que una novela es un espacio de cruce en el que todos los relatos tienen cabida, porque todos tienen un punto de partida distinto y elementos que la van modificando, ampliando y completando. Si la historia oficial permite solo una voz autorizada, en la otra todos tienen la oportunidad de tomar la palabra y salir del anonimato, del olvido, no como individuos diferenciados, sino como una colectividad organizada y autónoma. Como un coro que busca ser el engranaje perfecto. Sin embargo, hasta el coro más perfecto tiene un director: el sujeto que decide el orden y la jerarquía. Y por supuesto, la pertinencia. Al reflexionar sobre la novela de Diego Trelles Paz, Bioy (2012), ganadora del concurso Francisco Casavella y que mereció la atención de buena parte de la crítica periodística podemos encontrar esta situación paradójica. Esto desemboca en varios excesos que en vez de fortalecer el proyecto sobre el que se levanta el texto, lo desdibuja hasta el punto de no saber a dónde quiere ir. Se pierde en un laberinto de personajes. En esa tentación por la totalidad. 



LAS IDEAS SON A PRUEBA DE BALAS


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En Bioy, los discursos que van tejiendo los personajes desde su ámbito íntimo son oscilantes, van de la culpa a la reafirmación de sus acciones, las razones que las justifican y el balance que hacen años después, cuando se enfrentan a la muerte. Intentan rechazar o atenuar la fractura de sus conciencias. Esta es una manera de acercarnos a su historia personal, al registro de sus experiencias. Una vez sentadas sus posiciones se produce una confrontación entre estas, un enfrentamiento de éticas. La novela se estructura a partir de esta premisa básica: el encuentro conflictivo de dos, la imposibilidad del diálogo, la brutalidad de ese choque que desemboca en relaciones disfuncionales. La capacidad de actuar y hablar siempre está en disputa, porque apropiarse de ellas supone adquirir el poder necesario para destruir al otro, negar su versión de los hechos, sepultar (o invisibilizar) su existencia. No solo desde el plano público, donde la guerra civil hace evidente esta situación, sino también desde el plano privado, donde las familias se rigen por jerarquías inalterables que terminan generando el resquebrajamiento de la convivencia o su anulación. Todo vínculo, la sociedad en su conjunto, está  sumida en esa dialéctica de la autoridad que decide por los demás, que puede tanto dar la vida como quitarla.
 

El caso más representativo es el de los militares. El texto nos da una imagen que, a primera vista, podría resultar estereotipada. Personajes que pretenden demostrar su autoridad violando a una mujer detenida por terrorismo, invadiendo su cuerpo y destrozándolo a placer. Pero luego todo se entiende. Hay una historia detrás. Un sufrimiento que se re-produce a cada instante y que los define como sujetos. La formación de los soldados tiene como objetivo principal despojarlos de sentimientos, anular su sentido ético y trabajar sus habilidades para la guerra. La llegada a la zona de emergencia no hace otra cosa que reforzar este primer aprendizaje. La animalización está a la orden del día: la muerte los acecha y el miedo les impide dormir. Los aspirantes a oficiales saben muy pronto que para sobrevivir deben arrasar con un enemigo que nunca da la cara y puede ser cualquiera. La violencia es el requisito que hace posible la existencia. Pero asimilar esto es traumático: «Estás soñando y tu boca se llena de sangre mientras devoras el cadáver del perro. Cumples la orden. Pasas la prueba. En las noches, cuando nadie te escucha, lloras tapándote la cara con la manta. Asciendes. Te vuelves insensible» (pg. 78). El horror de la experiencia debe dar paso al inicio de la vida propiamente dicha, tanto del soldado como del ciudadano común. Solo cuando asimila su deshumanización está listo para actuar. Y enseñar. 


Esto es solo un síntoma. La novela de Trelles Paz intenta deconstruir la lógica de las instituciones que conforman una sociedad. Si bien la constitución misma de una organización requiere de ciertos niveles de represión efectiva y simbólica, es muy distinto cuando las relaciones sociales parten de una base desnaturalizada, agresiva, que ve en los demás a un enemigo potencial, una amenaza para la propia seguridad. La violencia no se extingue. Es como la materia: se modifica. Aquí radica la apuesta del libro: lo que en principio fue una violencia de corte ideológico da lugar, luego, a otras. Por un lado, tenemos una violencia delincuencial, lumpenesca, ligada al narcotráfico. Por otro, la venganza de la locura. No hay ruptura, todo es continuidad, consecuencia. El pasado engendra el porvenir. Y el porvenir no puede sino saldar las cuentas pendientes o degradarse. Nadie ni nada está a salvo. En ese sentido, dos personajes resultan fundamentales. Los dos han atravesado procesos de pérdida que min
aron su integridad individual y social
y los condujeron a los límites de sus mentes, a los bordes de la demencia. 


