Los abismos de Alfredo González Prada

Rodrigo Núñez Carvallo nos ofrece un conmovedor texto en el que se cuenta cómo el hijo de don Manuel González Prada, nuestro ilustre pensador de fines del siglo XIX, se suicidó en Nueva York. Este relato es presentado por su autor en voz de Adriana Verneuil Conches, madre de Alfredo. Estamos ante la recreación de una época en la que el protagonista de esta trágica historia alternaba con intelectuales y escritores hoy recordados como José Carlos Mariátegui y Abraham Valdelomar.


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Por Rodrigo Núñez Carvallo*

UNO

Llegué al edificio donde vivían frente al Central Park y había una nube de periodistas que me cegaron con sus luces. Busqué a Elizabeth entre la multitud y ella se adelantó y me abrazó con desesperación. Me siento culpable, señora Adriana, me dijo en inglés. Nunca creí que Alfredo fuera a cometer esta barbaridad. Me acerqué al cadáver cubierto con periódicos pero no quise mirar. ¿Para qué? Prefería recordar a mi hijo vivo, joven, lleno de intereses, cuando era toda una promesa. Quise llorar pero no pude. He pasado por tantas desgracias en la vida que ya no tengo lágrimas. En cambio Elizabeth, siguió sollozando hasta que los forenses se llevaron el cuerpo a la morgue. 


Detrás de un escritorio el oficial de la policía le pidió sus datos completos: Elizabeth Anne Howe de González Prada, 44 años, nacida en Orange, New Jersey, casada, bueno ahora viuda, corrigió. Luego acudimos a la habitación de al lado donde otro uniformado le pidió que hiciera su declaración: «Sentí el tintineo de unos hielos en un vaso, mientras yo descansaba en mi habitación. Con el whisky en la mano me dio un beso y salió a la terraza en el piso veintidós del edificio Hampshire House. Lo vi de espaldas observando la noche y tras un instante de silencio dejó el vaso, se acercó a la baranda y se dejó devorar por el vacío«. Elizabeth continuó con su relato: «Alfredo, Alfredo, grité cuando se oyó a lo lejos el estruendo sordo de algo que caía. Salí al balcón y miré hacia abajo. La imagen era terrible. Lo que quedaba de Alfredo estaba estampado contra el pavimento teñido de rojo». 


Quizás lo protegí demasiado. Antes de que Alfredo naciera se me murieron dos bebés en la cuna. Manuel y yo quedamos destrozados. Por eso cuando quede embarazada por tercera vez decidimos no bautizarlo y marcharnos del Perú para romper el maleficio que nos perseguía. Vámonos a tu tierra, la bella Francia, me dijo Manuel, acá todo está demasiado contaminado. Necesitamos aires nuevos para vivir nuestro amor y criar a nuestro hijo. Así que vendimos alguna propiedad, alquilamos la casa de la puerta falsa del teatro y nos tomamos un vapor con mis cuatro meses de embarazo a cuestas. 


Pasó ante mis ojos el pequeño apartamento que rentamos en la rue de Lourmel. Recuerdo que llegamos en julio de 1891 y en octubre nació Alfredito, cuando los vientos mistrales arrecian en París. Durante meses no salí de la casa porque el bebé era enfermizo y se agripaba ante la mas mínima corriente de aire. Pobre Manuel, no podía acompañarlo a ninguna parte. Todas las mañanas, me daba un beso a mí y otro a Alfredito, y salía con su sobretodo negro y su paraguas. Desde el visillo del balcón yo lo observaba mientras él no dejaba de hacer adioses hasta subir el tranvía. Manuel tomó esa temporada como un tiempo de estudio. Iba todos los días  a leer al colegio de Francia, a la Sorbona o a la Biblioteca Nacional. Cuando volvía en la noche me contaba de sus lecciones de sánscrito y del pensamiento del Buda, que para mí eran temas totalmente desconocidos. Y antes de la cena jugaba con Alfredito y le contaba cuentos en verso. Era una delicia verlos juntos. 




