La reputación de Juan Gabriel Vásquez

Presentamos una reseña de Las reputaciones, la más reciente novela del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, cuya historia se centra en un temido y respetado caricaturista político, quien en medio de días de homenajes se encuentra con un episodio del pasado que lo perturba. La historia que parece profunda es, según afirma Rómulo Torre, superficial y pone en cuestionamiento el proyecto que alienta la obra del autor de obras como Los informantes y El ruido de las cosas al caer.

PostRomuloLasReputaciones

 

Por Rómulo Torre Toro*

1.

Al terminar de leer la última novela publicada por Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1975), la pregunta que aparece es la misma que uno de los personajes le hace al protagonista: ¿valió la pena? Nadie puede negar el dominio impecable que tiene el colombiano de la prosa, pero Las reputaciones (2013), publicada por Alfaguara, pone en tela de juicio algo más que el lenguaje, el estilo y la inteligencia del autor: cuestiona el proyecto mismo que parece alentar su obra. Si de lo que se trata es de reflexionar sobre temas tan grandes como la memoria o la verdad, y sus vínculos con la política, entonces resulta poco recomendable leer una historia tan superficial como esta. Digo superficial porque pareciera que Vásquez la ha confeccionado pensando en que debía ser comprendida del modo más sencillo posible y, con ese objetivo, hizo un fácil boceto, un esquema que desnuda su intenciones no literarias, sino intelectuales: aquellas que buscan revelar a la ciudadanía el lado oscuro de la realidad y, de paso, contrariar sus valores. Entonces, la siguiente pregunta aparece por sí misma: ¿hasta dónde la ficción interesada en asuntos públicos trae un serio y verdadero cuestionamiento del poder? O, mejor: ¿cuáles son los alcances de sus diagnósticos?

 

2.

La historia se desarrolla, en líneas generales, de esta manera: Samanta Leal, una joven mujer que se hace pasar como periodista, le cambia la vida a Javier Mallarino, caricaturista político que acaba de recibir un homenaje de parte del gobierno. La muchacha le explica que se ha acercado a él porque no comprende (o no recuerda) un momento de su niñez. En ese tiempo, empieza a contar, la hija de Mallarino, su amiga y compañera de colegio, la invitó a una reunión que se llevaría a cabo en la nueva casa de su papá, una casa de lujo a las afueras de Bogotá. Entonces Mallarino empieza a recordar, de forma fragmentada pero bastante clara, cada detalle de aquella noche. Aparece en su memoria un congresista conservador, Adolfo Cuéllar, primero en la sala de su casa, luego en la habitación donde las niñas se recuperan de una traviesa borrachera. La primera de sus vidas. Aparece también el padre de esa niña desconocida, gritando, frenético, culpando a todos y saliendo de la casa, con su pequeña en brazos. Eso es todo. Esa es la anécdota desde la que Mallarino reevaluará su vida, sus convicciones y, por supuesto, sus valores. Esa es la anécdota desde la que los lectores debemos reflexionar sobre la objetividad de la información, la verdad que construye y, desde un punto de vista más profundo, sobre los vacíos de la memoria que siembran la duda en la conciencia más confiada.

Los cabos sueltos son varios, pero me interesa resaltar dos. Primero, la estructura de la historia; la segunda, que va asociada a la primera, la figura del personaje. Las reputaciones es una novela de personaje. Por lo tanto, el centro de la novela es el proceso de descubrimiento o de transformación que va sufriendo Mallarino. La historia necesita plantear en algún momento un conflicto en el protagonista, en sus ideas, en sus recuerdos, en su vida, de lo contrario se desmorona. Asumir el conflicto implica el derrumbe de todo lo que ha creído seguro y firme, ingresar en terreno sísmico, entrar en un sueño de locos. Para cumplir con este requisito, el camino elegido ha sido el más básico: narrar la vida sin tacha de un hombre público para, después, enfrentarlo consigo mismo. El final es conocido: el fruto de su reevaluación es una decisión que cambia todo, que afecta a todos. Lo primario de esta estructura no radica en la idea, sino en el modo en que se elaboró: situaciones manoseadas, por momentos absurdas, y un personaje mal construido.

Este es el punto más problemático del libro. Javier Mallarino es un tipo de convicciones sólidas: no duda de su humanismo, de su búsqueda de la verdad, de la justicia de su crítica. Cree a rajatabla en el rol que desempeña en la sociedad.

