Octubre, mes de los zorros

En la Feria del Libro Ricardo Palma se realizó una mesa redonda por los 35 años de la novela Canto de sirena reeditada por Peisa. Aunque no estuvo presente en este conversatorio sobre su obra, Gregorio Martínez -o Goyo para sus amigos- envió este texto desde los Estados Unidos, que compartimos a ustedes en este post.


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Por Gregorio Martínez*

Octubre es el mes de los zorros, de los zorros de abajo. Entonces salían de sus guaridas en las noches para apagar con sus concatenados aullidos de encelo el canto de las sirenas que llegaba desde el mar a través del desierto de Pampa de Mocos. Por lo mismo, eran las hembras, siempre, las que más se alistaban para el combate nocturno y las que llevaban la bandera de los aullidos. Esto es lo que yo viví en Coyungo de niño, a oscuras, entre aterrado y maravillado, en medio de los guarangales, allá, en Los Batanes, al otro lado del río, lejos de la ranchería de la hacienda. 

Pero en el hemisferio norte, donde vivo circunstancialmente por ahora, no por necesidad profesional ni económica, sino más bien por pasión y mañosería, octubre es en abril, en el mes más cruel que menciona el medio nazi T.S. Eliot, cuando brotan lilas en las tierras baldías, unas lilas de mala entraña que están en las narices de cada quien, pero que nadie ve por torpeza urbana. 

Entonces, en abril es cuando me asedian los zorros, especialmente las hembras, aquí en Arlington donde vivo, al otro lado del río Potomac, en medio de cúmulos de viejos robles que quedaron cuando en la década de 1940 se arrasaron los pantanos para construir el Pentágono, el complejo de la guerra eterna. 

En las noches de abril, el octubre del hemisferio norte, el aullido de los zorros me llega desde Four Mile Run, un curioso riachuelo con un caudal como el Rímac y  de sólo cuatro millas de largo, como su nombre lo indica, que nace aquí mismo en un parque de Arlington y desemboca en el Potomac. Esos ríos milagrosos y repentinos, como el río Socos de Nasca, solo pueden existir donde hay lluvias torrenciales. 

Supongo que los zorros me detectaron con el olfato. No vivo a un paso del Four Mile Run sino por lo menos a unas cinco cuadras al norte. Pero una noche de abril cruzó por mi huerto de berenjenas una pareja de zorros. Por pura intuición los divisé desde la ventana de la sala. Quizás ese ya era un recorrido de rutina que hacían cada noche y yo los veía por primera vez. El caso es que salí rápido hacia el jardín delantero, cubierto sólo de gramita inglesa, y la pareja sobreparó, al cruzar ese sector, y ambos, al unísono, voltearon a mirarme como si ya conocieran mi calaña. Luego continuaron por el asfaltado del cul de sac que acaba en la casa que habito. 

Desde niño he visto muchos zorros, de diferentes estirpes: pamperos, cerreros, monteses; aun andinos en Toro Muerto y de puna en Pampa Galeras. Estos que sin duda habían subido de Four Mile Run me parecieron casi cachorros o al menos maltones, zorros de vegetación, pero no zorros adultos. Eran como una pareja de hermanos en plan de aventura, quizás querían husmear en los contenedores de la rica basura de un barrio tranquilo y silencioso, donde sólo había un niño, Reed, que tres veces por semana me visitaba para aniquilar los exóticos helados de lúcuma que me enviaban, como una especial y cara delicadeza, desde Paterson, Nueva Jersey. 

En un barrio sin niños es común que se eche al contenedor de basura medio pavo horneado y pollos crudos enteros que ya estuvieron demasiado tiempo en el congelador. Para un par de zorros maltones, aun sin la perspicacia para coger una gallineta en el follaje de Four Mile Run, resultaba más efectivo husmear en el vecindario en busca de una buena presa. No en la margen derecha del río, por donde se extendía Chirilagua, la antigua Arlandria, el barrio que los salvadoreños habían tomado de raíz, cambiándole aun el nombre que las autoridades del condado ya habían aceptado y oficialmente ahora se llamaba Chirilagua, sino en la margen izquierda, en el sosegado Highland Hills. 


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Un viejo zorro francés, esa eminencia que escribió Historia del surrealismo, obra que muchos hemos leído en la inolvidable colección Fondo de Cultura Económica, y fundador también de la revista parisina Quinzaine Litteraire, me refiero al apreciado intelectual Maurice Nadeau, dicho zorro de las letras inmediatamente supo, al tener en sus manos la novela Canto de sirena, cómo armonizar la discrepancia entre abril y octubre para referirse a la estación que convocaba el aullido de los zorros en cada hemisferio. 

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Maurice Nadeau, con ojo y olfato de gran editor, al tiro encontró que el mejor título para la versión francesa de «Canto de sirena» era El mes de los zorros, «Le mois des renards». Y con ese título apareció la traducción que hizo con mucho celo y sabiduría Sylvie Koller que contó con la asesoría de Alberto Escobar que en ese tiempo se encontraba en Francia. 