DOS


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Elizabeth no quería pasar la noche sola. Decidió recostarse en el sofá de la sala y yo me encerré en el escritorio de Alfredo. Había un mar de recuerdos y entre papeles y estantes descubrí la enorme maleta de aluminio en la que Alfredo guardaba la obra inédita de su padre. La abrí y encontré una carpeta de cuero que contenía una libreta de 1895, antes de nuestra estancia en Burdeos: «Alfredo está cada día más bonito e inteligente. Habla indistintamente en castellano y en francés, y llora para que lo saquemos a pasear, pero el clima aquí es muy cambiante, y le afecta siempre los bronquios. Una tos persistente no lo deja tranquilo de noche. Velamos su entrecortado sueño. Lo hemos llevado a varios médicos y ninguno ha podido prescribirle algo que lo cure«. 


Qué tiempos. La vida se nos pasó volando. «Hoy paseamos por Burdeos donde nos quedaremos una larga estancia. Alfredito compartió una canastilla de albaricoques con un asno. Adriana se puso desesperada, quería desinfectarle la boca con agua de lavanda y Alfredito se corría. Finalmente me convenció de llevarlo al médico y éste le recomendó una purga, que lo echó a la cama por una semana, no sé si por los duraznos o por el aceite de ricino»


Alfredo nunca fue al colegio en Francia. La escuela tradicional solo adormece la conciencia de los niños, decía Manuel, y prefería dedicarle dos o tres horas diarias a enseñarle las primeras letras en ambos idiomas, sentándolo en sus piernas frente a su escritorio. El resto del tiempo le leíamos cuentos o paseábamos con él por la campiña de Aquitania. Ya es tiempo de volver, dijo Manuel un mediodía mientras degustaba una copa de vino tinto. Han pasado siete largos años desde que salimos de Lima, exclamó, buscando mi aprobación. Se me hizo un nudo en la garganta pero comprendí que mi felicidad estaba al lado de Manuel y de mi hijo.  


Pasamos brevemente por Madrid, y tomamos el vapor de regreso en La Coruña. Los días se nos hicieron eternos. Queríamos volver de una vez a la casa de la puerta falsa del teatro, a la biblioteca y al jardín repleto de pajaritos y enredaderas. Además Manuel le prometió a su hijo un perro y un gato. Es bueno inculcarles a los niños el amor a los animales.


La casa pronto se llenó otra vez de gente, obreros de Vitarte, poetas, los viejos amigos del Círculo Literario. José María Eguren venía con frecuencia a hablar de poesía. Manuel escribía artículos,
dictaba conferencias, asesoraba los primeros sindicatos, y cobijaba en su biblioteca a muchos estudiantes. Ya no se daba abasto para dedicarse a la educación de Alfredo, así que decidimos inscribirlo en el Instituto de Lima, que era un colegio público donde curiosamente enseñaban alemán. Pero allí Alfredo se aburría, él estaba mucho más adelantado que todos sus condiscípulos. ¿Y qué estudiarás cuando termines la secundaria?  ¿No te gustaría ser médico? No, mamá. Me desmayaría ante el primer ensangrentado, confesó el adolescente. Me gustaría más bien ser embajador, añadió el chico, viajar por el mundo, defender nuestra posición en todos los foros internacionales, recuperar Tacna y Arica, y también Tarapacá


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Además de estudiar Derecho en San Marcos, Alfredo entró a trabajar al diario La Prensa como redactor. Allí hizo migas con un jovencísimo José Carlos Mariátegui y con Abraham Valdelomar, que nos visitaban asiduamente para conversar con Manuel. Tiempo después Alfredo ingresó a trabajar como amanuense en el Ministerio de Relaciones Exteriores. ¿Así que después de concluir abogacía serás algún día embajador? preguntó su padre. Está bien, se contestó a sí mismo. Los hijos deben superar a sus padres. Yo nunca terminé mis estudios de jurisprudencia, rió mi marido. ¿Y sobre qué será tu tesis? repreguntó. Sobre el derecho y los animales, respondió Alfredo con una sonrisa velada. Me parece bien, siempre es bueno elevarse sobre el presente y ver más allá, así te acusen de extravagancia, sentenció Manuel. 