Humberto Rosendo, agente infiltrado, y el enigmático Marcos son, respectivamente, víctima y producto de la guerra civil. De forma indirecta, por supuesto. Su destino está marcado por su cercanía con Bioy. Él es la encarnación del lado B de la historia. Personaje cuya voz pasó de ser pisoteada a ser el sonido de la muerte, que parece desear la revancha con la misma intensidad que prefiere esconderse en las sombras. Bioy tiene una condición ambigua. Encabeza una banda criminal y está al servicio de un narco, es el soldado que cumple con dolor las órdenes de sus superiores y el líder que no perdona la desobediencia y, menos, la deslealtad. Es el personaje central de una novela que lo condena a un segundo plano, que lo construye en base a lo que dicen los demás. Es casi un fantasma. Esto podría atribuirse a que los protagonistas reales de los hechos nunca están presentes, porque los héroes siempre son anónimos. Son otros los que otorgan sentido al significante. Los que le colocan un rostro según los intereses del discurso político. Nadie conoce subjetividades, solo figuras fijas.



UNO, DOS, ULTRAVIOLENTO

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El silencio del héroe contrasta con el tumulto que se levanta alrededor. Quizás se deba justamente a eso. Si lo oficial oculta a los protagonistas hasta desaparecerlos, entonces el lado B desborda en voces y, por lo tanto, en versiones. El problema radica en cómo articular esta diversidad en algo coherente, dándole un sentido y evitar, así, el caos. Ese es uno de los aspectos que la novela de Trelles Paz no resuelve. En el afán por construir un relato que evite la homogeneidad y la huella del narrador como autoridad, cae en una yuxtaposición de textos que no guardan mayor relación entre sí. El texto tiene, en general, varios elementos provenientes de la novela negra. Son fácilmente reconocibles las figuras de los criminales y del investigador. Del mismo modo, la corrupción del medio y la doble moral de los personajes estancan la investigación porque todo resulta dudoso y de difícil verificación. Hasta ahí, la novela parece trazar una ruta que, si bien con dificultades, parece clara. Lo anómalo aparece con el tercer capítulo. La inserción del blog, ya sea como mecanismo que revela el desequilibrio de Marcos, ya sea como discurso metaliterario, o incluso (aunque también más improbable) como herramienta que ilustra el absurdo del mundo actual y la soledad que lo corroe, quiebra la lógica de la necesidad en la historia y se presenta como un antojo narrativo antes que como un requerimiento insoslayable de la trama. Su pertinencia es, desde todo punto de vista, cuestionable. Incluso en su función más evidente, delinear la personalidad de un personaje, resulta deficiente. 


Como se menciona líneas arriba, la yuxtaposición de textos de todo tipo funciona como pequeñas unidades que difuminan la estructura de la novela. La transforma en un amasijo en donde la utilidad de ciertas estrategias se confunde con otras prescindibles. De este modo, lo que se presenta como fragmentado tiene un carácter más bien caótico. Estas pequeñas unidades no colaboran en la constitución de un todo orgánico, por el contrario, abren ramas de forma sucesiva e infinita que nunca terminan de cerrarse o nunca confluyen en un mismo punto y anulan las bases iniciales de la novela. Amplían las posibilidades narrativas hasta convertirla en algo inmanejable. En ese sentido, también el último capítulo es bastante problemático, pues más que un contrapunto de versiones lo que consigue es generar la idea de algo inacabado. Pero no como fruto del descentramiento de la historia. Lo inacabado funciona aquí como la imposibilidad de concretar una propuesta. 


La violencia como un mal endémico de la sociedad, como una constante que muta a través de cada una de sus etapas y gesta su degradación. Este planteamiento se presenta, como marca en la narración, de forma monótona. Al inicio, la fuerza de las imágenes y del lenguaje es efectiva, y aunque por momentos llega a excederse en su utilización, poseen una potencia descriptiva y una agilidad en la sucesión de las acciones muy logradas. Pero manejar la tensión y el ritmo de la narración es otra de las deudas pendientes de Trelles Paz. Las altas dosis de brutalidad y demencia son agotadoras. No concede treguas ni pausas. Carece de cambios de velocidad. Esto excesos terminan desdibujando la idea de la violencia. Y la caricaturizan.  





*Rómulo Torre Toro (Lima, 1987). Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado reseñas y cuentos en la Bitácora de El Hablador y Germinal (Actualidad, política y cultura).


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