Silvie Koller trabajaba entonces en Metz, en la frontera con Alemania, en la tierra del mítico Bauman de Metz, el comunista a ultranza que aparece en La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez, y la tierra también, Metz, donde se elabora el ponderado cristal Baccarat en una especie de comuna manejada por el obispado del lugar.

Hasta Metz llegué asustado y en tren la primera vez que pise Francia. Por la lectura de «La violencia del tiempo» intuyo que Miguel Gutiérrez también estuvo allí y recorrió el malecón de las hermosas riberas del río. Aunque yo lo hice acompañado de Sylvie Koller, como lo hizo James Joyce cuando paseó por el malecón del río de Dublin con Nora Barnacle y le ocurrió lo más delicioso que puede ocurrirle a un ser vivo. 

Un profesor de la Sorbona, Ruggiero Romano, maestro de Alberto Flores Galindo y de Germán Peralta, cuando tuvo en sus manos «Le mois des renards», el aullido de los zorros, la versión francesa de «Canto de sirena», no pudo aguantar la tentación y, aunque no conocía al autor de esa rara novela peruana que rompía todos los cánones, ni había escuchado nunca su nombre, inmediatamente llamó por teléfono a su amigo Giulio Einaudi de la famosa editorial de Turín para expresarle su entusiasmo. Al poco tiempo llego a la oficina de Mosca Azul Editores, en San Isidro, la propuesta de Einaudi para la edición italiana de Canto de sirena.

Ese mismo año, el viejo zorro Maurice Nadeau había publicado por primera vez en francés la novela «Bajo el volcán» de Malcolm Lowry que ya circulaba en castellano por milagro de
Editorial Era de México. Para su bien y fortuna, el lanzamiento del libro más importante de Malcolm Lowry coincidió con el gran éxito de la película que realizó Hollywood en los mismos meses. La buena cosecha le permitió al incansable Maurice Nadeau  publicar en Francia la legendaria novela Ferdydurke de Witold Gombrowicz de quien sólo se conocía la versión en castellano que apareció en Buenos Aires en los años 40, gracias al auspicio de muchos escritores y la traducción colectiva, y desde antes las publicaciones iniciales en polaco y alemán. Todavía Maurice Nadeau continuó al pie del yunque, rescatando para el buen lector francés las obras literarias que las grandes editoriales de París, como Gallimard, Hachette o Folio, no veían como negocio importante. Así lanzo el primer libro del sudafricano J.M.Coetzee que años más tarde recibirá el premio Nobel.   

Creo que, literalmente, la escritura de Canto de sirena fue un viaje hacia el fin de la noche, aunque admiro sólo con pinzas a Louis Ferdinand Celine debido a su soterrado racismo, especialmente antisemita. En mi vida siempre he estado cercano a los desesperados y a las desesperadas que miraban hacia el fondo de la noche, hacia la obscuridad de ese pozo sin fin. Además, eso era Coyungo, el hórrido graznido de las bichias que brotaba en las noches del monte tenebroso. 


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¿Qué clase de rapaz nocturna sería la bichia? Los estudiosos de las aves peruanas no la catalogan. Y me parece que hasta piensan que la existencia de la bichia es sólo un embuste o superstición de la gente de Coyungo. Que me lo digan a mí que vivía aterrado con sus graznidos nocturnos y divisé en las sombras su bulto de gallina infernal. No había nada más horrendo que la bichia. 

Por desgracia, esa fauna ya se hizo humo; aun el enorme pájaro carpintero, rojo blanco y negro, con su sonoro canto que salía de la profundidad del monte. Igual el guacazo que era un pato desmesurado y feo que por hórrido sólo aparecía en las noches. O el búho gigante que habitaba en la espesura de los guarangales, pero llegaba en las noches a la casa para devorar a los gatos y dejarnos la cabeza en la puerta como una advertencia de que él era más fuerte y más sabio, que por algo así estaba moldeado en la cerámica de los nascas desde la antigüedad. 

Así era Coyungo, tan distinto al lugar común de la costa peruana, con un río con agua de remanente y camarones y lizas y pejerreyes, sin contar a los bagres que eran sólo eso, bagres, y únicamente se comían cuando llegaba el agua nueva y los bagres se volvían de un color dorado y tentador. 

Por correo electrónico, Enrique Congrains me preguntó desde Cochabamba, Bolivia, si lo que yo decía sobre Coyungo en Canto de sirena era realidad o pura fantasía. Pese a lo que le respondí todavía quedó dudoso y antes de morir visitó Nasca y avanzó hacia Coyungo, guiado por el Candico blanco Josué Lancho, la actual Biblia de Nasca. Congrains se quedó asombrado al comprobar que todo lo que aparecía en Canto de sirena era la realidad concreta, incluso la plantita llamada ciérrateputa.

Esa particularidad de Coyungo debe ser porque está ubicado en el culo del mundo, por donde jamás pasó Dios, sólo la Virgen santísima en un burro mocho; pero la Virgen pasó llorando a mares, afligida por los mosquitos y los jejenes, tanto que de sus lágrimas se formó la sal de Pampa Salinas, de donde yo extraía esa sal con pico, aun niño, para llevarla a vender a Palpa con mi madre, en su inmenso burro Clen que en verdad era un burdegano como el que montaba Francisco Carbajal, el demonio de los Andes. 