Una sucesión de cañonazos atravesaron el cielo en medio de la madrugada. Son disparos de artillería, comprobó Manuel después de subirse al techo y ver la ciudad iluminada por esporádicas detonaciones. Esto es un golpe de estado, dedujo. Quieren acabar con Billinghurst, sentenció Alfredo. La mayoría opositora hace meses que estaba tocando la puerta de los cuarteles, agregó su padre. Bueno, hijo, despídete de tu trabajo, sugirió Manuel, que yo haré lo propio. A la mañana siguiente mi esposo acudió a la Biblioteca Nacional para presentar su renuncia. El dinosaurio de Palma debe estar sobándose las patas, comentó en el almuerzo. 


Billinghurst fue hecho prisionero, obligado a dimitir y luego deportado a Chile. Grupos armados de artesanos y obreros pasaron delante de la casa la noche siguiente, defendiendo al depuesto presidente. Alfredo se unió a la marcha. Cuídate hijo, le dijo su padre. Por la mañana tuvimos que llevarle un portaviandas a la cárcel. Había sido apresado y confinado en el Panóptico. 





TRES

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Sus amigos de La Prensa movieron cielos y tierra para lograr la liberación de Alfredo. Días después fue recibido como un héroe en el Palais Concert, un café y bar muy frecuentado por periodistas e intelectuales. Estaban allí para saludar su libertad Abraham Valdelomar, Mariátegui, Federico More, Alberto Ulloa Sotomayor, Málaga Grenet y hasta César Vallejo. Todos estos jóvenes fundaron poco después una revista renovadora y rebelde, Colónida, donde mi hijo publicó versos y artículos, que su padre alababa a escondidas. Alfredo llegará lejos, decía mi esposo, pero no se lo digas. La vanidad es una enfermedad juvenil muy peligrosa


No vaya a creerse que Alfredo era un muchacho ejemplar. A mí me hizo sufrir mucho. Quizás como era inteligente y atractivo tenía mucho éxito con las muchachas. Un día le abrí la puerta a una señorita en avanzado estado de gravidez que lo estaba buscando. Me llamo Carmen Soria Menacho, se presentó. Estoy buscando a Alfredo González Prada ¿es usted su mamá? La chica no tendría más de 15 años. Estoy esperando un bebe de su hijo, añadió. Casi me caigo de espaldas. Lo primero que pensé es que para evitar el escándalo lo mejor era casarlos, pero Manuel se opuso tenazmente. Son muy chicos, me dijo. Ese matrimonio está condenado al fracaso. Que a ese niño o niña no le falte nada


Es mujercita, nos anunció un día Alfredo que vino muy feliz a la casa. Pocas semanas después nos trajo a la pequeña. Manuel la paseó en brazos y le canturreó para que durmiera en una cuna improvisada que le hicimos juntando dos sillones de la sala. Pero el destino es cruel. Pocos meses después sentí que Alfredo entraba subrepticiamente a la casa y se encerraba a llorar en su dormitorio. ¿Qué te pasa, hijo? ¿Has terminado con la chica? ¿Alguien te ha roto el corazón? No, madre. Mi niña, mi hijita, murió anoche de neumonía. Estoy desesperado, no sé qué hacer. Nunca he sentido tanto dolor. Y además, los padres de Carmen no me dejan acudir a su entierro. Le pasé la mano por la cabeza y lloré con él. No podía hacer otra cosa.

Al año siguiente se presentó la misma chica con otro hermoso bebito en brazos. Tome, señora, es suyo, me dijo sin más. Mis padres no quieren recibirme con él, y la próxima semana me obligarán a casarme con alguien a quien no quiero. Dicen que Alfredo no me conviene porque su padre es un revoltoso, un mal elemento. Con ayuda de una niñera, lo cuidé y lo amé como solamente lo había hecho con Alfredo. Ese contacto cercano con un niño me devolvió a la juventud y me convirtió de nuevo en madre. No es bueno que se llame c
omo tú, Alfredo
, le dije una mediodía. Un niño no debe llevar el nombre de otra persona. Cada ser es único e irrepetible. Sería bueno que se llame Felipe, intervino el abuelo, que significa amor a los caballos en griego. Totalmente de acuerdo, dijo Alfredo que acababa de sustentar su tesis sobre el derecho y los animales. Salud, dijimos al unísono los tres levantando nuestras copas, salud por Felipe, mientras el bebé interrumpía el brindis con un llanto de hambre. Corrí a darle su biberón.  


