Mundo invisible, de Juan Carlos Galdo: topografía de un desastre

Compartimos el siguiente comentario de la novela “Mundo invisible”, del escritor Juan Carlos Galdo, quien nos presenta la historia de un hombre que deja una vida convencional para trasladarse a Madre de Dios.

 

Por Félix Terrones

El punto de partida de Mundo invisible (PEISA, 2019) es harto conocido en literatura. Se trata del desplazamiento, la llegada a un espacio desconocido y misterioso, tal vez por eso incitador. Pienso en novelas como Las penas del joven Werther de Goethe (1774) o El castillo (1926) de Franz Kafka; más recientemente, recuerdo el caso La modificación (1957) de Michel Butor y, desde luego, La guerra del fin del mundo (1981), de Mario Vargas Llosa, en la que el misterio de la llegada también es el del personaje. Al margen de que nos encontremos frente a uno de los grandes tópicos de apertura, es conveniente subrayar que poco importa si se trata de ficciones en primera persona o no, de corte realista o más bien fantástico, cuando lo valioso es hacer coincidir el comienzo del periplo personaje con el del lector. En el caso de Mundo invisible, lector y personaje, descubren un espacio singular en nuestra cartografía nacional y literaria, un lugar donde se conjuga una profusión de significantes con un vacío de sentidos: la selva peruana limítrofe con Brasil.

El personaje que explora el espacio forestal es el protagonista, llamado Iván Torres, un sujeto del que apenas se conoce nada cuando llega a la selva, ese “manto húmedo, denso, vegetal” (p.7). Poco a poco, Torres irá pasando de la exploración y el reconocimiento a algo parecido a la costumbre en sus frecuentaciones y actividades. Eso sí, siempre se mostrará agitado por el afán de descubrimiento, junto con la necesidad de entender, pese a que el lugar y la sociedad en las que va penetrando se le revelen cada vez más incognoscibles. Para ayudarlo en este sentido, aparecen en su camino personajes como la prostituta Nati, la periodista Mabel Huisa, el religioso Pío y tantos otros que le van permitiendo un mejor —aunque siempre incompleto— conocimiento de la selva. Lo valioso es acentuar una experiencia que, por múltiple y contradictoria, manifiesta la complejidad de la sociedad forestal, un espacio donde parece conjugarse la utopía con el apocalipsis. En este elemento, Galdo se apoya en lo propio de la ficción, esa posibilidad de acercarse a la realidad de manera diversa, heterogénea, nunca dogmática. Poco a poco, a lo largo de las páginas va cristalizando cierta forma de diversidad apoyada antes que nada en los múltiples puntos de vista. Pienso en particular en un personaje como el Padre Arriaga, una mezcla singular de cruzado, con profeta y loco, acaso uno de los más oscuros y entrañables de la novela.

La narración de Juan Carlos Galdo avanza de manera lineal, siempre atenta a la experiencia y los encuentros que Iván Torres efectúa en su trayecto. Poco a poco, el narrador en tercera persona permite conocer el pasado de dicho personaje, su matrimonio fallido, esa especie de cinismo sin esperanzas en el que ha caído, la necesidad no confesada de ejecutar algo, sin que sepa qué necesita, tal y como se explicita cerca de la mitad de la novela: “Y Torres, con sus altas botas de cuero con suela de goma, se sentía un forastero que había llegado a una tierra desconocida para cumplir con un secreto designio que aún no le había sido revelado” (p.86). Se trata de una dosificación de la información que en el caso del protagonista subraya el misterio alrededor de él, así como va derivando en cierta forma de incomprensión. Como algunos personajes de los hermanos Coen, Iván Torres continúa su periplo con esa mezcla de asombro y absurdo que despoja a la experiencia y los encuentros de banalidad, así como los introduce en un torbellino de malentendidos y falsas expectativas (lo cual no deja de tener humor, como cuando lo confunden con un sacerdote).