Por Huayurí, donde antes estaba la Cruz del Chino, salíamos directo a la carretera Panamericana y mi madre tenía la temeridad de cruzar en burro el túnel de Santa Cruz para bajar luego a Palpa. La curva donde el corredor de autos argentino Juan Gálvez, hermano de Oscar Gálvez, se desbarrancó al precipicio, yo la conocí desde mucho antes, pase por allí en burro. 

Sí, la escritura de Canto de sirena fue un viaje hacia el fin de la noche. Con el poeta Cesáreo Martínez, el entrañable y repentino Chacho, llegamos a Cabildo en una góndola caletera que habíamos abordado en Ica. Ya era el atardecer. Desde Cabildo, para llegar a Coyungo, la distancia es larga. Tan larga que durante la colonia ningún funcionario del rey se animó a ir más allá de Cabildo. Tampoco durante la republica. Por esto Coyungo permaneció como tierra de nadie hasta 1911 que dos italianos de Vicenza, de la tierra de Antonio Pigafetta, me refiero a Enrico Fracchia y a Philippo Grondona, hicieron el denuncio agrario del monte de Coyungo para extraer leña y carbón y establecer luego sembríos de algodón y lino, además de crianza de chanchos y reses. Desde Cabildo, antes de llegar a Coyungo hay que atravesar la pampa pedregosa de Tres Palos, los médanos de Malpaso y finalmente la Pampa de Papagayo. Una dura jornada. 

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A pesar de que ya se veía venir la noche, con Cesáreo Martínez decidimos lanzarnos a la obscuridad sin fin. A pie, como andarines pagados o pishtacos de dudosa índole. Por supuesto, con Chacho nos acordamos del poeta Juan Ojeda y de su fervor por Louis Ferdinand Celine. Juan Ojeda fue quien nos metió el veneno de Viaje hacia el fin de la noche y otros textos como Ubu rey, de Alfred Jarry. 

Antes de penetrar en la noche sin fondo todavía visitamos a mi primo Diosdado Barahona Jiménez, en las afueras de Cabildo, un solitario que vivía con sus cabras en una pulcrísima casa, escuchando discos de la Sonora Matancera en un pick up de batería. Y no vayan a pensar que era campesino medio o algo parecido. No, Diosdado Barahona era un jornalero de lampa, aunque su oficio insigne, en el que no tenia coteja era el de hachero. Era un negro fornido, de mediana estatura, casi bajo diríamos, con unas patillas de Bolívar y San Martín que cultivaba con mucho espero. Nos invito un dulce de higos con manjarblanco en fina porcelana china y después de una hora nos despedimos. Entramos de lleno a la obscuridad sin fin, rumbo a Coyungo para ver que torito toreamos con el mentado Candico, Candelario Cornelio Navarro Jiménez, sobrino de mi madre aunque él la superaba en edad, y mi primo para más señas. 

Hace poco un joven profesor argentino que reside en Nueva York, me dijo por teléfono que le costaba creer que Canto de sirena fuera una novela peruana. Se refería a la postmodernidad textual y al artificio verbal. La había leído en una artesanal edición fotocopia y por esto pensaba que se trataba de una novela reciente. Me alegro que no me pudiera ver la pinta y la facha bastante Cocharcas. Pero eso me dio un indicio de que se trataba de una escritura duradera. 

Posiblemente esa misma virtud le ha encontrado Germán Coronado, de Peisa editores,  que ya tiene lista una macanuda edición de Canto de sirena. Nunca creí que Germán Coronado pudiera encontrar algo para la carátula que al menos se aproximara al dibujo con lápices Mongol que hizo Tilsa Tsuchiya con tanto cariño y desprendimiento, dibujo que lo hizo para mí, como me lo señaló delante de José Watanabe y de Lorenzo Osores, para que yo lo recogiera de la editorial Mosca Azul. Pero la ambición de Mirko Lauer pudo más y se quedó, contra mi voluntad, con esa raya en el cielo que hizo Tilsa Tsuchiya. Increíble que ahora Germán Coronado haya encontrado, en una iglesia de Puno, un diseño indígena que puede pulsearse bien con la inolvidable Tilsa. Con la presente edición, todos salimos ganando alguito.

Finalmente, mi homenaje a dos zorros matreros y amigos: Antonio Cisneros y Jorge Puccinelli, que ya deben estar galopando por Coyungo, en busca de Candico, para recuperar el tiempo perdido.



*Gregorio Martínez Navarro (Nasca, 1942). Es uno de los escritores más representativos de la narrativa afroperuana contemporánea. Autor de los libros de cuentos Tierra de caléndula (1975), La gloria del piturrín y otros embrujos de amor (1985), Biblia de guarango (2001) y Cuatro cuentos eróticos de Acarí. Sin embargo, dentro de sus obras destacan sus novelas Canto de sirena (1977) y Crónica de músicos y diablos (1991). 


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