En 1916 Alfredo partió a la Argentina en su primera misión diplomática y dejó a Felipe conmigo. En ese año también apareció una antología de la nueva poesía peruana, llamada Las voces múltiples, donde se incluían diez composiciones de mi hijo. Qué honor, sentenció su padre, cuando revisó el ejemplar. Si a los 25 años ya está antologado, qué le espera a los cincuenta. Nuestra vida mejoraba. Manuel había sido repuesto en su cargo de director de la Biblioteca Nacional por el nuevo gobierno. Éramos felices nuevamente.


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Al regresar del entierro de un amigo, Manuel sintió un dolor en el pecho pero no le dio importancia. Él era recio como un roble. A la mañana siguiente acudió como siempre a la Biblioteca Nacional y regó el jardín que había sembrado frente a la dirección. De regreso a casa me preguntó si había carta de Alfredo, y almorzó con frugalidad. Cuando estaba tomando el café le faltó el aire y se tomó el pecho. No pasó ni medio minuto y se desvaneció sobre la mesa. Corrí a prestarle auxilio, pero me di cuenta de que ya no respiraba. No hubo tiempo ni de llamar al médico. La vida se le fue aquel 22 de julio de 1918 como si se la hubiera arrebatado un rayo. 


El amanecer entraba por las enormes ventanas del apartamento que miraba al Central Park. A las once de la mañana serían los servicios fúnebres de Alfredo. En ese momento sonó el teléfono y contesté. Era el doctor Luis Alberto Sánchez preguntando por mi hijo. Antier acabó con su vida, dije con cierta parquedad. El silencio se extendió unos segundos. Hoy será la cremación. Cuanto lo siento, señora Adriana, replicó el íntimo amigo de Alfredo, pero me es imposible asistir, recién mañana llegaré a Nueva York. Confieso que la última vez que lo vi, estaba muy mal, prosiguió Sánchez. Nos encontramos hace unas semanas en Pasadena, California y lo vi obcecado e intranquilo. A mitad de la cena salió a la calle y paró un taxi. Ándate, me dijo, no me siento bien. Búscame en Nueva York y allí te entregaré la maleta de aluminio de mi padre. Dentro están todos los originales y los textos inéditos. Ve la forma de publicarlos. Luego Luis Alberto me pidió que le pasara a Elizabeth, pero ella me mandó decir que estaba indispuesta. Discúlpela, Luis Alberto. Se encuentra muy afectada. Quedamos en vernos dos días más tarde en mi departamento del piso doce de la 173.


Tocaron entonces el timbre. Era mi consuegra Mrs. Minnie Howe. Traía a su  asistenta personal y doce maletas, y la verdad es que estaba demasiado sonriente para una ocasión tan aciaga. Elizabeth salió de su cuarto y la recibió en bata de dormir. Ambas se sirvieron un té y se pusieron a charlar, teniendo la radio como telón de fondo. Esta matanza no tiene visos de terminar, opinó Mrs. Minnie. Roosevelt nos ha metido en una guerra de la cual no podemos salir. En un determinado momento a Elizabeth se le cerró el pecho. Me ahogo, dijo con voz entrecortada y corrió a su dormitorio en busca de la codeína. Es el asma de siempre, comentó la consuegra antes de retirarse a la habitación de huéspedes para desempacar su equipaje. Al poco rato quise tomar un poco de aire. Quería estar sola un rato y comencé a caminar sin rumbo entre la arboleda del Central Park. 