Sin embargo, creo que lo más importante, tal y como se sugiere desde el título, son los espacios. Desde las misiones, hasta las explotaciones mineras, pasando por los night-clubs y los prostíbulos, junto con los hoteles al paso, los lugares por los que circula Iván Torres van tejiendo un sentido particular. Como es evidente, este sentido es consecuencia de su trajinar por ellos, el cual permite sondear la soledad moral y afectiva en la que se encuentra el protagonista. No obstante, se trata de algo más. Todos estos lugares son —cada uno a su manera— microcosmos del espacio que los engloba, esa selva que de paradisiaca, virgen y exuberante no tiene nada. Al contrario, los prostíbulos, las explotaciones madereras, las aldeas de tribus y tantos otros espacios expresan a diferentes niveles la debacle sin fin en la que individuos y sociedades han caído por culpa del capitalismo. Iván Torres es muy consciente de esto, aunque la consciencia no se exprese en militancia, sino en una especie de lúcida perplejidad, no exenta de ironía:

—¿Has venido para buscar el Paititi?

La pregunta de Elvis lo descolocó. ¿Explorador del Paititi, él, un simple turista que a falta de otras cosas mejores que hacer se había dejado arrastrar por esa aventura descabellada que ignoraba a dónde lo conduciría? El Paititi, El Dorado, las leyendas se le confundían, pero seguramente todas tenían que ver con la codicia y la sangre y solo podían terminar mal. Podía haberle dicho que en Nueva Esperanza se había alojado en el Hotel Paititi. Quizá lo que para él constituía una pintoresca coincidencia ocultaba un signo que había pasado por alto. Quizá también él buscaba una ruta de escape, un espejismo. (p.99).

 

Del paisaje utópico al territorio en ruinas: la selva ya no es más el espacio donde la naturaleza esperaba la mirada que la desvelara sino la topografía de un desastre, una región abandonada e inhóspita, pero al mismo tiempo conectada de manera perversa con el resto del mundo. Porque si, por un lado, los personajes disfrutan de la televisión por cable, el internet, los smartphone, por otro lado, sufren en carne propia lo que significa ser los parientes pobres de un mundo sin fronteras. En la selva se ha concentrado lo peor del siglo XXI en una especie de negativo fotográfico y pesadillesco de El Dorado o Paititi. Lo único que queda es el humor involuntario de alojarse en hoteles con nombres que, como espejismos, aluden a esos paraísos perdidos para siempre, imposibles de alcanzar. Sobre todo, porque seguir buscándolos significaría cerrarle los ojos a la verdad, enajenarse aún más que todos esos pobladores adictos a la televisión basura y a estar mirando sin descanso sus teléfonos.

Algunas lecturas han subrayado el compromiso y la denuncia en Mundo invisible. Lo cual me lleva a un doble cuestionamiento acerca de la lectura y la novela en sí. Me pregunto, primero, hasta qué punto abordamos la literatura buscando refrendar en ella nuestras expectativas, antes que ponerlas entre paréntesis, en beneficio de la lectura. Lo segundo se desprende de esto, pero alcanza elementos más problemáticos. ¿Hasta cuándo seguiremos leyendo ficciones ambientadas en la selva como si fuesen testimonios, documentos y manifiestos? Tengo la impresión de que, poco importa el valor literario del cuento o la novela (y vaya que varias de las mejores ficciones nacionales están ambientadas en ella) cuando en la lectura lo socioeconómico prevalece junto con lo político. Desde luego, la novela de Juan Carlos Galdo permite hasta cierto punto este tipo de acercamiento. Sus prostíbulos, campamentos mineros y demás espacios, junto con la depredación de la naturaleza y el envilecimiento del ser humano son la prueba más fehaciente. Sin embargo, lo hace precisamente por el riesgo estético formulado en su riqueza temática; ese estilo conciso que no excluye el vuelo lírico; su retrato sin concesiones de personajes, pero al mismo tiempo cargado de empatía; así como también las constantes referencias a mitos y novelas que Iván Torres escucha y lee; en resumidas cuentas, otras historias que multiplican la heterogeneidad de lo real.

Debo confesar que se trata del primer libro que leo de Juan Carlos Galdo, un autor por lo demás discreto, también dedicado a la escritura de ensayos y crónicas de viaje. La experiencia de lectura, quizá debería decir el viaje, me llevó a incursionar sin descanso ni respiro en un territorio narrativo que no por desconocido dejó de parecerme original. Una vez que he cerrado el libro, el murmullo de la selva, las voces de tantos personajes y destinos, ha seguido resonando en mi casa, levantada al lado del río Loira. Si la literatura es un viaje, tal vez el que promete los recuerdos más intensos, el propuesto por la novela de Juan Carlos Galdo no deja indemne, queda grabado a fuego en la memoria.