“…vivimos tiempos desorientados. Nuestros líderes no están liderando nada, y mucho menos están contándonos qué es lo que pasa. Ahí entro yo. Le cuento a la gente lo que pasa. Lo importante en nuestra sociedad no es lo que pasa, sino quién cuenta lo que pasa. ¿Vamos a dejar que sólo nos lo cuenten los políticos? Sería un suicidio, un suicidio nacional. No, no podemos confiar en ellos, no podemos quedarnos con su versión. Nos toca buscar otra versión, la de otra gente con otros intereses: la de los humanistas. No soy un chismógrafo. No soy un pintamonos. Soy un dibujante satírico” (pg. 50).

JuanGVasquezPost2No solo es un observador atento de la realidad. A través de las caricaturas, Mallarino narra la historia oculta de los hechos, las motivaciones subalternas de sus actores y los resultados nefastos que traen consigo. Es una autoridad para la ciudadanía, un personaje público con un prestigio impecable. La novela de Vásquez sigue una tendencia al respecto: lo que hace posible el lazo entre la gente y el caricaturista es su independencia política y, sobre todo, ideológica. Su valor reside en el hecho de no representar ningún color, sino un individual (y aislado) esfuerzo por desafiar el poder. Esta independencia le trae problemas en su vida privada. Por ejemplo, pierde a su familia y recibe amenazas contra él y su hija. Lo curioso es que Mallarino va por el mundo como si esos problemas estuvieran en un permanente segundo plano. El narrador se empeña en presentarlo como un sujeto cuya popularidad ha bloqueado toda sombra de duda sobre sus acciones y lo ha convertido en un obnubilado defensor de su reputación, es decir, de la pequeña parcela de poder que ha obtenido.

En líneas generales, Mallarino es reducido a una sola dimensión, a un solo plano de su vida: el público. No tiene complejidad ni profundidad y su intimidad es nula. La moralidad que representa es bastante contradictoria, porque no se aplica a las diversas situaciones planteadas en la novela. Que quede claro: estas características no fortalecen la idea general del libro de Vásquez, todo lo contrario, la debilitan. Mallarino no goza de vitalidad y se aproxima más a la figura de un instrumento que solo cobra sentido en la medida en que verifica una hipótesis previa. Desde la historia, la estructura en la que se organiza, hasta el personaje, todos los elementos apuntan a confirmar una idea: en el cruce entre la verdad y el manejo del poder, el hombre es un elemento débil, una criatura contingente que tiende a caer en el error.

 

3.

La mirada de la novela sobre la función de la crítica y en especial sobre el papel del intelectual frente al poder es bastante sesgada. Javier Mallarino es un caricaturista político, o sea, un hombre de prensa. Por lo tanto, está vinculado a un tipo de poder, el de la información. La perspectiva desde la que se enjuicia esta variante es bastante cómoda: no desde sus vínculos con otros tipos de poder, como el económico o el político, sino desde el individuo aislado. La crítica y su agente son vistos como herramientas que en la búsqueda de la verdad corren el riesgo de extraviarse a causa del factor débil: el ego profesional del crítico. Todo cuestionamiento al rol de la prensa ypor extensión al poder, se restringe a la vulnerable “condición humana”, a la contingencia de sus pasiones y sus antipatías. De esta manera se pierde quizá lo más valioso de este tipo de literatura, tan interesada en reflexionar sobre asuntos públicos: los intereses, las presiones, los acuerdos bajo la mesa, la corrupción, las pugnas partidarias. En otras palabras, no centra la mirada en las instituciones porque eso significaría poner en tela de juicio algo más que el uso de la información o la integridad ética de un comunicador. Sería poner sobre el tapete el problema de los grupos dominantes que controlan y administran el poder y alimentan un modo de organización social. Juan Gabriel Vásquez, liberal, no se arriesga a tanto.

Por supuesto, esta es una perspectiva muy personal. El autor ha elaborado la historia del crítico con una trayectoria impecable, reconocido por la oficialidad, imparcial e independiente (algo ya bastante cuestionable), para introducir un problema más o menos estandarizado como el conflicto moral.La memoria confrontada al prestigio actual del crítico da como resultado una crisis profunda. Reitero: nadie niega la destreza de Vásquez en el manejo de la prosa y del estilo, nadie duda de sus buenas intenciones al pretender evaluar ciertos aspectos de la figura del crítico y la naturaleza de la crítica, pero hacerlo desde posiciones más bien conservadoras (la crítica sujeta a las contingencias de la tragedia y el ego individuales) es bastante limitado. Es una posibilidad válida, pero resulta un terreno más bien benigno. Olvida que la crítica es un espacio de pugna en el que se encuentran –y estrellan– múltiples fuerzas.
 

*Rómulo Torre Toro (Lima, 1987). Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado reseñas y cuentos en la Bitácora de El Hablador y Germinal (Actualidad, política y cultura).

 

 



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