Alfredo era secretario de la embajada peruana en Washington cuando conoció a Elizabeth Howe en una recepción oficial. La hermosísima joven que estaba acompañada de su madre, provenía de una familia muy distinguida de Orange, Nueva Jersey y tenía apenas 20 años. Pronto comenzaron a salir y parecían llevarse muy bien, eran muy afines. Ambos tenían gusto por los libros, los viajes y la política, y decidieron casarse al poco tiempo en la iglesia de San Bartolomé de Washington. Ella dispuso que fuera un ceremonia religiosa y él no tuvo fuerzas ni ganas de oponerse. Cuando llegué al aeropuerto de la Guardia, estaban los dos esperándome y él hizo un aparte y me pidió por favor que no comentara nada de Felipe delante de ella. Una pequeña espina se me incrustó en el corazón. Por qué Felipe, mi lindo Felipe, tenía que ser negado para guardar las apariencias. No, Alfredo. La verdad ante todo





CUATRO


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Mientras contemplaba el humo saliendo de la chimenea del crematorio imaginaba el alma de Alfredo fluyendo como tantos otros espíritus en lenta dispersión. ¿Se encontraría con mi querido Manuel? Qué difícil ser hijo de alguien tan importante, pensé en un momento. Y no porque Alfredo careciera de talento sino porque todo parecía ya hecho por el padre. Manuel había sido poeta, político, filósofo, ensayista, toda una eminencia. Se me vino también a la cabeza la idea de que fue un error que Alfredo hubiera elegido la diplomacia y ese mundo superfluo que se mueve alrededor. Hay mucha hipocresía bajo las alfombras de las embajadas, demasiada sumisión frente al poder. Recordé entonces el incidente Poindexter. 


Un ex embajador de los Estados Unidos en el Perú y amigote de Leguía, un tal Miles Poindexter, contrataba peruanos como domésticos por salarios miserables. Cuando Alfredo, que era encargado de negocios, se enteró de esta injusticia les dio a los sirvi
entes protección y acogida en la embajada, pero el norteamericano movió sus influencias ante Pedro Rada y Gamio, por entonces canciller leguiísta y Alfredo fue destituido. Siempre pensé que debió haber renunciado antes, no debió jamás exponerse. El hecho es que de la noche a la mañana Alfredo se quedó sin trabajo y sin ingresos, pero su tren de vida no cambió demasiado. Elizabeth estaba acostumbrada a vivir como una reina y obviamente ella comenzó a pagar todos los gastos. Nunca funcionan esas parejas donde hay tanta diferencia de bolsillos. 


En agosto de 1930 cayó Leguía y todos los diplomáticos cesados fueron restituidos. Casi inmediatamente Alfredo fue nombrado ministro plenipotenciario en Londres y representante ante la Sociedad de Naciones, pero no duró mucho tanta felicidad. Sánchez Cerro, convertido en mastín de los antiguos civilistas, ganó fraudulentamente las elecciones de 1931 y nombró como canciller a Luis Miró Quesada, dueño del nefasto diario El Comercio. A mi hijo no le quedó otro camino que la renuncia. No podía trabajar ni un minuto bajo las órdenes de un acérrimo enemigo de su padre


Para colmo de males Felipe, mi nieto, se enfermó aquel mismo año. Lo que comenzó como una leve bronquitis se convirtió en una grave enfermedad. Tenía una persistente fiebre, estaba cada día más débil y demacrado, y los médicos no atinaban con el diagnóstico. Desesperada llamé a Alfredo que estaba en París con su mujer. Tráelo, me dijo, toma el primer barco a Le Havre o a Marsella, que yo me encargo de todo. Lié bártulos, y cargué con el chico que casi no podía estarse en pie, y al cabo de tres semanas ya estábamos en el hospital Paul-Brousse de París. Como siempre Elizabeth se marchó pretextando una enfermedad.


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Nada dio resultados y finalmente sucedió lo inevitable. Una mañana el magro cuerpo de Felipe dejó de respirar tomado de la mano de su padre y de la mía. Tenía apenas 17 años. Los dos nos ahogamos en un llanto infinito. Creo que entonces se me acabaron las lágrimas. Por qué Felipe, por qué, por qué, gritaba Alfredo fuera de sí, el día en que enterramos a mi niño en el cementerio de Pere Lachaise. Yo me encerré en mi cuarto y Alfredo anduvo días vagando por las calles de París hasta que una mañana su amigo Vallejo lo trajo de vuelta al hotel todo desarrapado y sucio. Nunca mi hijo volvió a ser el mismo


Alfredo no podía concentrarse en ninguna actividad, se deprimía constantemente, el desempleo lo asfixiaba, inventaba proyectos que luego abandonaba, iba de ciudad en ciudad en busca de algo que no existía en su interior, paz. Escribe, le decía yo. A pesar de tanta tragedia, hay que encontrar algo que nos salve, porque si no nos volvemos locos. Con el tiempo los delirios de Alfredo fueron incrementándose. Odiaba la guerra, las noticias del frente lo sacaban de quicio como si lo asaltara un negro frenesí. 


París estaba ocupado por los nazis. Alfredo quería llevarle flores a la tumba de Felipe y no podía, porque las fronteras estaban cerradas para un ex diplomático peruano que vivía en Estados Unidos. Tampoco conseguía trabajo acá porque como había nacido en Francia, se le veía con sospecha. Eran tiempos difíciles, pero los ánimos se le terminaron de derrumbar cuando se enteró por un amigo que la tumba de su hijo ya no existía. El nicho temporal donde estaban sus restos había sido demolido por los invasores alemanes para ampliar el cementerio de Pere Lachaise. Ahora sus huesos deben estar  regados en el anonimato de la fosa común



CINCO


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Al día siguiente el doctor Sánchez me visitó en mi piso de la 173. Le voy a hacer una confesión, Luis Alberto. La semana pasada fue la última vez que vi a Alfredo, le dije dirigiéndome a la ventana. Estuvo aquí mismo donde usted está parado. Allí al frente pasando el río está New Jersey y aquel edificio es el hospital psiquiátrico de la ciudad. Mamá, yo no voy a terminar en ese manicomio, me dijo llorando. Yo no iré allá de ninguna manera, repitió señalando el vetusto local donde encierran a todos los locos de Nueva York. Mamá, mátate conmigo, me pidió con una expresión de feroz desamparo. Me voy a matar, reiteró y sería mejor hacerlo los dos juntos. ¿Pero si me mato yo y te matas tú, quién terminará de editar la obra de tu padre? le respondí. Alfredo me miró con ojos sorprendidos. Y como que volvió a la realidad por un momento. Tengo que recoger con urgencia la maleta de aluminio que dejé en Placid Lake, en una casa que alquilé el verano pasado, recordó. Allí la dejé si la memoria no me falla. 


De regreso de Placid Lake le dijo a Elizabeth, su mujer, a la que no veía casi nunca: Te voy a entregar estos papeles por si me pasa cualquier cosa. Elizabeth tomó la maleta y la guardó en el escritorio. Yo la traje anoche de allí. Pesa una enormidad. En seguida la abrí. Allí estaban todos los originales obsesivamente ordenados en folios y carpetas. La volví a cerrar y se la entregué a Luis Alberto. Llévela al Perú por favor, yo le daré el alcance pronto. Tengo todavía que arreglar algunos asuntos. Luis Alberto cargó la pesada maleta y tomó un taxi.


Nueve meses después, cuando ya estaba con el pasaje comprado en la mano llamé a mi hija política para despedirme, pero nadie contestó. Se habrá ido con su madre, pensé. Pero en la noche Mr. Minnie Howe se presentó desconsolada en mi departamento. Ha muerto Elizabeth de un ataque de asma, me anunció. La codeína ya no le hacía efecto. Quedé como suspendida en el aire, totalment
e idiotizada, afectada por una parálisis de todos mis sentimientos. Después del entierro me llamó para que firmara unos papeles donándome parte del patrimonio de su hija. Con esa plata podrá editar las obras completas de su marido y de Alfredo. 


Apenas llegué a Limatambo, una terrible tristeza me invadió. No tenía a nadie en el mundo y no sabía qué hacer con mi vida. Pero entre el gentío descubrí unos anteojos familiares. Era el doctor Sánchez, que me recibió con un sonoro, manos a la obra, doña Adriana.     
*Rodrigo Núñez Carvallo es un escritor peruano autor de varios relatos y novelas como Sueños bárbaros y El sembrador de huarangos. Su padre es el ilustre historiador y crítico literario Estuardo Núñez.


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